Llegó arriba jadeando por el tremendo esfuerzo y sus ojos vieron algo extraordinario.
Estaba en la entrada de una enorme caverna cuyas paredes heladas eran altísimas y reflejaban débilmente la luz de un lejano disco de cielo azul. A unos cien metros, al otro lado de una pista de asalto hecha de bloques de hielo de tamaño corriente y quiebras diminutas, vio la salida de la caverna, un enorme portal de hielo que, erosionado por el viento, era de una forma parecida a un ocho y medía dieciocho metros de alto. Se alzaba allí un extraño y gigantesco grupo de pináculos blancos, que resplandecían a la luz de media tarde y que rodeaban un espacio más reducido y exclusivo, como si fuera un santuario, que no era de hielo blanco sino de color verde y de nieve.
– Acabo de descubrir algo -les anunció a los demás-. Debo de haber salido por el otro lado del Santuario, por la parte occidental del Machhapuchhare.
Saltó de un bloque a otro y finalmente pisó un suelo lleno de morrenas (los aluviones arrastrados y depositados por el glaciar), en el cual habían trazado ya un sendero muy deficiente. Con la sensación de estar a punto de descubrir algo importante, echó a andar rápidamente hacia aquella salida de la caverna de forma fabulosa que parecía sacada de un libro de leyendas.
– Hay un pequeño valle de no más de un kilómetro y medio cuadrado oculto tras un círculo reducido de picos. Es un lugar increíblemente bien protegido. Y al parecer hay vegetación. Sí. Es fantástico. Cuánto me gustaría que pudierais verlo. Yo jamás había visto nada parecido.
Cruzó la salida en forma de ocho y se encontró en el límite de un bosque frondoso de pinos y de rododendros gigantes. Había oído decir que en los países más remotos que limitan con la frontera del Nepal, como Sikkim y Zanskar, existen bosques de gran altura, pero ignoraba que también los hubiera en aquella zona montañosa. En muchas ocasiones Jack creía que lo sabía todo sobre el Himalaya, pero esta vez no era una de ellas. Maravillado por lo que veía, intentó describirlo por radio a sus compañeros.
– Hay abetos blancos del Himalaya, abedules, enebros y arbustos de coníferas que nunca había visto. Y los rododendros son absolutamente increíbles. He visto algunos que medían diez metros de altura, pero éstos deben de medir quince. Y son muy frondosos. Esto parece más una selva tropical que un paisaje alpino.
Miró el cielo y, al hacerlo, el plástico fotocrómico del casco fue oscureciéndose con la luz del sol; entonces vio una enorme ave rapaz, que le pareció que era un buitre del Himalaya que sobrevolaba el valle desde muy alto en busca de alimento.
Oyó un ruido de algo que correteaba cerca de donde él estaba. Era una liebre pequeña, casi mansa.
– Hay también vida animal. Acabo de ver un conejo. Si el yeti tiene un hábitat natural, estoy seguro de que es éste. Swift, lo hemos encontrado.
– Jack, soy Byron. Odio ser aguafiestas, pero tengo que advertirte una vez más de que debes extremar las precauciones. Si este hábitat es tan parecido a una selva tropical como dices, es de suponer que hay bastantes probabilidades de que el yeti se comporte como cualquier gorila de montaña. Abrirte paso entre una vegetación alta y frondosa con el traje espacial que llevas podría ser muy peligroso. Sobre todo si los yetis están con sus crías. Y también si han aprendido a tratar al hombre como a un enemigo, porque entonces cabe esperar que defiendan su hábitat con muchísima agresividad. Jack, bajo ningún concepto debes intentar encontrar una guarida. Los gorilas de las montañas colocan comúnmente centinelas, que vigilan y protegen al resto del grupo. Lo más probable es que ya te hayan avistado, pero no reaccionarán a no ser que consideren que eres una amenaza para ellos.
– Lo que tú digas, Byron, tú eres el experto. Pero me parece un pecado volver ahora, después de haber llegado tan lejos.
– Acuérdate de la experiencia de Hurké Gurung.
– Tienes razón.
Un silbido, tan fuerte como el de un obrero de la construcción, resonó por todo el bosque como para confirmar lo que acababa de decir Cody.
– ¿Lo habéis oído? -preguntó Jack.
