Levantó las manos para pedir silencio y dijo:
—Muy bien, os enseñaré un baile. Un baile precioso. Pero antes de empezar, tengo que conocer algunos de vuestros nombres.
La miraron sin comprender. Luego uno de los niños preguntó:
—¿Por qué?
—Porque os llamaré, de uno en uno, para que entréis en el corro y bailéis conmigo. Bien —dedicó una sonrisa de ánimo a una niña de expresión traviesa—, ¿cómo te llamas?
—Viento, hierba, flor. Señora que canta —respondió ella con una risita.
Perpleja, Índigo se volvió hacia el chiquillo situado junto a la niña.
—¿Cómo te llamas tu?
Todos los niños empezaron a reír, como si aquello fuera un juego nuevo y fascinante.
—¡Río! —declaró el chiquillo—. ¡Árbol, bonito! ¿Acaso no la comprendían? ¿O es que le gastaban una broma? ¿O —y la idea conmocionó a Índigo nada más pasarle por la cabeza— es que acaso no teman nombres propios? Fuera cual fuera la verdad, lo cierto es que no serviría de nada insistir con sus preguntas; así pues, improvisó con rapidez y cambió de método.
—Bueno, de todos modos no importa. La canción tiene un estribillo; cada vez que cante el estribillo señalaré... de . este modo, ¿veis?, y aquel al que señale tiene que entrar en el corro y bailar conmigo la siguiente estrofa.
No sabía si la habían comprendido pero tampoco importaba demasiado; si tan sólo entendían los rudimentos sería más que suficiente para satisfacerlos, y a ella le serviría en sus propósitos. Cantó el estribillo una vez para que lo conocieran, dejando que saltaran y giraran mientras lo hacía, y luego inició la primera estrofa. Mientras cantaba transmitió a la loba:
«Grimya, te llamaré a ti primero, para enseñarles cómo se hace. Luego dejaré que uno o dos tomen parte, y entonces llamaré a Koru. »
Las palabras de la estrofa eran sencillas, casi disparatadas. Cuando Índigo llegó al final de ellas señaló a la loba con el dedo y cantó:
¡Grimya, Grimya, baila y canta!
¡Baila conmigo esta alegre danza!
Grimya no era nada vergonzosa, y en la época pasada junto a los Brabazon nada le había gustado más que tomar parte en sus espectáculos. Le encantaba tener un público y ahora saltó al interior del corro donde la esperaba Índigo e inició una danza propia, girando y girando sin dejar de agitar la cola con alegría. Los niños quedaron extasiados, y cuando finalizó la siguiente estrofa y la exhibición de la loba todos gritaron para ser el siguiente, Índigo señaló a la seria chiquilla que le había abierto la puerta —se inventó un nombre ridículo que no pareció importar a nadie— y la niña se unió a ellas al iniciarse la tercera estrofa, haciendo todo lo posible, al parecer, por copiar las cabriolas de Grimya. El siguiente fue un chiquillo de cabellos enmarañados, al que siguió otro, y luego una chiquilla más alta; para entonces la danza se había convertido en un baile veloz y frenético, y los niños estaban totalmente cautivados por ella y decididos a que la diversión no terminara hasta que todos ellos hubieran sido llamados al centro del corro.
Entonces, finalizada la séptima estrofa, Índigo no señaló a nadie sino que levantó ambos brazos al cielo.
¡Koru, Koru, baila y canta!
¡Baila conmigo esta alegre danza!
Nadie se adelantó. Desconcertados, los niños se detuvieron desordenadamente y se miraron entre ellos. «Perfecto», se dijo Índigo. Volvió a llamar:
¡Koru, Koru, baila y canta! ¡Baila conmigo esta alegre danza!
Siguió sin haber la menor señal de la presencia de un chiquillo de cabellos rubios entre los otros niños, Índigo fingió mirar con suma atención a su alrededor, y luego meneó la cabeza entristecida.
—No quiere salir. ¡Ha estropeado el baile!
