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Pero sentía también otra cosa. La sensación extraña de que les observaban, de que en realidad era a ellos a quienes les seguían el rastro. En aquel lugar alejado del CBA, remoto, inhóspito y que te aplastaba como una losa, Swift advirtió que tenía miedo. Tuvo que detenerse un par de veces y echar una mirada a su alrededor para cerciorarse de que seguía atada a Jack con la cuerda, pues el glaciar y la montaña y la naturaleza de su búsqueda les habían dejado mudos a los dos.

Cuando al cabo de una hora se detuvo por tercera vez, no fue por miedo de descubrir que estaba sola y abandonada en aquel lugar imponente, sino porque las pisadas de pronto se desviaban del corredor principal y subían tres metros por la pared del glaciar que había a su izquierda.

Jack la alcanzó y fijó la mirada en la pared helada; instintivamente trazó en su cabeza una ruta y subió con rapidez hasta la cima.

– Tal vez han creído que les estábamos siguiendo -dijo Swift medio en broma.

Jack soltó un gruñido y buscó el rastro. Al volver a encontrarlo, y al ver adónde llevaba, le dijo:

– Puede que tengas razón. Mejor será que subas y lo contemples con tus propios ojos.

Preocupado no tanto por la posibilidad de caerse él como porque se desmoronara la pared de hielo y cayera sobre Swift, se sentó e, intentando repartir el peso de su cuerpo por el rellano de hielo, mantuvo la cuerda bien tensa hasta que tuvo a su amiga sentada a su lado. La ayudó a ponerse en pie y le dijo:

– Ahora mira bien donde pones los pies. Aquí arriba, el glaciar está muy resquebrajado y, si das un paso en falso, te puedes…

– Ya lo sé, ya lo sé -repuso ella con irritación, que ya no podía con su alma-. Soy historia.

– Exacto. Pura teoría. Nada de fósiles.

Se volvió con cuidado y la guió por una corta pendiente que era un revoltijo de hielo y nieve hasta el lugar donde se esfumaban las pisadas, en el arrugado labio azul y blanco de una enorme grieta.

Llegaron, extremando las precauciones, al borde de la grieta y, llenos de un creciente desconcierto, clavaron sus ojos en la otra orilla de aquel abismo negro, y después en la resonancia helada de las profundidades escondidas.

– No lo entiendo -dijo Swift mirando alrededor de sus pies-. Las huellas terminan aquí, justo en el borde de la grieta. ¿Crees que habrán saltado? Debe de tener seis metros.

– Siete y medio -especificó Jack.

Cogió los prismáticos y contempló la orilla opuesta de la grieta. No vio huellas en la nieve reciente, tanto que parecía que acabaran de elaborarla para un anuncio de una revista. Jack movió la cabeza.

– ¿Estaremos en una dimensión desconocida o qué? No se ve ni siquiera una huella digital.

– Podría ser que algo hubiera tapado las huellas. Quizá la nieve.

– ¿Sólo en un lado de la grieta? Esto que dices es demasiado extraño, incluso en el Himalaya. -Miró a su alrededor como si buscara alguna pista-. Han desaparecido. Simplemente se han esfumado.

– Los dos sabemos que eso es imposible.

– Cuando uno se pone a perseguir un mito y una leyenda, quién sabe lo que es posible o lo que no lo es.

– A mi entender hay dos posibilidades. Una, han saltado a la grieta.

– Como los lemmings, quieres decir -dijo Jack encogiéndose de hombros-. Se han suicidado.

– Dos, son más listos de lo que creíamos. Quizá se han dado cuenta de que los seguíamos y se han puesto a andar de espaldas, como los indios, poniendo los pies sobre sus propias huellas. -Ahora fue ella quien se encogió de hombros-. No lo sé. Pero tiene que haber una explicación lógica.

Jack asintió.

– Sea como sea, nos hemos quedado sin nada -dijo-. Sería mejor volver. -Intentó coger la radio que llevaba colgada al anorak, pero advirtió que estaba atrapada debajo de la correa del arnés de pecho. Jack levantó la correa y logró coger la radio-. Les voy a decir que volvemos.

