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A su interlocutor se le pusieron los músculos faciales tensos de furia, pero se las apañó para seguir sonriendo. Boyd tenía la capacidad de enojarle, a sabiendas además. Preguntándose si sería así con todo el mundo, Warner se volvió y clavó los ojos en el techo de la concha; en esta posición, como si no soportara mirar a Boyd, dijo:

– Es muy atractiva, ¿verdad?

– ¿Quieres un consejo? Quítatelo de la cabeza. Deja de escuchar la radio y atormentarte, porque te cagas de miedo. Y reza porque capturen uno de esos hombres-simio.

– Muy bien. Así lo haré.

– ¿Qué te parece si nos calentamos unos platos de esos preparados, abrimos una botella de whisky y cenamos como Dios manda? Tengo tanta hambre que me comería un caballo.

VEINTE

Hay mundos demoníacos cubiertos por ciegas tinieblas.

Los Upanisad

Jack Furness, tumbado en el suelo del bosque de rododendros, iba recobrando poco a poco el conocimiento. Estaba muy cansado y lo único que quería era dormir. Cambió de posición y sintió un dolor tan intenso en el hombro izquierdo, donde le habían mordido, que le faltó poco para volver a desmayarse. Le dolía todo el cuerpo, desde la cabeza hasta los dedos de los pies, como si uno de esos luchadores que salen por la televisión le hubiera arrojado al suelo. Arrojado, apaleado, pisoteado, retorcido, aplastado y medio estrangulado. El pulso le martilleaba en la cabeza causándole tantísimo dolor que le provocó náuseas. Dentro del traje climatizado, con todo, la temperatura era todavía agradable. Lo bastante agradable como para desear volver a dejarse vencer por el sueño y olvidar el padecimiento atroz. Olvidar a la criatura extraordinaria que le había causado aquel padecimiento.

Intentó apoyarse en un codo, abrió los ojos, gimió y se dio la vuelta, hasta quedarse de espaldas, muy lentamente, por si a aquel hombre salvaje que vivía en aquel bosque del Himalaya se le ocurría pensar que él seguía representando una amenaza y decidía volver a agredirle, si es que estaba todavía por allí. Jack echó una mirada a su alrededor, haciendo un esfuerzo por orientarse y preguntándose qué debían de estar pensando los del campamento II. Debían de haber oído la embestida desde el corredor de hielo.

– Hola, campamento II, soy Jack, ¿me oís? Cambio.

Estaba tumbado en una pendiente suave de arbustos bajos y espinosos. Por encima de él se alzaban las copas de los árboles y de los rododendros gigantes, y, aunque estaba oscureciendo con rapidez, pudo distinguir que el bosque ocultaba una profunda depresión y que el valle era, casi con toda seguridad, el cráter de un volcán extinguido. Eso explicaría la fertilidad del suelo. Y también por qué el bosque estaba tan extraordinariamente protegido.

– Hola, Swift, soy Jack. ¿Me oyes? Cambio.

Se incorporó, volvió a sentir náuseas y dejó caer la cabeza entre las rodillas. Notó una punzada de dolor en el costado izquierdo al intentar respirar hondo y se dijo que tenía al menos una costilla rota o fisurada. Esto, junto con la herida del hombro izquierdo, hacía que la única posición cómoda que podía adoptar era la de mantener el brazo izquierdo pegado al costado. Y así, con la capacidad de movimiento limitada, levantó la cabeza y dio unos golpecitos suaves en el casco con la esperanza de poder restablecer la comunicación, que había perdido cuando arremetieron contra él. Notó el conducto del agua que le apretaba la mejilla; giró la cabeza y bebió un buen chorro de agua fresca.

– ¿Me oye alguien? Cambio.

Nada. Intentó imaginar los pensamientos de sus compañeros. ¿Creerían que se había muerto? ¿Intentarían rescatarle? Era urgente restablecer la comunicación por radio con ellos. En cuanto pudiese andar, subiría la pendiente y se adentraría en la grieta, donde estaría relativamente a salvo, se quitaría el traje y revisaría todas las conexiones. Oyó el trino de un pájaro y el ruido del viento que agitaba los arbustos, por lo que supo que el micrófono externo funcionaba.

