– No sufras por nosotros -le dijo Mac-. Estaremos muy bien. En cuanto te vayas, descorcharemos una botella de whisky.
Desde el otro lado del corredor, Swift se llevó la radio a la boca.
– Jack. Soy Swift. ¿Me oyes bien?
– Te oigo perfectamente.
En cuanto Mac se hubo apartado, apareció Jameson para atarle con una correa una funda de arma en la cintura y le dio una pistola hipodérmica.
– Está cargada, ¿lo oyes? Contiene una dosis fortísima, así que cuidado con lo que haces y no vayas a disparártela, por el amor de Dios.
Jack intentó meter el dedo en el agujero del gatillo y vio que encajaba justo en él sin que sobrara ni un milímetro.
– Me figuro que estos guantes no habrán sido hechos para disparar armas -dijo enfundando la pistola; después subió la escalera que Tsering había fijado a la pared del corredor con tornillos y con alambre-. Deseadme suerte.
Cuando llegó arriba de la escalera, Jack subió a la pared y se volvió a mirarlos.
– Jack -dijo Swift-. Por favor, ve con cuidado. Si te ocurriera algo…
– Claro, claro, no te lo perdonarías nunca.
Después agitó la mano y desapareció al bajar la suave pendiente que llevaba a la grieta.
Tsering y Mac, que sostenían el extremo de la cuerda de Jack, le hicieron un movimiento afirmativo con la cabeza a Swift.
– Tenemos la cuerda sujeta -dijo ella por radio-. Puedes bajar cuando estés listo.
Jack se sentó con cuidado en el borde de la grieta y clavó el piolet en el hielo.
– Aflojad -ordenó él.
Y lentamente fue descendiendo por la pared hacia el saliente que se hallaba en las profundidades casi insondables que había a sus pies.
DIECIOCHO
En la Casa del Tesoro de las Magníficas Nieves.
Joe Tasker
Mientras descendía y se adentraba en las tinieblas, Jack encendió la bombilla corriente que había en lo alto del casco y el hielo azulado adquirió una tonalidad amarilla fantástica. Era como si se hubiera metido en el interior del estómago de un gigantesco animal extraterrestre y hostil que llevase muchísimo tiempo muerto. Los hilos de agua que resbalaban por las paredes, causados por el calor del traje que derretía el hielo, parecían una señal ominosa, como si el animal extraterrestre hubiera detectado la presencia del explorador, que había estimulado la secreción de sus jugos gástricos. Y ahora que se hallaba en el interior de la grieta advirtió que era mucho más ancha de lo que parecía desde fuera. De una pared a otra había una distancia de como mínimo dieciocho metros y el fondo estaba a cientos, si no miles, de metros de profundidad.
Una vez, cuando escalaba el Everest, se vio obligado a cruzar una grieta y eso exigió cinco escaleras de aluminio atadas unas a otras. Atravesar aquel extenso banco de hielo flotante, con treinta puentes improvisados de aluminio, fue uno de los momentos más peligrosos de la escalada. En cierto modo, el hecho de que no viera nada bajo sus pies, pues el fondo estaba sumido en la oscuridad, le facilitaba las cosas: la altura y la caída potencial, y por tanto el peligro, eran imposibles de cuantificar. Aunque pensó que nunca volvería a ser capaz de caminar por uno de aquellos puentes de escaleras colgantes. Al notar que tocaba la cornisa con el pie, alzó la vista, miró al cielo azul, como el Danubio azul, y vio con claridad lo arriesgado que era cruzar una grieta tan monstruosa como aquélla. Por no hablar de saltar por ella a ciegas y dejarse caer sobre la cornisa oculta. Hay que tener fe ciega, había dicho Mac; y en realidad así era. Imaginar a los dos yetis saltando desde tamaña altura le hizo comprender la capacidad de aquellas criaturas legendarias para no dejarse cazar nunca.
– Ya estoy abajo -dijo-. Soltad un poco de cuerda.
– Muy bien -contestó Swift.
Jack se quedó un momento callado; tiró de la cuerda y abrió el mosquetón del arnés de cintura por el que pasaba el cabo. No tenía ni idea de cuánto tendría que andar y corría el peligro de que la cuerda se enredara o hasta que se congelara y le hiciera tropezar. Era mejor confiar en los crampones y en el piolet.
