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—Aceptaría encantada el regalo de un perro, doctora Índigo —dijo con tranquila indiferencia—. Un animal de esta índole creo que resultaría un bien muy útil.

La tarde, calurosa y húmeda, volvía sofocante la habitación de la casa de Huni, y cuando por fin se despidió el último paciente Índigo estaba tan agotada que todo lo que deseaba era irse a dormir. Thia se había ido ya tras lanzar una nueva indirecta a modo de recordatorio sobre el regalo prometido, y la actividad en el piso inferior también había cesado, Índigo abandonó la casa tan rápido como le fue posible. Con la inquietante experiencia vivida aquella mañana y la anterior visita espectral fresca en su mente no sentía el menor deseo de permanecer en el dispensario más tiempo del necesario; la lúgubre habitación la desasosegaba, y se sintió agradecida de poder salir al ambiente algo más fresco y respirable de la plaza.

El mercado había finalizado su actividad por aquel día, lo que, pensó Índigo mientras miraba al cielo, era natural ya que el sol se había puesto y el cielo había adquirido un amenazador tinte metálico que anunciaba tormenta. Los puestos vacíos del mercado semejaban esqueletos, abandonados en medio de aquella pegajosa atmósfera en la que no soplaba una gota de aire. Ninguna luz brillaba aún en las ventanas de Tas casas, no obstante la falsa penumbra, y de no haber sido por el distante cloquear de las gallinas y la momentánea visión de una mujer solitaria que se alejaba apresuradamente por una de las callejuelas toda la ciudad habría parecido abandonada.

Índigo empezó a cruzar la plaza. Una leve brisa efímera sopló veloz procedente del sudoeste, y a lo lejos le pareció oír un trueno ahogado. Una vez en la calle principal la joven se encontró ya con otras personas que también se apresuraban hacia sus hogares para llegar a ellos antes de que empezara a llover; un muchacho desgarbado pasó a grandes zancadas por su lado sin dedicarle ni un vistazo, una pareja de mediana edad la adelantó andando sobre la acera destinada a las personas de más categoría, y delante de ella una jovencita, con la banda blanca de extranjera casi fluorescente bajo la luz de la tormenta, corría en dirección al enclave, Índigo apresuró el paso a un trotecillo, con la esperanza de alcanzarla. Las puertas del enclave tenían vigilantes durante las horas más bulliciosas del día, y, aunque en teoría sus residentes podían entrar y salir con tanta libertad como quisieran, algunos guardas se deleitaban perversamente en mostrarse difíciles, y dos personas tendrían más posibilidades que una de escapar a pesados retrasos.

La jovencita andaba muy deprisa, y las puertas del enclave estaban ya ante ellas cuando Índigo se encontró lo bastante cerca como para llamarla. La muchacha hizo bocina con las manos, lista para gritar, pero de improviso se detuvo en seco mientras el corazón le daba un vuelco.

Allí donde un momento antes había habido una única figura corriendo delante de ella, había ahora de improviso dos. Y la segunda —cuyo aspecto era exactamente como una versión más joven e infantil de la primera, excepto por el hecho de que Índigo veía claramente las puertas a través de su cuerpo insustancial— volvió la cabeza y la miró.

Un rostro menudo, agraciado y delgado le sonrió con coquetería, y el fantasma saludó con una mano. El corazón de Índigo se detuvo y volvió a latir; la joven cerró los ojos con fuerza y ahogó un juramento.

Cuando volvió a mirar, el espectro había desaparecido.

—Estás muy silenciosa esta noche. —Calpurna cerró la puerta del horno de ladrillos situado junto al fuego de la cocina y sonrió por encima del hombro a Índigo, que se encontraba preparando las verduras para la cena de la familia—. ¿Fue un día agotador?

Índigo devolvió la sonrisa, a la vez que se obligaba a ocultar su preocupación.

—Podría haber sido mucho peor —dijo—. Sospecho que la mitad de mis pacientes sólo acudieron movidos por la curiosidad, para ver a la nueva curandera extranjera.

