– Unos colegas. Un reducido equipo de científicos chinos. Meteorólogos. Seis chicos de aspecto desastroso.
– ¡No me digas!
– ¿Dónde los habéis visto? -preguntó Warner-. Yo pensaba que éramos los únicos que estábamos aquí arriba.
– Según Tsering, son desertores del ejército chino -añadió Cody-. Es lo que él cree porque no tenían sherpas.
– Si hubieran alquilado porteadores en Khat, yo me habría enterado. -La voz inflexible de Tsering no admitía réplicas.
– Quizá sean invasores -se rió Cody-. Del Tibet.
– ¿Dónde los habéis visto? -insistió Warner.
– En el valle que hay encima del CBM -le explicó Jutta-. El que se extiende hacia el Tarke Kang. Han acampado al pie del pico Acanalado.
– ¿Habéis hablado con ellos? -les preguntó Warner.
– Sí -contestó Jutta-. Byron habla un poco de chino.
– Un poquito.
– ¿Dónde aprendiste chino, Byron? -le preguntó Boyd.
– En Vietnam. Estuve en las Fuerzas Especiales un tiempo. Interrogaba a los prisioneros y hacía otras cosas por el estilo.
– ¿Lo dices en serio? -exclamó Boyd-. ¿Torturaste a alguno?
Cody soltó una carcajada despectiva y meneó la cabeza.
– Las Fuerzas Especiales. ¡Vaya! ¿Os han dicho a qué clase de meteorología se dedican?
– No. Pero les he prometido que iríamos a visitarlos otro día. Que les llevaríamos cigarrillos y whisky. Tal vez podamos averiguar qué hacen aquí.
– Sí, eso haremos.
– Me sorprendería mucho que siguieran en el mismo sitio cuando vayamos -dijo Tsering-. Me sorprendería mucho que no hayan liado los petates y se hayan marchado del campamento en cuanto nos hemos ido nosotros.
– ¿Sabes cuál es tu problema, Tsering? -le dijo Boyd-. Que no confías en tus compatriotas.
Hustler. ¿Sabes qué? Pues que tenemos compañía. Hay un equipo chino en la zona, a 83,75° de Greenwich y 28,45° al norte. Uno de nuestros sherpas cree que son desertores. Pero puede que sean un grupo de enemigos que quiera humillarnos. Yo me inclino por esta última posibilidad. Quiero borrarlos del mapa inmediatamente. Dime algo, por favor. Saludos, Castorp.
Jack respiró hondo y se arrodilló en el borde de la grieta. Sentía deseos de rezar. Quería confesar sus pecados, pedir valor, suplicar que le guiaran ahora que iba a rescatar a Swift, y lo quería todo a la vez. Lo que deseaba más que nada en el mundo era precisamente no tener que hacer lo que se disponía a hacer. Tenía ardor de estómago, como si hubiera bebido vinagre, y el corazón le latía tan aceleradamente que creyó estar a punto de sufrir un infarto.
Serénate, anda. Si la dejas ahí abajo, se morirá congelada.
Se giró con mucho cuidado y clavó el piolet en el hielo. Cuando quedó completamente satisfecho de los puntos de apoyo, se volvió del todo, metió las piernas en la grieta como hacemos cuando nos metemos despacio en una piscina deslizándonos junto a la pared, y después clavó las puntas dobles de los crampones en la pared lisa de hielo.
No era la primera vez que efectuaba una escalada libre en una pared de hielo y Jack tenía presentes todos los peligros, que dependían en gran medida de la calidad del hielo. Las puntas de los crampones podían salirse. El hielo podía astillarse. O, lo que era peor, podía romperse por el impacto del piolet y el fragmento entero podía arrastrarte con él como si bajaras por un tobogán. Era una suerte que los picos de los dos piolets fueran delgados, facilitando así la penetración, y al mismo tiempo lo bastante afilados como para ser extraídos sin dificultad. Lo más arduo de todo era la técnica de escalar con piolets a la inversa. Después de encontrar un par de buenos puntos de agarre, uno tenía que sacar un crampón del hielo y a continuación un pico, bajar el cuerpo hasta que uno tenía la mano en el extremo del mango del piolet clavado en el hielo, y luego insertar el otro crampón. Era la técnica de descenso con más posibilidades de destrozarte los nervios jamás inventada.
