El Allouette eclipsó el sol un breve instante al descender en espiral al riñón como una semilla de sicómoro. La puerta de una de las tiendas se abrió y se agitó violentamente; parecía un telégrafo óptico furioso que transmitiese mensajes sin sentido en medio de una tempestad de viento y de nieve. O tal vez no tan desprovistos de sentido; tal vez era una imagen certera de la angustia de Jameson.
Cuando el piloto le hizo una señal, echó a correr hacia el helicóptero para llamar a Jutta, que estaba sentada en el suelo metálico junto a la camilla en la que estaba tendido Jack.
– Tienes que venir y echarle un vistazo -le gritó para que pudiera oírle a pesar del ruido de los rotores-. Ha pasado algo que no me gusta…
– ¿Qué sucede?
– Yo diría que tenemos en nuestras manos a una hembra preñada -dijo Jameson-. Y peor todavía: está a punto de dar a luz. El hidrocloruro de ketamina no tiene, en principio, que atravesar la placenta. Que yo sepa, nunca ha provocado un aborto en hembras preñadas. Pero claro, yo jamás se lo había inyectado a ninguna hembra de yeti.
Jutta bajó de un salto del helicóptero y corrió en dirección al animal mientras se quitaba los guantes vigorosamente. Al ver la sangre, se arrodilló junto a la criatura y presionó con las manos desnudas su abdomen.
– Puede que sea el primer parto -dijo-. Eso explicaría por qué no lo advertiste antes. Pero tienes razón, tiene el vientre más tirante que un tambor. Y si el parto es prematuro y da a luz aquí, morirá, eso seguro.
– Entonces no hay tiempo que perder -repuso él recogiendo la red y asegurando las cuatro puntas a un mosquetón-. Tenemos que trasladarla al CBA ahora mismo.
De regreso al CBA, Jameson y Jutta hablaron por radio con Byron Cody, que seguía en el campamento II.
– ¿Qué puedes decirnos sobre el parto de los primates? -le preguntó Jameson.
– Estás de guasa.
– Ojalá lo estuviera. Tememos que pierda la cría.
– Señor. Bueno, en el caso de hembras de gorila con experiencia, por lo general no dura más de una noche. De algún modo saben cuándo llega el momento y se alejan para hacer una guarida. Sólo lo he visto una vez y fue en cautividad. Pero cuando ocurre, puedes estar seguro de que es rápido. Para serte sincero, no es muy distinto de los embarazos y partos de los seres humanos. Lo normal es que dure cuarenta semanas a partir del primer día del último período menstrual.
– Espero que sea así -dijo Jutta.
– Me gustaría estar con vosotros -comentó Cody.
– El problema es que en cuanto bajemos la yeti del helicóptero al CBA, Jutta cree que hay que trasladar a Jack al hospital americano de Khat. Está fastidiado.
Jack, que estaba metido dentro del saco, consciente todavía y mucho más descansado, dijo:
– Ni hablar, yo no voy a Khat. ¡Ahora que tenemos este animal! ¿Me he jugado la vida por encontrarlo y queréis llevarme a Khat ahora que se está poniendo todo tan interesante? Ni hablar.
– Tienes que ir a un hospital, Jack -protestó Jutta-, a un sitio que tenga las instalaciones y medios adecuados. Podría ser que tuvieras lesiones internas.
– Me arriesgaré -insistió Jack-. Si la yeti está a punto de dar a luz, no podéis prescindir de Cody. Tiene que estar presente en el CBA porque es el especialista en primates. Además, estoy mejor de lo que parece y dentro de unos días estaré estupendamente. Y si no, ya lo verás.
Jutta intercambió una mirada con Miles Jameson.
– Supongo que, llegado el caso, siempre podremos pedir el helicóptero para que venga a recogerte.
– No se hable más, pues -dijo Jack, y cerró los ojos.
– ¿Has oído? -le preguntó Jameson a Cody-. Me parece que al final va a ir a buscarte el helicóptero.
– ¡Increíble! -exclamó Boyd al ver lo que había en la red que colgaba del helicóptero.
Junto con Lincoln Warner y los sherpas que seguían en el CBA, Boyd ayudó a descolgar la red del esquí y se puso en cuclillas al lado de la bestia mientras el helicóptero aterrizaba a unos metros de allí. Miró al animal drogado un momento y acarició su pelaje espeso retorciendo sus pelos rojizos y grasientos con sus dedos. Al tacto su pelaje grasiento recordaba la lanolina del vellón de una oveja.