– Ya estoy desatado.
Se volvió para contemplar la ruta. No cabía ninguna duda sobre qué debía hacer. A la izquierda, la cornisa desaparecía bajo unas enormes estalactitas que se adentraban en la oscuridad como si fueran los tubos de un órgano. Encendió un momento la luz halógena. A la derecha, la cornisa tenía unas formas tan bien definidas que casi parecía un camino de verdad; hasta donde alcanzaba la luz, a unos veinte o veinticinco metros, era muy recta. Aquí y allá en las capas de hielo y nieve se veían unas franjas de formas y dibujos fantásticos que él creyó que eran cenizas volcánicas.
– A Boyd le entusiasmaría -dijo un poco impresionado por todo lo que le rodeaba-. Jamás había visto un hielo más extraño.
Volvió a cambiar de luz y echó a andar.
– Bueno, pues voy para allá. Tengo la impresión de que soy uno de los siete enanitos.
– ¿Cuál de ellos?
– Atontado, supongo. Hay que estar atontado para hacer lo que hago.
– Tú lo has dicho -intervino Mac.
– Gracias, Regañón. Gracias a Dios que llevo ropa interior con calefacción. Por el momento estoy estupendamente. Como si estuviera dando un paseo.
La cornisa era recta a lo largo de unos cien metros y después empezaba a girar hacia la izquierda. Arriba, la abertura de la grieta se estrechaba. Jack comprobó el funcionamiento de la brújula en el panel de control del traje.
– A partir de aquí la ruta va hacia el oeste. Hay una pendiente muy suave que baja. Lo más extraño, sin embargo, es que el hielo de la pared tiene unas marcas tan finas que parece el pellejo de un animal.
Con los crampones atados a las botas no hubiera podido mantener el paso regular. Anduvo otros doscientos metros apoyándose en el piolet como si fuera un bastón; lo cogía por el pico con su mano izquierda enguantada y clavaba el regatón del mango en el hielo, cerca del precipicio. El ángulo de la cornisa hacía que él se decantara hacia la pared y tenía que apoyarse en ella casi constantemente con la mano libre para mantener el equilibrio. Al cabo de quinientos o seiscientos metros dejó de verse el cielo por la abertura, que se cerraba y que cada vez estaba más cerca de su casco. Jack, que conocía bien el Himalaya, supo que la boca de la profunda grieta había quedado parcialmente tapada por un alud.
– Se acabó la luz del sol. A partir de ahora nos adentramos en la gruta de algún rey de la montaña. Esperad un momento -añadió-. ¿Qué es esto?
Había algo en la cornisa que estaba inclinado, y al principio creyó que era una estalactita. Redujo el paso mientras pugnaba por ver qué era en la oscuridad. De pronto se detuvo en seco. ¿Era su propia imaginación o había allí una figura de aspecto vagamente humano? Encendió la luz halógena para ver mejor y le pareció distinguir una cabeza y un brazo. Fuera lo que fuera, parecía estar esperándolo.
– Aquí enfrente hay algo.
– Jack -dijo Swift-. Por favor, sé muy prudente.
– Estoy desenfundando la pistola, por si acaso.
Con la pistola hipodérmica en la mano, se dispuso a dar unos pasos hacia adelante, muy despacio.
– Veo algo que parece una cabeza, y también un brazo -explicó-. Pero no se mueve nada.
– ¿Jack? Soy Miles. Recuerda que si disparas desde una distancia de más de quince metros puedes no dar en el blanco. Y en la jeringa hay anestesia para abatir un yak.
– Mejor -susurró Jack-. Porque las palabras que se me han ocurrido de forma automática son escopeta de balines y rinoceronte.
– En cuanto estés lo bastante cerca, Jack, dispara.
– Muy bien. Tiene un aspecto del todo humano. Señor, y qué grande es. Debe de tener una estatura de unos dos metros, o dos metros y medio. Sigue sin moverse. Y tampoco hace ningún ruido. Debe de estar a unos veinte metros, o veinticinco. Me estoy acercando más.