Al principio únicamente vio el frondoso follaje, pero luego, aquí y allá, entre las gruesas y correosas hojas perennes del tamaño de un guante de béisbol, distinguió manchas de otro color. Un color marrón rojizo oscuro.

Eran manchas de color que se movían.

Clavó los ojos en ellas, fascinado y aterrorizado a la par.

Qué curioso; ellos le devolvieron la mirada atenta.

Había unos quince o veinte. Estaban sentados en la pendiente, un poco más abajo, a menos de quince metros de distancia; comían hojas de rododendro y un hongo que era de un tamaño gigantesco y que crecía en abundancia en la corteza de un árbol.

– Joder -exclamó Jack.

Se comportaban como simios y, sin embargo, había también algo más. Sus frentes eran de simio pero la similitud terminaba allí, pues los yetis apenas tenían pelo en el rostro, que era color carne, como el de los jóvenes chimpancés; la nariz no era grande pero sí muy bien definida. Las bocas eran también diferentes: más pequeñas que las de un gorila y, al mismo tiempo, más articuladas. La mayoría eructaban, visiblemente satisfechos, o gruñían como cerdos, o emitían unos sonidos ásperos que parecían risas. Pero de vez en cuando, uno de ellos se inclinaba hacia otro, sin dejar de mirar fijamente a Jack, y de su boca salía una serie más complicada de vocalizaciones, que sonaban como eructos, y que parecían exigir una destreza labial considerable: eran sonidos que recordaban la forma de hablar, gutural y entrecortada, de una persona a la que le han extraído la laringe. Jack sintió que le ardían las orejas. Quizá se lo imaginó, pero daba toda la impresión de que los yetis estuvieran hablando de él.

– ¿Swift? ¿Cody? Me gustaría que vierais esto. Es fantástico.

La admiración mezclada con temor ante lo que presenciaba no le cegó, pues Jack era muy consciente de la gravedad de la situación. La posibilidad de que los yetis le mataran existía, y al cabo de unas pocas horas se iba a quedar sin energía y sin calefacción. La temperatura en el exterior descendía con la llegada del crepúsculo, y el aire, por encima de las copas de los árboles, se iba cargando de nieve; probablemente se moriría congelado. Tenía que irse de allí como fuera.

Con extrema cautela, Jack hundió los talones en la tierra blanda y volcánica de color negro y subió medio metro por la cuesta, arrastrándose.

Su movimiento provocó diversidad de reacciones en el grupo de yetis.

Algunos estiraron el cuello para verle mejor; otros, en cambio, parlotearon entre ellos y se levantaron. Una hembra que sostenía a un recién nacido en brazos se volvió para protegerlo. El que estaba más cerca de él, un macho adulto, fácilmente reconocible por su enorme talla y su torso blanquirrojizo, miró a Jack intensamente un momento y luego emitió un bramido ensordecedor.

Jack se quedó inmóvil y esperó a que se calmaran. Cuando pensó que ya no había peligro, repitió la maniobra. Debajo del follaje había la oscuridad suficiente como para que la luz que llevaba sobre el casco se encendiera automáticamente. Deslumbrado momentáneamente por la luz de carburo, el macho de cuerpo impresionante se levantó; tenía las piernas arqueadas y muy largas, mucho más que las de un gorila. Respiró hondo y se inclinó hacia Jack rugiendo con mayor ferocidad.

– ¡Uraaaag!

Jack jamás había presenciado parecida exhibición de poder y de agresión hominoide desplegada con el fin de intimidar; en aquel momento comprendió por qué a Hurké se le había aflojado el vientre.

– Muy bien, te has explicado perfectamente. No te gusta la luz. No pasa nada.

Jack apagó la luz rápidamente y se quedó quieto.

Pero ahora que estaba de pie, aquel yeti macho estaba, al parecer, muy decidido a hacer prevalecer su poder sobre Jack y el resto del grupo y, alzando los brazos largos y velludos, volvió a rugir.

– ¡Uraaaag!