Lo primero en lo que pensó fue en averiguar el paradero de Índigo, pero cuando utilizó sus sentidos telepáticos descubrió consternada que su amiga estaba demasiado lejos para poder establecer contacto con ella. ¿Dónde, no obstante? ¿Todavía en la Casa del Benefactor? ¿Había encontrado otra vez la forma de pasar a través del espejo y regresado al mundo fantasma, o habían vuelto ella y sus acompañantes a Alegre Labor y algo no iba bien? Grimya no había averiguado nada de los hombres que habían acudido a llevársela, ya que éstos no habían intercambiado una sola palabra entre ellos, y mucho menos con ella.
Pero el que la hubieran transferido de la Oficina de Tasas a una prisión más segura la hacía temer lo peor. ¿Por qué se habían empeñado tanto sus capturadores en separarla de Índigo? ¿Por qué no regresaba Índigo? ¿Qué iba a ser de ellas dos?
Durante mucho tiempo Grimya había estado intentando llamar la atención de alguien, de cualquiera. Había ladrado, aullado y gemido a la puerta de su prisión, arañando la sucia madera sin pintar y deteniéndose a cada momento para escuchar con atención cualquier sonido que llegara del exterior como respuesta. Pero nada llegó hasta ella, y por fin llegó a la conclusión de que no había nadie en el edificio que pudiera oírla. Llena de tristeza, la cabeza y la cola gachas, se tendió sobre el suelo con la mirada fija en la puerta y deseando con todo su corazón que la fuerza de voluntad pudiera abrirla. ¿Dónde estaba Índigo? ¿Y por qué, por qué las mantenían separadas?
Grimya no supo cuánto tiempo permaneció allí tumbada, impotente y frustrada hasta casi la desesperación por culpa de su forzada inactividad. Percibió el anochecer pero, sin una ventana por la que mirar, no tenía modo de calcular la hora con precisión. Su cerebro no dejaba de intentar imaginar lo que podría haber sucedido a Índigo, pero las posibilidades eran tantas que derrotaron su imaginación.
Entonces, de improviso, sus finos oídos percibieron un débil sonido al otro lado de la puerta.
Grimya se incorporó al instante, y la esperanza y el temor se apoderaron de ella en igual medida, ¿Índigo? No, ya que la veloz llamada telepática enviada no recibió respuesta. Sin embargo había alguien allí fuera. Percibía su presencia... y volvió a escucharse aquel sonido cauteloso, casi furtivo, como si quienquiera que fuese estuviera ansioso por no ser visto ni oído.
Los sonidos se acercaron a la puerta y cesaron. Luego se escuchó un chirrido discordante y quejumbroso, como el roce de pedazos de metal oxidados y sin aceitar, y corrieron el pestillo del otro lado. Grimya retrocedió al instante, con los pelos del lomo erizados y lista para saltar si aparecía un enemigo o para correr si se presentaba la oportunidad, y esperó. La puerta vaciló como si se atascara, y al fin se abrió. Los ojos de la loba se abrieron sorprendidos al aparecer en el umbral la figura de una anciana.
Mimino sonrió y se llevó un dedo a los labios.
—¡Chissst! —dijo con un penetrante susurro—. No hagas ruido, por favor.
Se deslizó al interior de la estancia, sacudiendo la cabeza y sonriendo, los diminutos ojos ocultos casi entre los haces de arrugas, y cerró la puerta a su espalda.
—No debes tener miedo —dijo—. Soy amiga de la doctora Índigo, porque ella ha sido muy amable conmigo, y ahora seré también amiga tuya. —Una expresión de confabulación apareció furtiva en su sonrisa—. Conozco tu secreto, perra gris. Sé que puedes hablar, porque te he vigilado y he visto. Te he visto muchas veces, aunque tú no me has visto. Yo vigilo y escucho, y he llegado a comprender muchas cosas que los otros no comprenden.
