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Mac se rió, disfrutando visiblemente.

– Esto explicaría también por qué casi todos los sherpas fuman como chimeneas -comentó el escocés.

– Exacto, Mac.

– Quién sabe, a lo mejor los yetis también fuman -prosiguió Mac-. Quizá por eso son tan rápidos cuando suben esas dichosas pendientes. -Soltó una sonora carcajada-. Cuando vayas a buscar un patrocinador que nos financie otro viaje por estos parajes, sólo tienes que hablar con los de Philip Morris. ¿Qué opinas, eh, Swift?

Pero Swift se había quedado profundamente dormida.

Castorp observaba a la luz de la luna el campamento chino con los prismáticos. El aspecto era de completa inocencia: unas cuantas tiendas de gruesa lona a prueba de tormenta, un montón de provisiones respetablemente civiles y la antena parabólica. Los soldados que persiguen desertores no necesitan antenas parabólicas. La nieve empezaba a ceder bajo sus pies y tuvo que cambiar de postura. El suelo que pisaba parecía muy inseguro. Peligroso incluso. Se le ocurrió una idea.

Castorp volvió a meter los prismáticos en la mochila y sacó una herramienta para cavar trincheras, que extendió y con la que se dispuso a horadar un hoyo en la profundidad de la capa de nieve con una pared vertical posterior. Desde el CBA hasta allí se había dado una buena caminata, y a oscuras, además. Excavó después una chimenea de unos treinta centímetros de hondo a un lado de la pared y al otro lado hizo una ranura en forma de V y dejó al descubierto un bloque de nieve, separado del resto, de unos treinta centímetros de ancho. Por último, hundió la pala detrás del bloque y con mucho cuidado fue sacándola sin hacer apenas fuerza. De pronto, el bloque empezó a desplazarse a lo largo de la cara de contacto y él inmediatamente dejó de mover la pala. El desplazamiento del bloque de nieve indicaba que la pendiente se hallaba en unas condiciones muy inestables. Se preguntó si los soldados chinos se habían siquiera molestado en efectuar aquella rudimentaria prueba que él estaba realizando y llegó a la conclusión de que era del todo imposible, porque de lo contrario no hubieran acampado allí. Por otro lado, tal vez llevaban tiempo allí. Era un valle de dimensiones más reducidas que el valle en el que habían instalado el CBA, y últimamente había nevado copiosamente. De todos modos, pensó, mejor no dejar nada al azar. Y Hustler tampoco le había prohibido de forma expresa pasar a la acción.

Se enjugó la frente y esbozó una media sonrisa de desprecio por la gente de Washington. ¿Qué sabían ellos de la gente de aquel campamento? Quien libraba los combates era él. Él era el hombre de acción. No tenía que haberle dicho nada a Hustler, eso para empezar. Tenía que haber actuado primero y comunicárselo después. Aquello le incumbía a él. Él estaba en mejores condiciones para valorar la situación. Si uno advierte un peligro, no espera a que se le venga encima. Pasa a la acción.

Sacó de la mochila un par de pequeñas cargas explosivas y las colocó con cuidado a intervalos irregulares a lo largo de la arista que había por encima del campamento chino. Y sin darse cuenta se puso a cantar.

El buen rey Wenceslao, precavido,

miró hacia afuera,

el día de San Esteban,

cuando la nieve recién caída

se amontonaba, inmaculada, a su alrededor.

Castorp desanduvo lo andado y desde un lugar seguro, y sin titubear, hizo detonar las cargas con un mando a distancia. La nieve amortiguó el ruido de las explosiones, que no sonaron más fuerte que una palmada. Al principio la nieve apenas se movió y se preguntó si no habría calculado mal. Pero poco a poco, toda la pendiente, transformada en una enorme losa de nieve y hielo, empezó a desplazarse, como la pasta de avena cocida con leche cuando se vierte en una fuente. Rápidamente aumentó de velocidad y de volumen hasta que se convirtió en una ola ensordecedora, una nube de toneladas de restos fríos cada vez más hinchada, como un gran edificio que se derrumba después de hacer estallar los cimientos.