Nueve metros no eran mucho. Pero si se caía de la pared azulada y verdosa de roca incrustada de hielo, Jack sabía que sería una caída mortal. Sabía también que su peso y el ángulo de su cuerpo serían suficientes para precipitarse rozando el borde de la cornisa y caer al fondo del abismo. En semejante escalada no cabía ningún margen de error.
Bryan Perrins se sentó a su escritorio, echó una ojeada al Post y lo tiró a la papelera. Él prefería el City Paper, un semanario que contenía chismorreos más sabrosos y una sección dedicada a las artes y a los espectáculos mucho más buena. A Perrins le gustaba el cine, y el Post, que se había dormido, literalmente, sobre sus laureles, nunca contenía tantas reseñas cinematográficas como el City. Encendió el ordenador y con la mirada perdida en el río Potomac, que se veía por la ventana, se preguntó si aquel fin de semana iba a poder ir al American Film Institute a ver alguna de las primeras películas de Hitchcock, a las que estaba dedicado el ciclo aquellos días. Vértigo, quizá, que era una de sus preferidas. Al pensar en alturas vertiginosas le acudió a la cabeza el Himalaya, y seleccionó el correo electrónico de Hustler para ver si había algún mensaje de Castorp en la bandeja.
La noticia de la presencia de un campamento militar chino en el Santuario del Annapurna no le sorprendió especialmente. La Agencia ya se esperaba algo por el estilo de los chinos. Pero lo que sí le sorprendió a Perrins fue la celeridad con la que Castorp estaba dispuesto a liquidar a los chinos, sin ni siquiera tomarse la molestia de verificar antes su propia hipótesis, según la cual cabía la posibilidad de que en realidad fueran desertores del ejército. Perrins no vio que tuviera sentido autorizar un ataque quirúrgico, a menos que fuera absolutamente necesario, e inmediatamente le mandó un mensaje a Castorp en el que le comunicaba que no hiciera nada hasta que la Agencia hubiera organizado un reconocimiento aéreo de la posición china. Después se puso en contacto con la NRO y Reichhardt, quien convino en enviar allí un U-2R desde la base aérea de Arabia Saudí. Los ordenadores instalados a bordo del U-2R podrían captar las señales procedentes del campamento chino montado en el Santuario del Annapurna desde una distancia de veintisiete mil metros y enviarlas después, vía satélite, a Langley. Las señales serían allí analizadas y evaluadas antes de llegar a manos de Perrins, junto con una recomendación sobre las medidas que debían tomarse.
Swift iluminó con la Maglite la pared por la que descendía Jack, y sólo le daba ánimos de vez en cuando para no distraerlo. Pero cuando a medio camino se detuvo por completo, Swift se dio cuenta de que algo le sucedía.
– ¿Jack? ¿Estás bien?
Él estaba inmóvil; parecía una estatua colocada en una capilla construida a gran altura en la pared de una extraña catedral, un santo o un ángel paralizado mientras daba una bendición sobrenatural.
Eso era lo que le sucedía: estaba paralizado por el miedo.
– ¿Jack?
– Calla, calla, calla.
Swift detectó pánico en la voz que le llegaba de lo alto y supo, sin sentir la más mínima satisfacción por ello, que había acertado.
– Jack, escúchame. Escucha, estás a más de medio camino. Tómatelo con calma.
Él no se movió. Ni dijo nada. Lo único que Swift oía era el ruido de su propia respiración, tan rápida como si estuviera corriendo una maratón.
También ella se quedó callada sin saber qué hacer. Si él no lograba bajar, ella nunca saldría de allí. Los dos morirían. Era así de simple. Lo que le dijera ahora sería probablemente lo más importante que iba a decir en toda su vida.
– ¿Jack? No sé si éste es el mejor lugar ni el mejor momento. Tal vez cuando termine esta pesadilla, los dos nos reiremos mucho. Pero los dos sabremos que de todos modos era verdad. Lo que te decía. Lo que te digo. Te quiero, Jack. A mi manera siempre te he querido. Cuando todo esto haya terminado, no quiero que nos separemos nunca más. Esto parece una escena de balcón de Shakespeare, sólo que soy yo la que debería estar allí arriba y tú aquí abajo. Pero te lo digo de veras, Jack. Así que ahora no puedes quedarte parado. No puedes hacerlo. Tienes que bajar y decirme que me quieres. Tienes que bajar para que podamos seguir viviendo los dos. ¿Lo entiendes?