Grimya recordó entonces que ya se había encontrado con Mimino en una ocasión. La anciana se había acercado a Índigo en las puertas del enclave cuando su grupo de búsqueda se ponía en marcha para localizar a Koru, y se había ofrecido a esperar en la casa del médico para explicar su ausencia a los pacientes que aparecieran. Más tarde, Índigo había explicado a Grimya que se trataba de la viuda del doctor Huni, considerada ahora inútil por ser demasiado vieja para realizar un trabajo provechoso, Índigo sentía lástima por ella y le había tomado cariño instintivamente. Ahora Mimino parecía ansiosa por retribuir su amabilidad... y, por si esto fuera poco, había presenciado la extraña habilidad de Grimya y la había aceptado como si fuera la cosa más natural del mundo. Mimino, al parecer, era la única de todos los ciudadanos de Alegre Labor que no necesitaba un doble espectral. Pero ¿se podía confiar en ella? Esa era la pregunta que la loba no podía contestar.
Como si comprendiera el dilema de Grimya, Mimino se inclinó hasta que sus rostros estuvieron casi a la misma altura.
—No descubriré tu secreto —aseguró—. Aunque lo hiciera, no podría perjudicarte, pues ¿quién iba a creer a este inútil montón de huesos... —rió para sí por haber repetido las ponzoñosas palabras de Thia—... si contara que la perra gris puede hablar?
Eso era cierto... Grimya vaciló y de improviso decidió que debía aprovechar aquella oportunidad. Podría no haber una segunda ocasión.
Aspiró, y pregunten voz baja y ronca:
—¿Dónnnnde está Índigo?
—¡Ah! —Mimino dio una palmada—. ¡Hablas, hablas! Eso está bien. Ahora confiarás en mí, creo, y te contaré lo que debes saber. La doctora Índigo tiene muchos problemas, y tú también los tienes.
Grimya irguió las orejas, alerta.
—¿Ha regresado Índigo?
—Sí, sí. No encontraron al pequeño, me parece, y ahora la doctora Índigo tiene que abandonar Alegre Labor con gran deshonra. Pero para ti es peor aún, porque los ancianos han dicho que debes morir.
Mientras Grimya. la contemplaba anonadada, Mimino le contó todo lo que sabía. Su relato era fragmentario, ya que sólo había presenciado una parte de la vista del comité y el final del embargo, pero escuchando y observando todo lo que pudo había conseguido juntar piezas suficientes para tener una idea concreta.
Cuando terminó el relato, Grimya gruñó en voz baja.
—¡Ten... go que llegar hasta Índigo! ¡Debo ir con ella de inmediato!
—¡No! —Mimino alzó una mano para detenerla—. Eso no sería muy sensato, ya que si te ven antes de la hora de la marcha de la doctora Índigo volverán a capturarte. Tienes que esconderte, diría yo, hasta que la doctora Índigo haya abandonado Alegre Labor, y sólo entonces ir a reunirte con ella.
Grimya comprendió que aquello tenía sentido. Un escondite... ¿Dónde podía hallar un escondite seguro? Y entonces recordó lo que el Benefactor le había dicho: «Siempre me encontrarás en la Casa... ».
Desde que había abandonado el mundo fantasma, Grimya no había dicho nada sobre sus propios sentimientos en la cuestión del Benefactor, pero su instinto la había llevado a una conclusión muy diferente de la de Índigo. Por lo que Mimino había dicho, dedujo que en la Casa había sucedido algo que corroboraba la afirmación del Benefactor de que Índigo no tendría éxito en su intento. Si era así, entonces el Benefactor había demostrado su integridad; había hecho todo lo posible para advertir a Índigo, y la mente telepática de la loba había percibido su gran pesar al fracasar. Muy bien pues, pensó. Regresaría a la Casa, y pediría la ayuda del Benefactor.
Volvió a mirar a Mimino. La anciana había regresado a la puerta y la mantenía abierta, sonriendo e indicando a la loba que la precediera. Grimya titubeó.
—Ha... ré que dices y me esconderé hasta mañana. Cuando Índigo sea sacada de la ciudad, ¿qué camino tomará?