Cuando todo quedó en quietud y el polvo que flotaba en el aire se hubo disipado, el valle, bajo la luz de la luna, parecía, de tan plácido, una estampa de Navidad, y era como si los chinos no hubieran existido jamás. El hombre que los había hecho desaparecer dio la vuelta y se puso en marcha; de camino al CBA iba cantando:

Aquella noche la luna resplandecía en el cielo,

aunque hacía un frío riguroso y gélido,

cuando apareció un pobre hombre,

que recogía leña para calentarse durante el invierno.

DIECISIETE

De todas las cosas admirables, ninguna lo es tanto como el hombre.

Sófocles

Hacía un frío cortante. Swift se despertó y vio que Jack le tapaba la boca con su mano enguantada. Estaba todo muy oscuro y apenas le veía la cara, sólo notaba su aliento cálido, que olía todavía a whisky, cuando le susurró:

– Tenemos compañía.

Swift se incorporó bruscamente y por poco le dio un coscorrón a Mac o a Jameson, no sabía a cuál de los dos; conteniendo la respiración, escuchó con mucha atención.

Había cesado de nevar. Hasta el viento había amainado. Fuera de la tienda la fuerte helada nocturna del Himalaya había provocado que la nieve se congelara. Oyó que ésta crujía bajo las pisadas del visitante que se paseaba por el campamento I.

– ¿Será alguien del CBA? -susurró, esperanzada.

– Está demasiado lejos y es demasiado peligroso -dijo Jack-. Sería suicida intentar subir hasta aquí de noche.

– ¿Serán, entonces, los chinos aquellos?

– Lo tendrían igual de crudo. Están demasiado lejos. No, no es ninguna persona.

Jameson había encontrado la pistola e intentaba cargarla con una jeringa. Los pasos se oían ahora más cerca de la tienda.

– Coge el rifle -le dijo Jack-. Aún está cargado.

– Demasiado potente. ¿Podéis tú y Mac ocuparos de sostener las linternas? Si no acierto a la primera, se acabó. Tengo que dar en el blanco…

Jameson se quedó callado para escuchar un ruido de un ser que husmeaba fuerte el aire de la noche fría en el exterior de la tienda.

– Huele el estofado -susurró Swift-. Huele el estofado de ternera.

– Conque gourmet, ¿eh? -comentó Jameson-. Esto habla en favor de él. -Metió la jeringa en el cañón de la pistola y cerró la recámara-. Listos.

Se oyó cómo daban un golpe en la pared de la tienda, que se combó cuando un cuerpo inmenso se apoyó en ella. A Swift dejó de latirle el corazón en el momento en que le llegó un fuerte hedor a animal.

La criatura volvió a golpear la pared, sólo que esta vez el ruido fue acompañado de un estruendo de latas que caían y entrechocaban. Había encontrado lo que andaba buscando: los restos del estofado de ternera.

Con el frío que tenía, Swift hubiera jurado que era imposible tiritar de miedo, pero se le había puesto la carne de gallina, como si su piel hubiera sido la primera en reconocer algo que sus oídos y su cabeza tardarían en comprender. Allí fuera había un animal enorme de verdad.

– Será mejor que salga yo primero -dijo Mac, que tragó saliva ruidosamente aunque no se movió.

Aquel ruido fuerte de algo que rasgaba la lona le dejó paralizado. Era el ruido inconfundible de unas garras. La criatura estaba desgarrando la pared trasera de la tienda, la que estaba detrás de Swift, con unas garras más afiladas que una navaja. Ella evocó la descripción de los yetis que había hecho el sirdar, pero no recordaba que hubiera mencionado para nada que tuvieran garras afiladas. ¿Era posible que unos antropoides superiores pudieran tener uñas largas y afiladas? A juzgar por lo que había comentado Hurké Gurung, eran tan agresivos que no les faltaba nada para atacar con eficacia.