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Inmediatamente tuvo ocasión de ser testigo de una prueba de su inteligencia; con una comprensión de la situación del todo enigmática, el yeti hurgó en las costillas maltrechas de Jack con su larguísimo dedo índice, que parecía un tubo donde se guardan los puros. Había sido una bendición inyectarse aquella droga que le había dejado inmóvil, se dijo. De no ser por el efecto anestésico de la ketamina, hubiera chillado de dolor y eso le hubiera acarreado, con toda seguridad, la muerte.

Poco a poco, el yeti empezó a calmarse y les lanzó una mirada a sus compañeros. A Jack le pareció incluso que la criatura se reía, aunque pensó que muy probablemente eso cabía achacarlo al efecto de la droga. Era una risa que procedía de muy adentro, desagradable, que no guardaba ninguna relación con la risa de los gigantes en los que había pensado antes, Cronos o Hyperión. Una risa de desprecio que surgía de las entrañas de aquella mole inmensa y fuerte, como la que debió de proferir el mismísimo Polifemo antes de comerse a los seis miembros de la tripulación de Ulises.

Pero Jack se dio cuenta de cómo se había equivocado al suponer que el yeti iba a dejarle en paz, pues, por el contrario, le cogió de los tobillos y le arrastró por la pendiente hasta donde estaba el resto del grupo como si fuera un trofeo, como si deseara poner de manifiesto su poder sobre sus congéneres al haber vencido a aquel extraño intruso.

Los demás dieron golpes de pies en el suelo con evidente deleite y le lanzaron gritos y rugidos de admiración al yeti que Jack había tomado por el verdadero Número Uno, porque hasta el Jefe parecía amansarse cuando Número Uno aparecía en escena.

Número Uno aulló, hizo una señal con sus dedos largos y gruesos, como si arrancara una flor, y después se metió los dedos en la boca; repitió esta acción varias veces, como si aquel gesto tuviera algún sentido determinado, y provocó en el resto del grupo muchos gruñidos de aprobación.

Los demás yetis le contestaron haciendo más señales. Aquello parecía un lenguaje de signos.

Los conocimientos de lingüística de Jack se limitaban a lo que había visto en la PBS y a lo que había leído en el New Yorker. Sabía que algunos chimpancés, como por ejemplo Washoe, han aprendido una forma rudimentaria de comunicación. También sabía que la cuestión de si semejante comunicación implica o no pensamientos y emociones suscitaba una gran polémica. Pero aquello era mucho más tangible. Un lenguaje de signos que habían creado ellos mismos y que nadie les había enseñado. ¿O era sólo otra alucinación? Si éste era el caso, se trataba de una alucinación muy general, pues la impresión que tenía era de que todos los yetis se comunicaban entre ellos, y muy hábilmente, además.

Oyó un chillido.

No provenía del recién nacido, como pensó en un primer momento, sino de un animal más pequeño que un yeti, que tenía aproximadamente medio metro de largo, un espeso pelaje y una complexión obesa muy característica. Era una marmota del Himalaya. Una de las hembras del yeti, a la que le colgaban lo pechos, la tenía en brazos.

Tuvo que descartar inmediatamente la idea absurda de que la marmota podía ser una especie de animal doméstico cuando la hembra cogió a la marmota por una pata y la estrelló con violencia contra un árbol y la mató al instante. Por un momento pareció que examinaba el estómago de la marmota hasta que Jack vio que tenía los dedos impregnados de sangre y advirtió que le había arrancado las entrañas y que se disponía a comérselas. Cuando acabó su banquete, la hembra del yeti lanzó lejos los huesos cubiertos de pelaje como si fuera el papel de un caramelo.

Acudió a su mente un vago recuerdo de la marmota que vio en el riñón, a la que le habían vaciado las entrañas, y un artículo del National Geographic dedicado a un grupo de chimpancés carnívoros; y entonces le invadió el pánico al pensar en lo que debían de haber estado diciéndose unos a otros mediante aquel lenguaje de signos.

