– Xiangyan -repuso muy agradecido el chino que hablaba inglés-. Sí, por favor. Nos hemos quedado sin tabaco.
– Pues claro -intervino Cody-. Xiangyan.
– Quédense con el paquete.
– Es usted muy amable -dijo el chino que hablaba inglés.
Los otros tres se acercaron y aceptaron tímidamente los cigarrillos; Jutta les ofreció también fuego con un mechero a prueba de tempestad.
– Nosotros creíamos que éramos los únicos que estábamos aquí arriba -comentó Cody-. ¿Cuántos son ustedes?
– Somos un equipo reducido. Sólo seis. ¿Les gusta el cha?
– Cha -repitió Jutta-. Nos apetecería mucho un poco de cha.
Se quedaron media hora, más o menos, tomando té y después improvisaron unas disculpas y prometieron volver algún día con whisky y más cigarrillos y acompañados del meteorólogo de su equipo.
– Es agradable saber que no estamos solos -les dijo Cody al despedirse.
– ¿Qué crees tú que hacen éstos aquí? -le preguntó Cody a Tsering de camino al CBM y al lugar en el que girarían hacia el oeste en dirección al campamento.
– No tienen sherpas -observó Tsering.
– Sí, a mí eso me ha extrañado mucho -confesó Jutta.
– Si hubieran contratado los servicios de unos sherpas, yo me habría enterado. En este caso quizá hayan entrado en el país sin ningún permiso. La frontera con el Tibet está a menos de cuarenta kilómetros al norte. En mi opinión son soldados del ejército chino.
– ¿Serán desertores? -Jutta se encogió de hombros-. Yo no he visto ningún arma.
– Los desertores normalmente no tienen antenas parabólicas -concluyó Cody.
DIECISÉIS
Corría a gatas, y muy de prisa, por la nieve a refugiarse en los peñascos. En aquel momento me dije: «Esto es un mono o una criatura simiesca.»
Chris Bonington
En el mismo instante en que Swift desaparecía al caerse por el borde de la grieta, Jack se arrojó al suelo de hielo antes de que la cuerda pudiera arrastrarlo detrás de ella. No le sorprendió nada que Swift no hubiera sido capaz de detener la caída. Él le había gritado que se tumbara de espaldas y que clavara los crampones y el piolet en el hielo, pero detenerse por los propios medios cuando uno se caía no era una técnica fácil de dominar. Como la mayoría de las técnicas de alpinismo, requería práctica. Cuando él empezó a escalar, aprendió a utilizar el piolet para detener una caída en pendientes cóncavas con un margen seguro y tiempo suficiente para perfeccionar el ejercicio. Se dejó caer de espaldas y giró el cuerpo hacia la mano que sostenía el regatón del piolet. Cuando empezó a apoyarse en la maza y a abrir las piernas procurando clavar las puntas de los crampones en el hielo con el objeto de aumentar la capacidad de frenado del piolet, Swift llegó al final de la cuerda.
Jack apretó los dientes al sentir el súbito impacto del cuerpo de ella que amenazó con arrancarle el piolet que sostenía con una mano. Con los brazos totalmente estirados, apoyó con fuerza la cara contra el hielo, suplicando al cielo que los músculos de los brazos y de los hombros soportaran aquella tensión sin desgarrarse. Y que el arnés de pecho que tenía desabrochado aguantara; si no lo había perdido al caerse Swift, era gracias a la mochila, que lo mantenía sujeto.
Cuando al fin dejó de deslizarse y haciendo de tripas corazón miró por encima del hombro, vio que tenía los pies a menos de un metro de la grieta. Un segundo más y los dos se hubieran matado.
Los gritos de Swift que procedían del interior de la grieta se oían cada vez menos fuertes; su amiga pugnaba por controlar su miedo. Respiró hondo.
– ¿Estás bien, Swift? -le gritó.
Hubo un largo silencio, y por fin oyó una voz casi inaudible.
– Sí, me parece que sí.
Jack maldijo su propia estupidez, se dijo que nunca debió haberse aflojado el arnés sin antes haberse asegurado, y haberla asegurado a ella, a otro punto de anclaje, y que no debió dejarla subir desde el riñón. Debió haberse llevado con él a Miles o a Mac. Debió haberse dado cuenta de lo extenuada que estaba Swift, pero fue incapaz de verlo.