—No te preocupes —se echó a reír Calpurna—; la novedad pronto pasará y regresarán a sus taciturnas vidas. ¿Están ésas listas? Bien; ponías en la sartén, y encontrarás sal en el tarro de la última estantería de la alacena. Gracias. —Echó una rápida ojeada por la ventana al cielo, cada vez más encapotado. La tormenta no había estallado aún pero el retumbar de los truenos se oía cada vez más próximo y frecuente, y alguno que otro relámpago hacía bailar las sombras en la cocina—. Espero que Hollend tenga el suficiente sentido común como para traer a Koru a casa antes de que empiece a llover. Los tendremos a los dos en cama con pulmonía si los atrapa el aguacero.

—Yo misma temí que me atrapara —repuso Índigo, y una vez más centelleó en su mente la imagen de una jovencita de cabellos rubios ataviada con la banda de los extranjeros corriendo delante de ella por el sendero. Una y otra vez intentaba borrar la imagen de su cerebro, y una y otra vez ésta regresaba...

Se mordisqueó el labio inferior.

—Calpurna, ¿cuántas familias viven en el Enclave de los Extranjeros?

La mujer pareció algo sorprendida por el cambio de tema, pero no hizo preguntas.

—Oh... yo diría que una docena.

—¿Las conoces a todas?

—Bueno, todos nos hablamos, claro, porque estamos todos aquí aislados en cierta forma; después de todo, si tuviéramos que depender de los lugareños para la vida social... —Una ceja enarcada subrayó con elocuencia las palabras de Calpurna—. Pero no diría que muchos de ellos sean buenos amigos. ¿Por qué lo preguntas?

—Es simplemente que otra persona entró en el enclave delante de mí. —Índigo esperó que su voz sonara indiferente y no levantara las sospechas de Calpurna—. Una chica, un poco mayor que Ellani, de cabellos rubios. Sencillamente me preguntaba quién sería.

—Cabellos rubios... ¿Más o menos a la altura de los hombros? Ah, entonces probablemente se trataba de Sessa Kishikul, la hija de los comerciantes de minerales. —Se produjo una pausa—. ¿Hablaste con ella?

—No.

Calpurna meneó la cabeza juiciosamente. —Es una criatura extraña. Bastante triste, en realidad. La familia proviene de Scorva; personas decentes, aunque tienden a ser algo reservados. Hay algo que no es normal en Sessa, me parece. —Se golpeó la sien—. En su cabeza. No sé cuál es la palabra adecuada, pero la pobrecilla debe de tener ya diecisiete años, y todavía tiene el cerebro de una criatura.

El pestillo de la puerta chasqueó en ese momento, y Ellani entró en la habitación. Dos pequeñas lecheras de metal se balanceaban de un balancín pasado sobre sus hombros, y mientras las depositaba con un suspiro de alivio sobre las baldosas del suelo anunció: —Padre y Koru vienen de camino. Los vi cruzar las puertas.

—Menos mal. Vamos, dame el agua. —Calpurna tomó los recipientes y añadió algunos sarcásticos comentarios sobre el Comité de los Extranjeros y su imposición de instalaciones tan primitivas e inconvenientes—. Ve a lavarte las manos; luego puedes poner la mesa. Oh, Ellani... Tú conoces a Sessa Kishikul ¿verdad?

—Sí —respondió Ellani con expresión cautelosa. —Claro que la conoces; das clase con ella. ¿Cuántos años tiene?

—No lo sé —repuso Ellani, encogiéndose de hombros—. Rosiris Pia dice que tiene dieciocho, pero no puede ser cierto. No se comporta como un adulto. De todos modos, nunca me relaciono con ella.

Tras tal aplastante declaración Ellani abandonó la cocina, y mientras lo hacía un rayo volvió a centellear en silencio en el exterior. Quizá se trató de una ilusión producto del momentáneo destello en la habitación —e Índigo intentó convencerse de que no podía haberse tratado de otra cosa— pero, por un instante, le dio la impresión de que otra Ellani la miraba por encima del hombro y le lanzaba una sigilosa sonrisa conspiradora.