Canna mi har, mi har, mi har, canna mi har enla sho; si anna lo mhor essa kerria vhor por incharo serró, im Iho.
Las colinas repitieron la canción a modo de extraño y melodioso carillón, y, cuando ella terminó y las últimas notas se apagaron en el aire al otro lado del muro, el silencio era absoluto.
—Bonito —se oyó entonces.
—Sí; bonito.
—Me gusta la canción. Y ella la canta muy bien.
—Mejor que nosotros. Mejor que nosotros. La sabe mejor que nosotros.
—¿Sabrá otras canciones? ¿Sabrá juegos?
—Oh, sí. Claro que debe saberlos. Seguro, ¿verdad?
—¿Le pedimos que cante y nos enseñe juegos?
—¡Sí! Sí, pídeselo. Pídeselo.
Se produjo un largo silencio, Índigo aguardó, sin atreverse a hablar por temor a que los niños volvieran a huir asustados. Entonces, con gran cautela y una cierta timidez, se escuchó la voz de un único niño.
—Señora que canta...
No era la voz de Koru, pero de todos modos Índigo respiró aliviada. —Sí; estoy aquí. — ¿Nos cantarás otra canción? —Me encantaría —respondió Índigo—. Y también os puedes enseñar un baile. Es muy fácil de aprender. La respuesta provocó un coro de voces ansiosas. —¡Oh, sí, sí!
—Pero —añadió la muchacha— no puedo enseñaros el lile a menos que nos veamos los unos a los otros. El muro se interpone entre nosotros. —Vaciló y cruzó una rápida mirada
con Grimya—. ¿Salís vosotros, o puedo entrar yo?
Se escuchó un vehemente intercambio de susurros desde sus palabras, pero, por mucho que lo intentaron, li Índigo ni Grimya pudieron escuchar lo que decían los niños, Índigo empezaba a temer que cambiaran de opinión, cuando Grimya le envió un aviso telepático. «¡Mira! ¡Allí, junto a la colina!»
Índigo se volvió rápidamente. En el punto en el que la pared se unía a la suave ladera de la colina había empezado a brillar una luz. El resplandor formó, al pie de la pared, como un diminuto arco iris terrestre que brillaba con toda una gama de colores. En el interior del arco apareció la silueta de una puerta, nebulosa al principio, que fue tornándose cada vez más sólida hasta convertirse en una pequeña puerta de madera, pintada de blanco, con un pestillo de oro. El pestillo se descorrió, y la puerta se abrió hacia atrás unos centímetros. Se escucharon nuevos murmullos y una risita ahogada; luego una carita solemne enmarcada en una mata de revueltos cabellos negros miró al exterior. Unos ojos enormes contemplaron a Índigo y a Grimya con suma atención durante unos instantes, y al cabo la niña dijo: —¿Eres tú la señora que canta? —Sí —contestó Índigo con una sonrisa. La niña hizo una pausa antes de añadir: —Koru dijo que tienes un instrumento que hace música. ¿Dónde está?
—¿Mi arpa? No la traje conmigo. —La niña mostró una expresión alicaída, por lo que Índigo se apresuró a añadir—: Lo siento.
Las pequeñas facciones se enfurruñaron en pensativa consideración.
—¿Pero sabes más canciones? ¿Y juegos? —Sí; canciones, juegos y bailes.
Tras meditarlo un poco más, la niña asintió con energía. —¡Sí! Está bien. Puedes entrar y jugar con nosotros. —Y, haciéndose a un lado, abrió la puerta de par en par.
Indecisa al principio, pero luego con más rapidez por temor a que los niños cambiaran de idea, Índigo se encaminó a la puerta con Grimya tras ella. Se agachó para trasponer el umbral, y al momento infinidad de pequeñas manos se extendieron hacia ella para cogerla y agarrándose a sus ropas, brazos y cabellos, la introdujeron en la seguridad del recinto delimitado por el muro.
