Un ruido seco la sobresaltó, devolviéndola bruscamente a la realidad, y descubrió que tía Nikku volvía a dar palmas para llamar la atención de todos los reunidos.
—Con esto concluimos la inspección del segundo piso anunció la diminuta mujer—. Nos dirigiremos ahora a la última etapa de nuestra visita subiendo la escalera hasta el último piso. Esta escalera es muy empinada, y aquellos que no se sientan con fuerzas suficientes pueden elegir quedarse aquí si así lo desean. No obstante, a aquellos que posean la energía y la fuerza de voluntad necesarias les aguarda un gran privilegio.
Nadie deseaba ni admitiría desear quedarse atrás, de modo que la pequeña fila de a dos siguió a tía Nikku hasta el último tramo de escalera que se perdía en la mohosa penumbra sobre sus cabezas. De improviso, Koru extendió el brazo y agarró la mano de Índigo.
—¡Ya, verás, Índigo! —le dijo con vehemencia en un aparte— ¡Esta es la mejor parte de todas!
Índigo reprimió una automática advertencia de que tuviera cuidado mientras el chiquillo salía disparado hacia adelante y empezaba a subir, sin prestar atención a las muecas de censura de sus mayores. Ella lo siguió a un paso más sosegado y apropiado al resto del grupo... Y entonces, al acercarse a los últimos escalones, volvió a sentir la misma hormigueante oleada de poder que la había asaltado al aproximarse al edificio. Su mano se cerró con fuerza alrededor de la barandilla y atisbo a lo alto, en un intento de ver más allá de la lenta hilera de personas que ascendían delante de ella. Lo que fuera que se encontrara allí arriba poseía la clave de este misterio, y el corazón se le aceleró con una opresiva sensación de nerviosismo cuando por fin ella y Grimya llegaron al último piso.
En un primer instante pareció como si allí no hubiera nada que mereciera la penosa ascensión desde el piso inferior. La enorme habitación que ocupaba todo el piso estaba rodeada por los seis lados por altas ventanas, tan mugrientas como las otras, que sólo dejaban pasar un débil hilillo de luz, e incluso a pesar de la intensa penumbra Índigo pudo darse cuenta de que carecía casi por completo de muebles. En un ángulo entre dos de las ventanas había algo alto y oval, cubierto con una funda, Índigo no sabía lo que era ni tuvo oportunidad de preguntar, ya que tía Nikku empujaba ya a sus pupilos en dirección al único otro objeto de la sala, que se encontraba en el centro exacto de la habitación.
—Ahora por fin —dijo, y su voz resonó bajo el cavernoso techo que ascendía hasta la cúspide del tejado— hemos llegado ante el último objeto, un objeto que hace que los corazones de los miembros del Comité de la Casa se hinchen con el orgullo del éxito. Con nuestras propias habilidades hemos mantenido esta reliquia en las mismas condiciones en que estaba cuando el Benefactor nos la legó al marcharse. Y es el único..., repito, el único artículo de sus objetos personales que ha sobrevivido al deterioro producido por el paso de los siglos y que puede exhibirse aquí para el bien de todos. —Con un gesto bien aprendido y casi melodramático tía Nikku se hizo a un lado para mostrar el orgullo y alegría del comité... y una sacudida psíquica atravesó el cuerpo de Índigo como la afilada hoja de un cuchillo.
En el centro de la habitación se alzaba una peana que, como todo lo demás en aquel mausoleo, estaba acordonada, pero esta vez con dobles cuerdas como para recalcar que éste no era un artículo corriente sino algo de un valor especial. Sobre la peana había un almohadón, en sí mismo una rareza en Alegre Labor. Y sobre el almohadón descansaba una corona. Estaba hecha de un metal que parecía bronce, y muchas de las afiladas y uniformes puntas que la adornaban estaban rotas o desgastadas por el tiempo. Debía de tener muchos siglos de antigüedad.
Índigo aspiró involuntariamente por entre los apretados dientes mientras su sueño regresaba a su memoria con tremenda claridad. Volvió a ver el rostro del hombre bajo d flequillo de cabellos grises, los ojos oscuros con su engañosa suavidad, la nariz aguileña, la boca de pimpollo. Casi le parecía oír su voz tal y como la había oído en el sueño, tajante y fría, exigiendo saber su nombre y su propósito al venir a Alegre Labor.
Y en su mente, como ecos fantasmales, resonó el sonido de unas risas infantiles...
Tía Nikku no tuvo el menor inconveniente en contestar a las preguntas de Índigo una vez terminada la visita. Resultaba evidente que nada le gustaba más que exhibir sus conocimientos, y pareció considerar que el interés de la extranjera por el Benefactor aumentaba sobremanera su propio prestigio. Pero los esfuerzos de Índigo por descubrir lo que realmente quería averiguar se vieron obstaculizados por la implacable apreciación de la diminuta mujer sobre lo que era pertinente y lo que no.
La idea de que pudiera existir algún retrato o escultura del Benefactor pareció desconcertar a tía Nikku. De la misma forma en que Thia se había mostrado anonadada ante la idea de utilizar joyas como adorno, tía Nikku no encontraba que fuera necesario realizar un retrato de nadie, vivo o muerto, ya que tal cosa no podía poseer la menor utilidad. No, dijo; no se conocían detalles sobre el aspecto físico del Benefactor, y tales detalles carecían de importancia. Todo lo que importaba era que en estatura, energía y vigor había marcado un ejemplo a seguir por todas las personas sensatas. ¿Había sido qué? ¿Un rey? Tía Nikku no estaba familiarizada con la palabra. ¡Ah, un gobernante! Sí, así era, pues en aquella época era la costumbre en la Nación de la Prosperidad que el mando se heredase, pasando de padres a hijos. De todos modos, el Benefactor había comprendido que ésta no era la forma correcta de hacer las cosas. Y, cuando le llegó el turno de tomar el mando, abrazó y reveló la gran verdad de que tan sólo bajo los auspicios de muchas mentes sabias reunidas en comités podrían efectuarse auténticos progresos. Fue así como decretó que, a partir de ese momento, la gente no tendría un único gobernante sino muchos guías, y estos jefes deberían ser escogidos no por su linaje sino por sus méritos. De su brillante ejemplo había surgido, pues, enmienda y mejora, y la supresión de todo aquello que no contribuyera directamente a la superación mediante un trabajo diligente.
Al llegar a este punto Koru empezó a mostrarse inquieto, de modo que, cuando tía Nikku finalizó su sermón e inclinó la cabeza para solicitar la siguiente pregunta, Índigo vaciló cortés, dio las gracias y se despidió. Una vez de regreso por la polvorienta carretera, con otros miembros del grupo filtrándose más despacio por el portillo tras. ellos, Koru dijo:
—Hiciste muchas preguntas, Índigo. ¿Te interesa realmente tanto el Benefactor?