Se miró el abdomen, buscando la radio para pedir auxilio a los otros dos, que estaban en el campamento I, pero había desaparecido. Se le debió de haber caído justo antes de resbalar Swift, cuando había estado a punto de llamar al campamento I. Echó una mirada desesperada en torno a él y vio que estaba a varios metros, junto al piolet de Swift, y totalmente fuera de su alcance.
Iba a tener que tirar de ella para izarla. Si el arnés resistía hasta que él pudiese agarrar la cuerda y sostenerla sin peligro… Como si este pensamiento le hubiera hecho cobrar la conciencia, el mosquetón que aguantaba la cuerda empezó a deslizarse por su hombro apretando la correa acolchada de la mochila.
A Swift se le hicieron eternos los minutos que estuvo colgada de la cuerda, dando vueltas, con los ojos cerrados y sin osar mirar hacia arriba por miedo de ver a Jack arrastrándose por la grieta hasta llegar a donde estaba ella. Pero cuando notó que subía unos cuantos centímetros, abrió los ojos.
Poco a poco la vista fue acostumbrándose a las tinieblas gélidas hasta que fue capaz de distinguir formas, y lo primero que acudió a su mente al ver el frío abismo que había bajo sus pies inservibles fueron ideas relacionadas con la fuerza de fractura, el alargamiento, la elasticidad, la fuerza de impacto, el número de caídas que podían soportarse y la incapacidad de absorción de agua de la cuerda que la sostenía. Había visto muchas películas y no podía quitarse de la cabeza la imagen de la cuerda que, allí arriba, al rozar con el borde de una grieta, iba segándose lentamente hasta que al fin se rompía, mientras Jack, luchando desesperadamente, tiraba de ella con fuerza.
Pugnando por desterrar estas imágenes de la cabeza, intentó ayudar a Jack y le dijo de cuánta cuerda tendría que tirar; entonces reparó en que había caído a una profundidad de unos seis metros y de ello dedujo que le llevaría probablemente más de una hora sacarla de allí.
– ¿Jack? Estoy a una profundidad de unos seis metros -le gritó a pleno pulmón, aunque su voz sonaba como la de alguien más muerto que vivo, como un alma en pena errando por el espacio insondable-. ¿Quieres que haga algo?
Poco a poco, Jack empezó a arrastrarse, con la mano agarrada al regatón del piolet, y a alejarse del borde de la grieta. Aguantar el peso muerto que había en el otro extremo de la cuerda le requería un esfuerzo excesivo; además, ahora tenía el mosquetón a medio brazo, pero consiguió, muy despacio, poner la cabeza a la altura de la azuela del piolet, que era una hoja en forma de pala. Cuando estuvo absolutamente seguro de que no corría ningún peligro, giró el piolet y con el brazo totalmente extendido lo levantó y lo clavó rápidamente en el hielo por encima de su cabeza. Después volvió a arrastrarse hacia arriba, cogido al piolet, hasta la altura de la hoja.
Jack repitió esta maniobra hasta que estuvo como mínimo a seis metros de la grieta. Sólo entonces se volvió muy lentamente de espaldas y a tientas buscó la cuerda, preparándose para iniciar la lentísima, laboriosa y extenuante tarea de rescatar a Swift e izarla de la grieta.
En aquel mismo instante sintió que se soltaba algo debajo de su hombro, como cuando se cae un botón de la camisa.
El arnés era de una calidad superior, muy seguro para los escaladores que llevaban una pesada mochila, porque ayudaba a evitar que éstos, si sufrían una caída, invirtieran su posición. Quedaba perfectamente ceñido y era imposible que se desabrochara; además, repartía el peso del escalador de forma equilibrada. Pero cuando el peso de la cuerda que aguantaba a Swift le obligó a concentrarlo en sólo una mitad del arnés, supo que los puntos de la costura de la correa del hombro no iban a poder resistir mucho tiempo.
Le bastó un instante para ver con claridad lo que ocurría y se abalanzó desesperadamente sobre la cuerda, pero falló. Se puso a gritar hasta que la correa que sostenía el mosquetón se abrió como un puño diminuto y la cuerda que aguantaba a Swift desapareció por la grieta.