– Buen trabajo, chicos -afirmó Jameson-. Muy bien, recoged la cuerda.
Tsering y los demás sherpas recogieron la cuerda y observaron al africano de piel blanca poner un pie en el primer peldaño de la escalera y asegurarse de que encajaba cómodamente entre las puntas de los crampones; estaban muy contentos de que no les hubiera pedido que cruzaran el puente. Con cuerda o sin ella, no cabía duda de la valentía de Jameson.
La adrenalina le subía por las piernas mientras avanzaba con el ritmo y la absoluta concentración de un funámbulo. No tenía ni la más remota idea de cuán profundo era el abismo que había bajo sus pies y se alegraba de no poder verlo. A veces era mejor vivir en la ignorancia. Sólo una vez estuvo a punto de perder el equilibrio y fue cuando llegó a la mitad, donde habían atado las dos escaleras por cada uno de los extremos con nudos gordianos, de gran tamaño y complejidad. Al levantar el pie para evitar uno de los nudos, la escalera se bamboleó y se combó de manera alarmante. Por un instante, Jameson se vio entre las dos mitades de aquel puente improvisado como un hombre en un banco de hielo flotante que se parte en dos; pero recobró en seguida la serenidad y siguió avanzando. Al llegar por fin al otro lado, soltó una fuerte exclamación de satisfacción.
Inmediatamente se dispuso a colocar las anclas de nieve; empotró las placas en forma de pala en la nieve de manera que su superficie pudiera resistir el peso y movimiento de una carga que tirase de los cables. Tirar de los cables provocaba que las anclas se incrustaran más profundamente en la nieve. Cuando a Jameson le pareció que estaban perfectamente fijas, trajo la red de carga por encima de la grieta. A continuación ató la cuerda a las anclas de nieve y después a una serie de mosquetones de rosca que estaban fijos en la red. Finalmente ajustó la altura de la red, de modo que quedara plana justo debajo del borde de la grieta e inmediatamente por encima de la cornisa oculta, a la cual iban a saltar los yetis.
– ¿Lo veis? -gritó Jameson, aunque era una pregunta redundante-. Cuando salte un yeti a la cornisa, será nuestro.
Jameson volvió al extremo de la grieta, donde estaba el puente hecho de escaleras, y le hizo un ademán a Ang Tsering con la mano.
– Muy bien, ahora arrójame una cuerda -le pidió, pues la cuerda de seguridad que llevaba la primera vez que cruzó el puente la había utilizado para transportar la red y para colocarla en el interior de la grieta.
Tsering echó una mirada por el suelo y le gritó a uno de los sherpas:
– Dori kahaa chha?
Un sherpa llamado Nyima, de aspecto alicaído, se dirigió a la pendiente y desapareció por encima de la pared del corredor de hielo.
– Ha ido a buscar más cuerda -explicó Tsering.
Jameson asintió, paciente, preparándose mentalmente para cruzar otra vez el vacío.
Al cabo de unos minutos volvió el sherpa, se inclinó ante el sirdar ayudante y dijo que no había más cuerda. Tsering empezó a maldecir a Nyima en voz alta y le dijo que bajara al campamento I y la trajera.
– No os preocupéis -dijo Jameson-. No hay tiempo de bajar hasta allí. Me las apañaré sin cuerda.
Tsering se descompuso.
– Pero sahib, es muy peligroso. ¿Y si se cae?
Jameson recogió la cuerda que había usado para bajar la escalera y colocarla encima de la grieta como si fuera un puente levadizo, con el propósito de utilizarlo de barandilla improvisada, y puso un pie en la escalera.
– Supongo que tendré que cogerme aquí -dijo con toda tranquilidad, y entonces empezó a andar.
Con mucha cautela, como alguien que pasa por un campo de minas, Jameson cruzó el puente y se detuvo únicamente una vez, cuando sopló una ráfaga muy fuerte de viento y esperó a que pasara.
Al llegar al otro lado, no hizo ningún caso de las disculpas de Nyima ni de los insistentes elogios de Tsering por haber ideado aquella trampa.
– Sí, desde luego -dijo Tsering-. Menuda sorpresa se va a llevar el yeti.
Jameson sacó un objeto largo y cilíndrico de la mochila y empezó a atarlo a una de las cuerdas que sostenían la red.
– ¿Qué es esto, sahib?
– ¿Esto? -Jameson esbozó otra de sus sonrisas de maníaco-. Esto quizá se convierta en mi despertador.