Swift no se opuso. Seguía con dolor de cabeza, pero no quería tomar más acetazolamida, pues prefería aguantarlo y aguantarse. Deseosa de regresar al campamento I y bajar a una altura inferior, donde la cabeza ya no le dolería tanto, se apartó del borde de la grieta y se volvió demasiado bruscamente clavando un crampón en las correas del otro.

– Deja que te lo arregle -le dijo Jack.

Interrumpiendo su intento de volver a ajustarse el arnés, se inclinó hacia adelante para separar las puntas de un crampón de las correas del otro, pero automáticamente Swift ya había levantado el pie y, como estaba muy cansada, perdió el equilibrio. Un instante después ya no tenía pies en los que apoyarse y cayó pesadamente de culo en el hielo.

No sintió dolor y las pocas molestias que le ocasionó la caída desaparecieron al instante. Swift advirtió que seguía deslizándose y, sin oír lo que Jack le gritaba, se giró instintivamente, quedándose boca abajo, cosa que únicamente aceleró la velocidad a la que se precipitaba. Al darse cuenta de que iba a caerse por la grieta, sintió que el corazón le saltaba en el pecho hacia arriba, como si con aquel movimiento pudiera ayudarla a arrastrar su cuerpo hacia arriba.

El grito que salió de sus labios agrietados se amplificó instantáneamente, mientras el gran vacío azul y negro de hielo y nieve se la tragaba.

De camino hacia el campamento mal equipado y reducido, a Cody, Jutta y Ang Tsering les salió al encuentro un perro. No era la clase de perro cruzado que Cody había visto tantas veces en el Nepal, sino un animal muy normal y corriente, que incluso llevaba un collar. Al oír que el perro empezaba a ladrar, un asiático oriental robusto y fuerte salió de una de las tiendas más bien sucias. Ang Tsering juntó las manos en un gesto de cortesía, inclinó ligeramente la cabeza y le dirigió la palabra.

– Namaste, aaraamai hunuhunchha?

El hombre no contestó.

– Tapaai nepaali hunuhunchha? -preguntó Tsering haciendo otra ligera reverencia. Al ver que su interlocutor sacudía la cabeza, añadió-: Tapaaiko ghar kahaa chha? ¿Tiene usted la amabilidad de decirme de dónde es?

El hombre soltó un gruñido.

– Chin.

– Achchha.

Tsering se volvió hacia Jutta y Cody.

– Es chino -dijo negando con la cabeza, y agregó-: Yo no hablo chino.

– Yo lo hablo un poco -dijo Cody, que dio unos pasos adelante e intentó decir algunas palabras en mandarín.

– Nin hao -soltó con una sonrisa en la boca-. Nin hao Byron. Wo Xing Cody. Nin gui xing?

– Wo xing Chen -gruñó el chino con su tono de voz de malos amigos.

– Wo shi meigno -dijo Cody-. Ni zuò shénme göngzuò? ¿Qué hace usted aquí?

El chino frunció el entrecejo y se quedó un momento pensativo.

– Wo bu dong -dijo al fin (no lo entiendo)-. Qing ni zài shuo yíbiàn? -¿Puede repetirme la pregunta, por favor?

– Keyi -contestó Cody (por supuesto).

En aquel momento salieron otros hombres. Cody contó cuatro. Tres de ellos miraban a Tsering y a los dos occidentales con visible desconfianza, pero el cuarto se adelantó y los saludó educadamente.

– Nin hao -dijo el cuarto hombre-. Sí, hablo inglés. Bienvenidos.

– Estupendo -exclamó Cody-. Somos científicos. Nuestro campamento base está en el glaciar, más arriba, cerca del Annapurna.

– También nosotros somos científicos -dijo el chino-. Nos ocupamos de los pronósticos del tiempo. -Se encogió de hombros y añadió-: Somos meteorólogos.

– ¿De veras? -preguntó Cody-. Uno de los miembros de nuestro equipo es también meteorólogo. Le presento a la doctora Henze.

Jutta sonrió y dijo:

– ¿Quieren cigarrillos americanos? -se desabrochó el anorak y les ofreció una cajetilla de Marlboro.