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Algunos miembros del equipo, sin embargo, dirigieron unas cuantas plegarias al cielo azul del Santuario. Otros bebieron como cosacos, intentando olvidarlo todo. La mayoría pugnaba por olvidar lo que ocurría concentrándose en los trabajos científicos que se habían propuesto desarrollar en aquel lugar: Boyd cortaba muestras de sondaje, Jutta cuidaba de Jack, Cody, Swift y Jameson observaban a los yetis y Mac les hacía fotografías. Ninguno trabajaba tanto como Lincoln Warner. Pero su dedicación al trabajo se explicaba sólo en parte por su deseo de olvidar que se hallaba en el centro de una zona en la que podía librarse una guerra nuclear. Él era, sencillamente, el que estaba más ocupado.

El biólogo nuclear se enfrascó en su trabajo de investigación de la química proteínica de Rebeca. Resguardado en el interior de la concha, sin apenas notar el empeoramiento del tiempo, casi en ningún momento se alejaba del pequeño laboratorio que se había construido. Completaba separaciones, aislaba ADN, teñía geles, analizaba manchas y pecas, realizaba calibraciones ópticas de densidad y recogía datos. Todo le ayudaba a desterrar de su mente el horror de lo que podía ocurrir de un momento a otro. Al mismo tiempo, no se le escapaba la ironía de la situación. Ahí estaba él, consagrándose a la causa general de descubrir los orígenes del hombre, mientras que a menos de ochocientos kilómetros de allí el hombre estaba aparentemente decidido a aniquilar su propio futuro.

Agradecía aquel aislamiento en el que trabajaba, ajeno a todo lo que ocurría a su alrededor; el aislamiento, que era también, justamente, objeto de sus pesquisas. Purificar plásmido de ADN de alta cualidad hasta un mínimo absoluto. Separar ADN de ARN, proteínas celulares y otras impurezas. No cabía ninguna duda: las moléculas eran una forma maravillosa de mantener la cordura. Y la filogenia molecular, nombre que se da a la elaboración de árboles genealógicos evolutivos a partir de datos bioquímicos, era un santuario tan perfecto como el glaciar en el que estaba montada la concha.

A pesar del hecho de que trabajaba en uno de los lugares más inaccesibles de la tierra, Warner estaba equipado con el ordenador y los programas informáticos bioquímicos más recientes. Las técnicas que empleaba estaban miles de veces más perfeccionadas que aquellas de las que dispusieron Sarich y Wilson, los dos niños prodigio de Berkeley especializados en antropología molecular en los años sesenta. El trabajo de Warner abarcaba el análisis no sólo de secuencias del nucleótido sino también de la estructura del ADN del yeti. Tenía más fe en la idea de que todo el genoma del ADN cambiaba a un ritmo uniforme que en cualquier albúmina sérica. La hibridación del ADN era una técnica que incluía el análisis no sólo de una proteína de la sangre, o de un gen, sino de todo el material genético que contenía información de un organismo.

En términos generales, Warner no podía discutir los resultados de Sarich y Wilson referentes a las diferencias de ADN entre los simios y los seres humanos. El simple hecho de que el chimpancé, el gorila y el hombre compartieran el noventa y ocho coma cuatro por ciento de su ADN le tenía aún impresionado. Pero a diferencia de Sarich y Wilson, Warner creía en una divergencia más lejana entre el hombre y los monos, que se remontaba a unos siete o nueve millones de años. Y él tenía su propia visión del árbol evolutivo del hombre.

La versión aceptada corrientemente, que aparecía en la mayoría de libros de texto, representaba la línea humana como algo separado del ancestro común del gorila y del chimpancé. Las pruebas moleculares, sin embargo, tal y como sostenían Sarich y Wilson, situaban al hombre, al chimpancé y al gorila juntos; no había un ancestro del hombre que no lo fuera también del chimpancé y del gorila. Lincoln Warner había argumentado, no obstante, que los humanos poseyeron en el pasado más de un tipo de ADN y que la especie humana gozaba de un doble origen: africano y asiático.

