– Tienes suerte -dijo-. Seguramente no las tienes fracturadas, sólo hay esguinces. Preferiría, por supuesto, que te hicieran una radiografía, pero a primera vista no parece que haya ninguna lesión interna. Tendremos que vendarte; afortunadamente las lesiones de las costillas no suelen infectarse. -Concentrándose en la mordedura del hombro, añadió-: La herida del hombro ya es otra cosa. Voy a limpiártela y vendártela ahora mismo. Y habrá que ponerte una inyección antitetánica.
– Contracción -anunció Jameson.
Cuando Jutta le hubo vendado las costillas a Jack, Boyd la ayudó a darle la vuelta para que pudiera ponerle la inyección en la nalga. Después, mientras le curaba la herida de la mordedura, le interrogó sobre las lesiones provocadas por el frío con el fin de distinguir si padecía una congelación o bien otras dos afecciones menos graves, como son el principio de congelación y el entumecimiento. Concluyó que era demasiado pronto para decidir con certeza la naturaleza de su afección y le dio antibióticos con objeto de prevenir cualquier infección, subió la cremallera del saco para accidentados que mantenía el calor, y le colocó una máscara de oxígeno en la nariz y en la boca.
– ¿Servirá para algo?
Lincoln Warner volvió a la concha blandiendo dos cucharas de mango larguísimo que le entregó a Jutta, quien puso el puño en la pala de una de las cucharas y asintió con la cabeza.
– Yo diría que son más o menos del mismo tamaño que la cabeza de la cría. ¿Qué opinas, Miles?
Jameson cogió una de las cucharas y se encogió de hombros.
– Supongo que sí. Tú eres el médico.
– Sí, y por eso vas a ser tú quien va a asistir a la parturienta.
– ¿Yo?
– Tú eres el veterinario. Serás tú el experto en yetis, no yo.
– Si tú lo dices, será así.
– Yo te ayudaré.
En el exterior de la concha un lejano retumbar anunció la vuelta del Allouette en el que viajaban los restantes miembros de la expedición procedentes del campamento II.
– Sigo pensando que deberías subir al helicóptero, Jack.
Jack negó con la cabeza.
– Ya me encuentro mejor -dijo.
VEINTITRÉS
Los antepasados son excepcionales, los descendientes son corrientes.
Richard Dawkins
El helicóptero dejó a los cinco pasajeros: Swift, Cody, Mac, Hurké Gurung y Ang Tsering. En el Allouette no había espacio para el resto de los sherpas, que bajaron a pie desde el corredor de hielo del Machhapuchhare, donde habían montado el campamento II. En cuanto los pasajeros se hubieron alejado lo suficiente del helicóptero, las aspas del rotor empezaron a girar a gran velocidad azotando el aire hipnóticamente. El Allouette en seguida enfiló la cola hacia arriba, como si fuera una gran libélula, y en el momento en que Swift y los demás llegaron a la concha, era sólo un lejano zumbido en el horizonte.
Mac fue el primero en entrar en la concha por la compuerta hermética. El escocés de talla menuda, que iba tan cargado de cámaras que parecía un erizo cubierto de púas, empezó inmediatamente a montar la cámara de vídeo en un trípode muy cerca de la mesa de parto, desde donde esperaba poder conseguir los mejores encuadres. Swift y Cody entraron casi después de él. Swift lanzó una mirada de reojo a la yeti, se acercó volando al saco en el que estaba Jack y se arrodilló junto a él. Estaba muy pálido y desencajado.
– ¿Cómo estás? -le preguntó-. Nos has tenido muy preocupados.
Le levantó la máscara de oxígeno unos centímetros para poder oírle.
– A ver si le convences de que tiene que ir al hospital -le dijo Jutta por encima del hombro.
– ¿Qué te parece, Jack? -le preguntó Swift-. Jutta cree que tienes que internarte.