El pánico dio paso al más atroz de los horrores cuando Número Uno le arrancó el panel de control del traje climatizado y empezó a masticarlo como si lo estuviera catando.

Los yetis eran carnívoros.

Y querían comérselo. Comérselo vivo.

VEINTIUNO

La supervivencia de los más aptos que he intentado explicar aquí en términos mecánicos es lo que el señor Darwin llama «selección natural» o la preservación, en la lucha por la vida, de las razas mejor dotadas.

Herbert Spencer

En cuanto Hurké Gurung entró en la grieta, el equipo, con la excepción de Jameson y de los sherpas, se dispuso a marcharse al campamento I.

El cielo era de un gris metálico y lleno de nieve, y el viento soplaba ya con furia.

– ¿Adónde vas? -le preguntó Swift a Jameson cuando éste subía la escalera que llevaba a lo alto de la pared que había junto a la grieta.

– No tardaré. Hay algo que quiero hacer antes con los chicos. Vosotros id pasando.

Swift advirtió las placas de aleación en forma de pala que colgaban de unos cables que sostenía en la mano.

– ¿Qué es eso? ¿Qué estás tramando, Miles? -le preguntó, suspicaz.

El oriundo de Zimbabwe, con una mueca de maníaco en la boca, empezó a subir la escalera de aluminio.

– No hagas preguntas -dijo desde lo alto de la pared-. Espero que todo se aclarará a su debido tiempo. Confía en mí.

Tsering y algunos de los sherpas ya estaban trabajando bajo la luz de un reflector que había en la masa de hielo y nieve que conducía al agujero negro en el que ahora estaba el sirdar. En el exterior del corredor, que estaba resguardado, el viento era muchísimo más fuerte y Jameson tuvo que gritar para que le oyeran.

– ¿Has clavado los tornillos como te he enseñado? -le preguntó a Tsering-. ¿A intervalos de seis metros?

– Sí, sahib.

– Las chapas tienen que quedar planas -dijo agachándose para inspeccionar una de ellas-. Está bien.

Jameson intentó introducir la punta de su piolet en la chapa y la giró.

– Están todos perfectamente ajustados -le aseguró Tsering cansinamente; no tenía ni idea de lo que se proponía hacer el janaawar daaktar.

– Estupendo, estupendo.

Jameson señaló una bolsa de lona grande que los sherpas habían traído del CBA.

– Vamos a ver, dentro de la bolsa hay una red. Vamos a fijarla en la grieta.

– ¿No la desgarrará el yeti? -preguntó Tsering-. El sirdar ha dicho que el yeti tiene muchísima fuerza.

– Esta red no podrá romperla. Es una red de carga. De las que emplean para sacar los cargamentos de las bodegas de los barcos. La última vez que la utilicé fue para capturar un toro almizcleño salvaje. Y créeme, si fue lo bastante resistente como para transportar un animal de ésos, también lo será para transportar un yeti. Fijaremos un extremo de la red a los anillos o chapas de los tornillos, y el otro extremo, a las anclas de nieve que colocaremos en el otro lado.

– Sí, sahib. Hemos atado unas escaleras con cuerda tal como usted pidió, pero…

– Entonces mejor será que yo me ate.

Jameson ya estaba atándose una cuerda a la cintura.

– … pero con este viento es peligroso, sahib. Quizá sería mejor esperar hasta mañana por la mañana.

– ¿Y desperdiciar una noche? Qué disparate.

Esperó a que Tsering hubiera atado el otro extremo de la cuerda a uno de los tornillos y alrededor de sí mismo; después, con un movimiento de cabeza, señaló la pendiente.

– Anda, vamos. Quiero tenerlo todo solucionado antes de que anochezca.

Anduvieron por el borde de la grieta hacia el sitio en el que varias secciones de escaleras de aluminio la cruzaban formando un puente en forma de plátano y de aspecto muy frágil. Jameson se quedó quieto un momento y luego dijo que era una obra de ingeniería perfecta, aunque no estaba muy nivelada: la pendiente, al otro lado de la grieta, hacía que el puente se combara y se inclinara hacia un lado de forma que daba grima mirarlo.