Jutta y Jameson saltaron del helicóptero y bajaron la camilla en la que estaba tendido Jack. En cuanto se alejaron lo suficiente, el helicóptero despegó con rumbo al glaciar para recoger al resto del equipo.
Boyd ayudó a Jameson a llevar a Jack a la concha.
– Si alguien quiere decir «ya te lo dije», que lo diga -soltó Boyd.
– Ya te lo dije -dijo Jack en voz ronca y apagada.
– Buen chico, Jack. ¿Cómo te encuentras?
– Cansado.
– ¿Fue éste el tipo que te molió a palos?
– Es su hermana pequeña. Y va a dar a luz.
– No jodas.
Lincoln Warner entró detrás de ellos y, siguiendo las instrucciones de Jutta, juntó dos mesas.
– ¿Qué es esto? ¿Una sala de partos? -preguntó Boyd.
– Eso parece -contestó Warner.
Jameson y Boyd, después de instalar a Jack en una cama de campaña, fueron a recoger al yeti con la camilla vacía y lo metieron en la concha. En cuanto lo tuvo tendido en las mesas, Jameson le auscultó el abdomen con el estetoscopio buscando un segundo latido de corazón.
– Nunca he asistido a ningún parto -reconoció Boyd.
– Yo tampoco -dijo Jack.
– Todo el mundo ha asistido por lo menos una vez en la vida a un parto -señaló Jutta cáusticamente.
Swift se encargó de introducir un tubo por la tráquea del animal y a continuación lo conectó a un cilindro de oxígeno.
– Eh, Boyd -dijo Jack-. ¿Me enciendes un pitillo?
– Pues claro. -Boyd encendió dos cigarrillos y puso uno entre los labios de Jack-. Aquí tienes. Jo, esto igual que «MASH».
Jutta lanzó una mirada enfurecida a su alrededor.
– Aquí no se fuma -gritó.
– Lo siento -dijo Boyd apagando el cigarrillo y encogiéndose de hombros como si pidiera excusas-. Lo había olvidado.
– Si quieres ayudar en algo, Jon, ayuda a Jack a desnudarse. Quiero examinarle las heridas en cuanto termine aquí. Y dale algo caliente de beber con whisky.
– Está hecho.
– El latido -dijo Jameson quitándose el estetoscopio-. Ya lo he oído.
– Estupendo -comentó Jutta, que presionó el abdomen del yeti con sus manos-. Muy bien, vamos a ver si podemos controlar las contracciones. ¿Estás listo?
Jameson asintió y levantó el brazo clavando los ojos en su reloj Breitling.
– Contracción -anunció Jutta.
– De acuerdo -repuso Jameson pulsando uno de los botones del reloj-. Está muy dilatada.
Jutta miró entre las piernas del animal.
– Tiene una hemorragia -manifestó-. Si fuera un bebé humano, probablemente me plantearía practicarle una episiotomía.
– Ignoramos absolutamente si es un parto prematuro o no. En cualquier caso, si lleva menos de treinta y dos semanas encinta, el feto no sobrevivirá, así que poco importa si se lesiona el cráneo o no. Además, nadie piensa en llevarse unos fórceps cuando se va de viaje al Himalaya.
– Pensaba que tal vez podríamos improvisar algo -apuntó Jutta-. Los cocineros tienen unas cucharas muy largas.
– Sí, quizá puedan servirnos. -Jameson echó una ojeada por la concha y él y Warner cruzaron una mirada.
Warner lo captó todo en seguida.
– Voy a ver qué encuentro -dijo saliendo precipitadamente de la tienda.
Hubo un largo silencio, que Jutta rompió para anunciar una segunda contracción.
– Cuatro minutos -dijo Jameson.
– Creo que todavía tenemos un poco de tiempo -dijo ella-. Voy a echarle un vistazo a Jack.
Jutta se lavó las manos y se puso unos guantes de polietileno. Boyd, que estaba dándole una bebida caliente a Jack, se levantó para dejar que Jutta se sentara y le examinara.
Jutta, como médico de montañeros, había visto muchas contusiones y sabía que los deportistas en plena forma física y en la flor de la edad se magullan con menos facilidad que los demás. Pero Jack tenía el cuerpo entero del color negro y azul de una mosca; Jutta no había visto jamás a ningún hombre tan magullado. Le hizo escupir en un pañuelo de papel para examinar si en su esputo aparecían síntomas de una hemorragia interna, pero al no detectar ninguno, le examinó con detenimiento las costillas pasando los dedos por ellas.