– Sí, lo hemos oído -afirmó Cody-. Y ahora sal de ahí de una vez.
– Voy para allá.
Jack se volvió de mala gana con la intención de desandar lo andado. La verdad es que tampoco le hubiera resultado fácil seguir adelante. El bosque de rododendros parecía tan impenetrable que habría necesitado un machete de los que se utilizan en la selva, un khukuri, para abrirse camino en él y atravesarlo.
Otro silbido, esta vez más fuerte. ¿Estaría acercándose un yeti? No importaba. Él ya se marchaba. Ya estaba en la morrena central que conducía a la caverna de hielo.
Echó una mirada al panel de control; le quedaba energía para ocho horas, más que suficiente para volver a la superficie. Oyó un crujido y sintió que el corazón se le disparaba protestando por la ansiedad a la que lo sometía. Jack se volvió para mirar el bosque otra vez, y vio que entre los arbustos gigantes de rododendros algo se movía. Por primera vez desde que había llegado al límite del bosque, se alarmó. Se alegraba de haber seguido el consejo de Cody, pues habría sido una locura adentrarse en el bosque. Jack se volvió y, aunque oyó un ruido que bien podían ser animales golpeándose el pecho, siguió andando a paso ligero. La alarma se había convertido en miedo. Cuanto antes saliera de allí, mejor. La próxima vez vendría acompañado de Jameson y traerían un arma y una red. Un arma no, varias.
De nuevo el sonido de un simio golpeándose el pecho. Era como el ruido que hacen los cocos al caer al suelo cuando se abre el saco en el que están metidos. O como el ruido lejano de un taladro al perforar un muro. Volvió a acelerar el paso. Ahora corría, casi. En la morrena dio trompicones, pues los crampones no eran adecuados para aquel terreno y era consciente de que debía habérselos quitado, y miró al suelo para ver dónde ponía los pies. Al adentrarse en la negrura, la luz que tenía en lo alto del casco se encendió automáticamente e iluminó el techo altísimo y a una especie de demonio que soltaba bramidos y se abalanzaba sobre él desde la caverna a oscuras.
Jack oyó que alguien chillaba «¡mierda!», y emitió un gemido cuando el golpe le vació de aire los pulmones y le hizo caer de espaldas al suelo, como si hubiera chocado con el jugador de fútbol americano más fuerte que cupiese imaginar. Sintió un dolor agudo en las costillas similar al de un fuerte puñetazo, y después un tormento más prolongado cuando aquel tornado de brazos y piernas le arrastraba unos diez o doce metros hasta el bosque. Entonces le mordieron salvajemente. Lo último que notó, antes de perder el conocimiento, fue que le arrastraban entre los rododendros por una pendiente no muy larga y el dolor insoportable cuando volvieron a hincarle los dientes.
DIECINUEVE
Recordad vuestra naturaleza humana y olvidad todo lo demás.
Bertrand Russell y
Albert Einstein, Manifiesto
Sentados en el interior de la tienda que habían montado en el corredor, Cody, Swift, Jameson, Jutta, Mac y Tsering se miraron unos a otros llenos de angustia. Todos habían oído los horrísonos rugidos, mezclados con los gritos de terror y de dolor del propio Jack, justo antes de que su radio dejara de funcionar. Swift seguía intentando restablecer la comunicación.
– ¡Jack, por favor, contesta! ¿Estás bien?
– Debe de haberle atacado un yeti -dijo Cody retorciéndose la barba, nervioso.
– Eso parece -afirmó Mac.
– Le habrán vapuleado hasta tumbarle.
– ¿Me oyes?
Swift dejó de apretar el botón de emisión y esperó un momento, pero, aparte del viento, no se oía nada más. Arrojó la radio y se cubrió el rostro con las manos, pugnando por dominarse y reprimir un grito fiero de desesperación que amenazaba con escapársele.
– Una vez me atrapó un gorila de las montañas -comentó Cody-. Fue culpa mía, porque violé el protocolo normal de los gorilas. Ocurrió en el santuario de gorilas de Kigezei. Era uno de esos que tienen el pelaje de la espalda blanco y pesaba por lo menos ciento ochenta kilos, era muy grande. Me rompió la clavícula y me dio un mordisco muy cerca de la arteria femoral. Todavía tengo las cicatrices. Hay una…