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– Me parece que no es preciso que salgas -le dijo en voz queda a Mac-. Sea lo que sea, está a punto de entrar.

– Está a punto de entrar -repitió Jack-. Santo cielo, lo que dice Swift es verdad.

El ruido que hacía el animal al desgarrar la lona de color naranja de la tienda Stormhaven en varias tiras se oía ahora más fuerte. Swift atisbó algo por una de las aberturas de la lona rota y con toda la serenidad de que fue capaz dijo:

– Mejor dejarle que haga un agujero grande, Miles. No querrás disparar a la tienda, ¿verdad?

– Preparaos para encender las linternas -les ordenó Jameson.

La luz de la luna penetró en la tienda y con ella una ráfaga de aire helado, y a Swift le llegó a la nariz aquel olor pestilente, sólo que ahora era más penetrante.

– Espera -dijo entre dientes, porque le castañeteaban de frío y de miedo.

Tenía la sensación de que el corazón había dejado de bombearle sangre al cerebro, y se puso tensa esperando que sucediera lo inevitable: que la criatura entrara.

Resonó por toda la tienda un gruñido grave y después otro, y luego se oyó cómo rompía con furia la pared de nailon en la que apareció un agujero tan grande que Swift pudo salir por él a cuatro patas. Y tan grande, también, como para que entrara a cuatro patas un animal. Por un momento no vio nada, salvo la nieve del suelo. A la luz de la luna algo se movió, despacio primero y después cada vez más de prisa. Se oyó un gruñido más fuerte, y aquella silueta negra adquirió formas y volúmenes más visibles: algo parecido a una cabeza se metió entre los colgajos de nailon que había alrededor del agujero de la tienda. De pronto, un ojo amarillo y casi luminoso miró a Swift a los ojos.

– Ahora -dijo-, ahora. -Y se arrojó de bruces al suelo de la tienda para no recibir ella el disparo.

Un segundo antes de que Jameson apretase el gatillo, la tienda quedó iluminada por la luz de las linternas. Se oyó un breve ruido, una tos, semejante al ruido de una ballesta al dispararse, cuando el cilindro de dióxido de carbono que había en la pistola descargó su reserva química. Después hubo un bramido fortísimo, absolutamente inhumano, cuando la criatura se echó hacia atrás, deslumbrada por la luz de las linternas, seguido de un bramido de dolor cuando el dardo la alcanzó. A continuación oyeron un cuerpo que corría con ligereza por la capa de nieve helada.

Se precipitaron todos en busca de un lugar por el que salir.

– ¿Le has dado? -preguntó Jack.

– Creo que sí.

– Eso espero -dijo Swift. Mac se reía casi histéricamente.

– Qué dientes. Qué dientes, jo, qué dientes. Yo no he visto nada más que sus dientes. Dios mío, todavía tiemblo. ¿Dónde caray está mi cámara?

– No es tan grande como yo creía -dijo Jameson.

– Eso lo dices porque no estabas a su lado -le contestó Swift.

Jack fue el primero en salir, e iluminó con su linterna la cima del riñón buscando algún rastro del animal. Cerca del corredor, un cuerpo seguía corriendo; su respiración era fuerte, agitada y estentórea.

– Vuelve a bajar hacia el corredor de hielo -gritó Jack-. Corre hacia la montaña.

Swift sintió una punzada de dolor. Si salta por la grieta cuando la droga haga su máximo efecto, pensó, se va a matar.

Mac, con la cámara en la mano, estaba ahora junto a Jack. Disparó varias fotografías y el riñón quedó iluminado por los destellos de las luces del flash, que eran como relámpagos. Swift y Jameson se unieron a ellos y entre todos recogieron el material necesario para emprender la persecución de la criatura. Jameson cogió el rifle Zuluarms por si acaso era necesario efectuar un segundo disparo desde más lejos.

A cuarenta y cinco metros de allí, la criatura volvió a soltar bramidos, y es que el hidrocloruro de ketamina del dardo empezaba a hacer efecto. A Jameson aquellos bramidos le eran muy familiares, como la voz de un viejo amigo.

– No es ningún antropoide -dijo primero para sí y después lo repitió en voz más alta dirigiéndose a los demás.

Sus ojos avezados repararon en el cansado colear de un rabo largo y musculoso cuando la criatura avanzaba a trompicones por el corredor en dirección a la pared rocosa.

– ¡Para! -le chilló-. Santo cielo, es un felino. Un felino enorme.

Con las patas extendidas y la cabeza gacha, el felino les plantó cara a sus perseguidores gruñendo con rabia. De casi dos metros de largo, con una cola gruesa y larga que semejaba una bufanda de piel, aquel felino de extraordinarias dimensiones tenía un pelaje de color gris pálido con unas manchas oscuras como rosetones.

– Hay que ir con muchísimo cuidado -les previno Jameson-. Puede que aún le queden fuerzas para atacar.

– ¿Qué es? -preguntó Swift mientras avanzaban los cuatro, despacio, hacia el felino, que sucumbía rápidamente al narcótico-. ¿Es un león de montaña?

El felino dobló las patas como si aceptara con resignación su destino.

– Es uno de los animales menos comunes del mundo -dijo Jameson-. Panthera uncia. Un leopardo de las nieves. Pensaba que nunca en mi vida vería un leopardo de las nieves al natural. Por lo general no traspasan la frontera del Tibet. Hay gente que cree que algunos de los grandes lamas se convierten en esta clase de felinos, que viven en las nieves para poder desplazarse por las montañas o para huir de sus enemigos.

El leopardo de las nieves gruñó como si expresara su conformidad con lo que acababa de decir Jameson, y se tumbó de lado. Un movimiento lento de la cola y un hondo suspiro le bastaron a Jameson para saber que podían acercarse sin peligro.

– A lo mejor es el lama que huye de los comunistas chinos -observó Mac.

– Fijaos en el tamaño de las patas -comentó Jameson, pues sus conocimientos especializados de veterinario le habían arrancado una sonrisa de admiración por aquel animal.

– Es una belleza, sí señor -convino Mac, que le hizo una fotografía.

– Es un macho -explicó Jameson-. Debe de pesar más de cuarenta y cinco kilos.

La jeringa se le había quedado clavada profundamente; le atravesó el abundante pelaje pálido hasta alcanzar la masa muscular, justo debajo de su hombro izquierdo. Jameson se arrodilló junto al animal y con suavidad le extrajo el dardo. Tenía los ojos abiertos y las pupilas verticales completamente fijas. Apenas respiraba.

– ¿Se pondrá bien? -preguntó Swift, angustiada-. Los ojos… parece que se esté muriendo.

– Es el efecto de la ketamina -explicó Jameson-. Los párpados se quedan abiertos.

El leopardo tragó saliva ruidosamente.

– Creo que se recuperará sin problemas. Dentro de media hora, más o menos, seguramente intentará levantarse. De todas maneras, me parece que me quedaré aquí y lo vigilaré, por si acaso. No me gustaría que la muerte de uno de los felinos más escasos del mundo pesara sobre mi conciencia el resto de mi vida. Vosotros podéis volver al campamento. Suerte que hemos montado las dos tiendas, ¿eh?

– Pues si es una bestia rara, quiero hacerle fotos. -Mac dio una vuelta alrededor del animal y se arrodilló para conseguir un buen encuadre de la preciosa cabeza del leopardo de las nieves-. Quédate donde estás, Miles. Voy a sacarte a ti también.

Jack se volvió para marcharse cuando un ruido de algo que corría por la nieve le hizo detenerse.

– ¿Habéis oído? -preguntó.

Jameson se puso en pie y echó una mirada en derredor.