La comprensión se abrió paso en el círculo de pequeños rostros, y con ella la indignación.
—¡Koru! ¡Ha llamado a Koru!
—No está aquí. ¿Dónde está?
—Tiene que venir. ¡Koru!
—¡Encentradlo, encentradlo, o se habrá acabado la diversión!
—¿Dónde está Koru? ¡Encontrad a Koru!
—¡Koru! ¡Koru! ¡No te escondas! ¡Sal, Koru, sal y baila con nosotros! —gritaron en ansioso coro.
«Ahí está..., junto a la torre verde», comunicó de improviso Grimya.
La torre verde era la más cercana de las cinco, y en una puerta baja situada en la base se veía una pequeña figura solitaria. El niño intentaba ocultarse entre las sombras, pero los otros niños ya lo habían descubierto y corrieron hacia él en alegre y ruidoso tropel.
—¡Koru! ¿Por qué te escondiste?
—¡Ven a ver a la señora que canta y a su precioso perro!
—¡Ven a jugar!
Saltaron sobre Koru y, besándolo y palmeándolo como un hermano perdido, lo arrastraron hasta donde aguardaban Índigo y Grimya. Mientras se acercaban Índigo pudo ver con claridad el rostro del chiquillo; su expresión era de total desolación y miedo, y el terror se pintaba en sus azules ojos.
Índigo se agachó cuando los niños lo dejaron ante ella e modo que su rostro quedara a la misma altura que el niño y no lo intimidara tanto.
—Hola, Koru —saludó con dulzura.
—¡No pienso regresar! —exclamó él, girando la cabeza un lado con violencia.
—Koru, no tienes por qué tenerme miedo. Sólo quiero hablar contigo.
—¡No, no lo quieres! —Volvió a mirar, y de repente su voz se llenó de desesperado veneno—. ¡No es cierto! ¡Lo sé! ¡Has venido para llevarme de vuelta, has venido para hacer que regrese contigo! ¡Y no lo voy a hacer, no lo haré, y tú no puedes obligarme! Ya no eres mi amiga. ¡Vete! ¡Eres igual que los otros; que papá y mamá y Elli y todos los tíos y tías! ¡Haces lo que ellos te dicen, porque eres igual que ellos! ¡Pensé que no lo eras, pero lo eres! ¡Han hecho que estés muerta!
Se produjo un silencio largo y espantoso. Incluso los niños se daban cuenta de que algo no iba bien, y se apartaron de Koru mirándolo con ojos asombrados. Algunos se llevaron el pulgar a la boca con expresión de preocupada desilusión, y una niña muy pequeña empezó a llorar.
Koru se quedó solo en actitud desafiante, contemplando a Índigo como un pequeño pero feroz animalillo. Índigo intentó desesperadamente encontrar algo que decir, pero no halló nada que no amenazara con empeorar aún más la situación. Y las últimas palabras de Koru todavía resonaban en su cabeza: «Eres igual que los otros. Han hecho que estés muerta».
Entonces, inesperadamente, Grimya se adelantó. Avanzaba con mucha cautela y muy despacio, con los ojos ambarinos clavados en Koru. El chiquillo la vio, le dedicó una rápida mirada, y frunció el entrecejo como si por un momento vacilase. En ese momento, ante el asombro de Índigo, Grimya habló.
—K... Koru... —dijo con su ronca voz vacilante—. ¿Estoy yo muerta, como los otros? ¿Me od... odias también a mí? ¿a mi?
Koru abrió los ojos de par en par, asombrado.
—Grimya..., ¡puedes hablar!
—Sssí. Hablo. —La loba envió un silencioso mensaje a Índigo: «No digas nada; no hagas nada». Inclinó la cabeza con aquel aire tímido tan suyo—. No te lo di... jimos antes. No nos atrrrevimos a decírtelo ni a ti, Koru. No porque lo dijeran los otros, sino porque teníamos miedo de lo que hicieran.