Índigo entró en un jardín. Se encontró sobre una extensión de verde césped sembrado de margaritas blancas, mientras que alrededor de todo el muro florecía una profusión de otras flores: escaramujos y madreselvas, girasoles con sus brillantes corolas vueltas hacia el cielo, las altas y elegantes agujas de las dedaleras y las valerianas... En medio de aquel derroche de color las cinco torres, pálidas y brillantes, se elevaban esbeltas hacia el cielo con sus banderolas revoloteando en lo alto, por encima de su cabeza. Pero no tuvo tiempo más que para esta breve impresión del refugio, ya que de inmediato se elevó a su alrededor un ansioso parloteo de voces infantiles como el gorjeo de pájaros felices.
—¡La señora que canta! ¡La señora que canta! —¡Cántanos otra bonita canción! —¡Baila con nosotros!
—¡Juega con nosotros! ¡Sabemos muchos juegos! Un poco mareada por la multitud de impresiones que se amontonaban sobre ella, Índigo devolvió su atención a los niños. Debía de haber veinte o más de ellos, entre chicos y chicas, que saltaban y brincaban excitados mientras la rodeaban cada vez más pegados a ella. Iban vestidos con una extraordinaria mezcolanza de colores que nada tenía que ver con el anodino estilo de Alegre Labor... y eran, como no tardó en darse cuenta, tan sólidos y reales como ella. No eran fantasmas estas criaturas; o, al menos, no en esta dimensión.
Algunos de los niños se dedicaban en aquellos momentos a abrazar y acariciar a Grimya, alabando su suave pelaje, e Índigo no pudo contener una sonrisa ante la evidente satisfacción que la loba demostraba frente a tanta adulación. Pero, al explorar aquel pequeño mar de rostros, no encontró en él el de Koru. Intentó averiguar dónde estaba pero sus ansiosas preguntas fueron desoídas. —¡Canta una canción! Canta una canción y nosotros bailamos. ¡Conocemos un baile, te lo enseñaremos! ¡Cántanos una canción!
Alborotados, empezaron a formar un círculo a su alrededor, sonriendo ilusionados, y la muchacha comprendió que no podía esperar ninguna ayuda para encontrar a Koru hasta haber satisfecho sus ansiosas exigencias. Pensó en transmitir un mensaje a Grimya para pedirle que buscar a Koru mientras ella divertía a los niños, pero la loba se encontraba felizmente ocupada, absorta en el cúmulo de atenciones que recibía. La muchacha tendría que resignarse a esperar el momento oportuno.
Recordó la divertida canción de la Compañía Cómica Brabazon que había interpretado para Koru la aciaga noche anterior a su desaparición. Quizá fuera arriesgado repetirla ahora, pero en su momento a Koru le había encantado y el extraordinario ritmo de la canción la hacía muy bailable. Existía la posibilidad de que consiguiera sacar a Koru de su escondite.
Índigo dio unas cuantas palmadas para anunciar la canción, y empezó. Durante unos cuantos compases los niños permanecieron inmóviles, las cabezas ladeadas, escuchando con atención; luego un niño pequeño empezó a mover los pies dando pequeños saltitos, y casi de inmediato se le unieron otros hasta que todo el grupo empezó a girar alrededor de la joven, moviendo los pies con rapidez sobre la hierba. La danza carecía de pauta y de auténtico ritmo pero la juventud y la exuberancia de los danzantes la dotaba de elegancia propia, y su júbilo y energía resultaban contagiosos. Cuando la canción terminó se abrazaron entre ellos, abrazaron a Índigo y empezaron a dar saltos exigiendo nuevas canciones a voz en grito. —¡Muy bonita, muy bonita! —¡Ha sido divertido! —¡Más canciones, más bailes! — ¡Enséñanos otro baile!
Inopinadamente, sus súplicas proporcionaron una idea a Índigo. Había otro baile de la Compañía Cómica, uno que era el favorito de los miembros más jóvenes de la familia Brabazon, en el que se llamaba a la pareja por su nombre para que penetrara en el centro del círculo. Era muy sencillo; a los niños les encantaría... y tal vez consiguiera atraer a Koru, cosa que no había hecho la primera canción.