Paralizado aún por la ketamina, Jack seguía tendido en el suelo escuchando el parloteo de los yetis, esperando, desvalido, que Número Uno le arrancase las entrañas con sus dientes y sus dedos. El yeti, que masticaba el panel de control con aire de investigador, no parecía tener ninguna prisa y Jack decidió que su principal esperanza de escapar con vida residía en el sabor de aquella caja de plástico. Si Número Uno pensaba que el resto del cuerpo de Jack era igual de insípido, tal vez anularía el banquete.
Número Uno dejó de masticar y rompió la caja en dos, como si fuera una barra de pan. El apetito dio paso a la curiosidad y el yeti empezó a recoger los chips y los cables del interior de la caja.
Lo que veía, a Jack apenas le consolaba. Se sentía como un oso de peluche al que en cualquier momento un niño, llevado por la curiosidad, podía rajar el vientre para averiguar de dónde salían los gruñidos.
El macho de espalda blanca, al que Jack llamaba el Jefe, se abalanzó sobre él provocando que Número Uno le lanzara un gruñido de advertencia. Sin hacer caso, el Jefe se sentó y empezó a tirar de la bota de Jack. Esta vez Número Uno arrojó la caja de control, se levantó y se sentó junto al Jefe, del que sólo le separaba un árbol pequeño, con fingida indiferencia. Pero era muy evidente, por la reacción que suscitó en el resto del grupo, que iba a ocurrir algo, algo violento, pues todos los yetis se quedaron callados.
De repente, el Jefe sacudió el árbol que lo separaba de Número Uno, arrancó una rama que le pareció que podía tener utilidad y se levantó blandiéndola como si fuera una porra. Para Número Uno aquel acto provocativo fue suficiente. Rugió enfurecido, se puso en pie y Jack vio que no sólo le sacaba, como mínimo, un palmo al Jefe, sino que también iba armado con su piolet.
Fue una suerte para el Jefe que Número Uno le golpease con la azuela en forma de pala en lugar de hacerlo con el regatón, que era muchísimo más afilado y letal. Descargó el golpe en el hombro de su adversario e inmediatamente éste empezó a retroceder hacia donde estaba Jack chillando histéricamente.
Durante unos breves segundos, Jack, aterrorizado, pensó que iba a morir aplastado por el pie enorme del yeti derrotado. Pero lo que sucedió fue sólo que la criatura se orinó en su cabeza, como si el miedo le hubiera provocado una pérdida de control sobre su aparato urinario. El fortísimo hedor por poco lo ahoga.
Tenía los ojos, las orejas y la boca llenos del pipí del yeti e involuntariamente lo tragó (la ketamina no afectaba a los reflejos normales de la faringe y de la laringe), mientras el Jefe huía cuesta abajo escapando.
Número Uno volvió la cabeza y miró al resto del grupo con el pelo de la cabeza erizado a la vez que ladraba de excitación y blandía todavía el piolet de Jack, como si les incitara a que se presentara ante él otro posible agresor, desafiante, que osara dudar de su poder. Unos segundos más tarde, se abalanzó sobre el grupo, cogió a una hembra joven por los pelos del cuello y la obligó a arrodillarse ante él; después, enfadado y gruñendo como un cerdo empezó a copular con ella como si, al mismo tiempo, quisiera demostrar su dominio sobre el resto de su harén.
Pasaron unos minutos; Número Uno se sentó otra vez, mirando fijamente y con desprecio el resto del grupo, y empezó a comer hojas de un rododendro.
Jack se percató de que Número Uno se había olvidado de él. Apestaba a orina del Jefe y le dolían los ojos por los ácidos que contenía; rogó que llegara el momento en que pudiera moverse y pugnó por recordar cuánto tiempo había estado bajo el efecto de la droga el leopardo de las nieves después que Miles Jameson le disparara el dardo. Calculó que había transcurrido una hora. Sin embargo, también tenía el recuerdo desazonador del comentario de Jameson sobre la duración del período de recuperación, que podía ser de hasta cinco horas, lo cual no era nada infrecuente. Jack decidió que debía de llevar tumbado no mucho más de media hora; tal vez desde la primera embestida habían transcurrido cincuenta minutos. Sintió que los párpados le temblaban. ¿Era esto una señal de que estaba cansado y necesitaba dormir? ¿O que estaba recuperando el tono muscular? Intentó parpadear y lo consiguió. Se estaba recuperando. Al darse cuenta, le dio un vuelco el corazón. Con la recuperación volvió a sentir dolor en las costillas. Y también volvió el gran macho de la espalda blanca.