– Tengo un poquitín de sueño -susurró a punto de caer dormido-. Y me duele todo un poco, pero estoy bien, de veras. -Sonrió débilmente-. ¿Qué harías tú en mi lugar? ¿Irte ahora que tenemos un espécimen vivo en las narices?
– Me figuro que no -admitió ella-. Dios mío, Jack, lo hemos conseguido. Hemos capturado un yeti.
– Pues entonces no pierdas el tiempo -le dijo él cada vez más adormilado-. Vete a…
Swift se levantó y se fue junto a Jutta.
– Le he dado algo para que se duerma -le dijo ésta-. Estaría más tranquila si le hicieran unas radiografías. Le han molido las costillas. Y la mordedura no tiene buena pinta. Si no presenta síntomas de mejoría cuando se despierte, pediré el helicóptero; me da totalmente igual lo que diga él.
Swift asintió en silencio. Dio una vuelta alrededor de la mesa abrazándose los costados sumida en sus pensamientos y sin apenas dar crédito a lo que veía. Era la primera vez que veía un yeti de cerca y lo que le llamó de modo inmediato la atención fue su nobleza, visible en su cabeza y en su cara, que eran totalmente distintas a las diversas descripciones que había leído, hechas por personas que habían visto la criatura y que ella tenía guardadas en un extensísimo archivo de su ordenador. Recordó las primeras ilustraciones de neandertales, que los presentaban como seres subhumanos de cuerpo inmenso y corta inteligencia, y las más recientes reconstrucciones computerizadas que habían sobrepuesto imágenes de seres humanos vivos a cráneos de neandertales y habían obtenido rostros tan atractivos e inteligentes como los que puede ver uno en el metro de cualquier ciudad. Le cogió una de las manos, examinando su palma grande y correosa como si esperara poder deducir el carácter y el temperamento de la criatura y adivinarle el futuro. La yeti llevaba el anillo de Didier en el dedo meñique, justo donde éste empieza.
– Ahora ya sabemos qué pasó con el anillo de Didier -comentó con una sonrisa en la boca; después añadió-: Pero no creo que a él le importara. Es guapísima.
Cody estuvo de acuerdo y se acercó.
– ¿Verdad que sí? Es el somatotipo clásico de simio… un poco como un orangután del tamaño de un gorila. Aunque más grande que un gorila, claro. Pero esta cara… tiene una fisonomía muchísimo más humana. Este simio tiene una nariz como Dios manda, nada que ver con las enormes depresiones nasales características de los gorilas…
Cody titubeó al darse cuenta de que estaba delante de la cámara de Mac.
– Sigue hablando, Byron -dijo Mac-. Estoy grabando todo en una cinta de vídeo.
Jutta miró por encima del hombro hacia Mac y la cámara de vídeo y le dijo:
– Yo, en tu lugar, saldría de ahí, Mac.
– ¿Y por qué caray no puedo quedarme aquí? -Mac frunció el ceño-. Lo que voy a grabar será un documento valiosísimo. Las primeras impresiones de Byron sobre el hombre de las nieves pueden ser importantes. Yo no te molesto para nada.
– No, pero…
– Todavía no…
Jameson iba a decirle a Jutta que creía que la cabeza de la cría todavía no estaba encajada en la pelvis de la hembra de yeti cuando, de repente, de la vagina del animal aún anestesiado salió expulsada una gran cantidad de líquido amniótico, las llamadas aguas, salpicando a Jameson, a Jutta y a Mac y su cámara.
Jutta, que ya había previsto algún tipo de ruptura de membranas, sin asustarse por lo ocurrido, se puso inmediatamente a examinar el cuello del útero, que estaba totalmente dilatado. Pero Mac, empapado desde los pies hasta la cabeza, estaba fuera de sí y muerto de asco, cosa que divirtió mucho a todos.
– ¡Fantástico! -vociferó-. ¡Jo! ¿No veis lo perdido que me ha puesto esta guarra?