Ahora, al contemplar la imagen ultravioleta del ADN de Rebeca en el monitor de color, después de ajustar el brillo y reforzar con el ratón los contornos de las imágenes, era todo muy distinto de como había imaginado. Tan distinto que al principio pensó que debía de haber cometido un error y volvió a repasar todo el programa de documentación de geles para cerciorarse, por partida doble, de sus resultados. Satisfecho con la última imagen, hizo clic con el ratón, almacenó la imagen definitiva en el disco duro y a continuación imprimió sus notas en papel.

Iba a necesitar un poco de tiempo para reflexionar sobre las consecuencias que arrojaba su análisis del ADN. Entretanto, guardó los datos en el programa de análisis filogenético y de simulación para ver qué interpretación ofrecía el ordenador a su descubrimiento en apariencia extraordinario.

La amenaza de una guerra nuclear precedió a una de las tempestades más espantosas de cuantas recordaban los veteranos del Himalaya: Mac, Jutta y el sirdar. La temperatura cayó en picado y el viento, que alcanzó una velocidad que sobrepasó con mucho los ciento sesenta kilómetros por hora, rugía en el Santuario como si rindiera homenaje a la energía, más devastadora aún, fabricada por el hombre, que amenazaba con reducir a escombros todo el subcontinente. Hasta la concha gemía y temblaba por la fuerza del viento, y eso hacía que sus ocupantes se pusieran aún más nerviosos e irritables.

La tercera mañana de tempestad, siendo la visibilidad tan absolutamente nula que recorrer el corto trecho entre la concha y los refugios se convirtió en una hazaña peligrosa, la relación entre los miembros del equipo alcanzó un punto de tensión tal que estuvo a punto de romperse.

– ¡Huu-huuu-huuuu-huuuuu!

Cody, que grababa todos los sonidos que emitía Rebeca, asintió, satisfecho, y apagó el aparato.

– ¿Sabes, Swift? Rebeca tiene un repertorio de más de una docena de sonidos distintos -dijo-. Y eso sin incluir sus vocalizaciones. Si tuviéramos a otro adulto, quizá podríamos grabarlos todos con detalle. Y si yo tuviera un micrófono más potente que este walkman, a lo mejor podría grabar algunos de los sonidos que emite Esaú.

Cuando amamantaba a Esaú, Rebeca solía hacerle mimos y le susurraba cosas juntando su cara a la de él. Pero algunas veces también movía los labios en un simulacro de habla humana y a todos les parecía que le iba a hablar a su cría.

– Señor, qué disparate -refunfuñó Boyd sin apartar la vista de la pantalla de su ordenador portátil en el que estaba haciendo un solitario. No le parecía que el entusiasmo de Cody por los yetis fuera en absoluto contagioso-. Ahora va y quiere tener dos monstruos de ésos. Como si no tuviera suficiente con la peste inaguantable de uno, que nos tiene a todos sin poder respirar.

Swift iba a hacer un comentario cáustico sobre Boyd, pero se lo reservó, porque por una vez estaba de acuerdo con él. Rebeca padecía diarrea y, a pesar de que limpiaban la jaula varias veces al día, la pestilencia era en algunos momentos del todo insoportable.

– Y cómo quieres que huela el abominable hombre de las nieves -se rió Mac, que estaba ocupado etiquetando las películas.

Jameson, que leía un libro, alzó la vista y dijo:

– No es culpa suya.

– Todos nosotros salimos afuera -insistió Boyd-. ¿Por qué no puede salir ella?

– En cuanto se le curen los puntos -dijo Jameson-, la dejaremos salir. Pero hasta entonces se merece que la tratemos con mucho mimo, y también a Esaú. Después de todo, ellos no nos pidieron que les capturáramos.

– ¿Y cuándo será eso? -quiso saber Boyd.

Jameson le lanzó una mirada interrogativa a Jutta.

– Quizá mañana -contestó ella.

– ¡Huu-huuu-huuuu-huuuuu!

Boyd dejó el solitario y empezó a dar vueltas alrededor de la jaula.