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—Doctora Índigo, eres mi amiga y eres muy amable. Iré, pues; sí, iré. ¡Esto será algo muy feliz, creo!

Índigo la ayudó a subir al asiento del conductor y la anciana se acomodó allí y sonrió alegremente al poni, a Grimya y a los niños, tres de los cuales daban saltos de impaciencia ya en la parte trasera del carromato, Índigo llamó a Koru, y el chiquillo se acercó corriendo y se encaramó junto a ella. Mimino, con una risita ahogada, rodeó al niño por los hombros con un brazo, e Índigo tomó las riendas.

—¿Listos? —Dedicó a ambos una amplia sonrisa—. ¡Entonces pongámonos en marcha!

Con un crujido y un cascabeleo y un grito entusiasta por parte de los niños que no produjo la menor respuesta en la ciudad, el carromato abandonó la plaza y se alejó por la carretera que conducía al Enclave de los Extranjeros.

A Ellani no se le ocurría qué podía haberla despertado a una hora tan extraordinariamente temprana. La habitación estaba oscura como boca de lobo y el espacio cuadrado de la ventana sólo un poco menos, y los pollos que tenían su corral justo al otro lado de la valla del enclave no habían iniciado aún sus gritos precursores del amanecer.

Dio vueltas en la cama, inquieta e irritada. A lo mejor era que simplemente seguía echando en falta el sonido de la respiración de Koru al otro lado de la endeble partición de madera que separaba su dormitorio del de él. Bueno, pensó con resignación, si era eso tendría que acostumbrarse ya que, le gustara o no, no había muchas posibilidades de que Koru regresara con ellos ahora. Ella lo había aceptado y consideraba una gran vergüenza que sus padres —su madre en particular— se aferraran todavía a su esperanza, incapaces al parecer de aceptar por completo la conclusión racional que ella ya había alcanzado.

Ellani creía firmemente que Koru estaba muerto y que, de forma indirecta, era Índigo quien lo había matado. La muchacha le había llenado la cabeza con sus absurdos disparates y lo había desviado del sendero de un sensato progreso hacia la madurez. Sin lugar a dudas, Índigo estaba completamente loca. Y el pobre Koru, todavía lo bastante joven para dejarse arrastrar e influir con facilidad, había demostrado ser una víctima muy propicia. En ocasiones, desde la desaparición de su hermano, Ellani despertaba en plena noche envuelta en un sudor frío, pensando que de haber sido tan sólo un año o dos más joven también ella podría haber quedado atrapada en la demencial telaraña de mentiras extravagantes de Índigo, y se culpaba a sí misma por no haber comprendido antes la verdad y, cuando lo hizo, por no haber alertado a sus padres del peligro a tiempo.

Pero era demasiado tarde para tales lamentaciones. Koru ya no estaba, lo habían perdido. Había huido, tentado por la locura de Índigo, a una locura propia. Adonde había huido Ellani ni siquiera intentaba imaginarlo, pero estaba segura de que no podía haber sobrevivido, o los grupos de búsqueda lo habrían localizado. Devorado por animales salvajes; eso era lo que suponía. Devorado, sin que quedara rastro de él. Y aunque lo lloraba, como debía hacerlo una amante hermana, sabía que la vida debía seguir y el trabajo continuar si no querían que todo lo que habían conseguido se perdiera. Así pues, era una vergüenza que sus padres no pudieran aceptar su pérdida con más presencia de ánimo y mirar al futuro.

Llovía. Se dio cuenta de ello poco a poco mientras permanecía tendida en la cama y el sueño se negaba a regresar. Percibía el débil tamborileo de las gotas sobre el tejado, el borboteo del agua corriendo por los canalones para ir a caer luego en el depósito situado fuera de la cocina, bajo su habitación. Eso era un fastidio, pues cuando terminaran las clases de la mañana tenía que ir a trabajar a los campos, y la lluvia obstaculizaba el trabajo de azada y lo volvía menos eficiente. No obstante, el agua en sí sería útil, ya que un depósito lleno significaría un menor transporte de cubos y recipientes desde el pozo que abastecía las necesidades del enclave. Ellani se acurrucó mejor bajo las mantas, decidida a dormir otra hora. El sonido de la lluvia la arrullaba. Mantenía una cadencia y, mientras escuchaba, el sonido pareció adoptar un ritmo musical, como el sonido del arpa de Índigo...

Se sentó en la cama de un salto, con los ojos muy abiertos y espantados en la oscuridad. ¿Música de arpa? No; los oídos la engañaban. Era la lluvia, no era más que el ruido de la lluvia. No era música. Ella despreciaba la música; era simplemente un ruido sin sentido y sin valor. Y ella no había querido la maldita arpa para sí; ¡sólo se había querido asegurar de que era destruida! No oía música allí fuera en la oscuridad, se dijo con fiereza. No, no. Nunca.

Entonces, de improviso, de algún lugar fuera de la casa le llegó una carcajada, precipitadamente ahogada.

Ellani frunció el entrecejo, olvidado su momentáneo terror. ¿Quién en su sano juicio estaría en el exterior sin necesidad con aquel tiempo? ¿Y riendo? ¿Qué motivo había para reír, cuando uno estaba bajo la lluvia? Escuchó con atención durante unos momentos y empezaba a pensar que debía de haber oído mal, que el sonido no había sido más que el borboteo del agua en alguna tubería, cuando volvió a oírlo. Risitas ahogadas; luego un susurro siseado, como si alguien hiciera callar apresuradamente a otra persona; y un sonido parecido a la acción de escarbar, como de pequeños pies que se escabulleran furtivamente. Había alguien en el exterior, Ellani estaba segura ahora, y tuvo la repentina e indignada convicción de que alguno de los niños del enclave estaba gastando una broma a sus vecinos. Lo primero que pensó fue que la culpable debía de ser Sessa Kishikul. Sessa no había estado nunca bien de la cabeza; se había negado tozudamente a crecer y abandonar su comportamiento infantil, y era una molestia constante para los demás, capitaneando a los más pequeños en estúpidas e inútiles escapadas. Deslizándose fuera de la cama, Ellani cruzó la habitación a tientas. Si podía vislumbrar a Sessa y a sus cómplices, pensó, sólo lo suficiente para identificarlos sin el menor asomo de duda, los denunciaría al Comité de Extranjeros de los ancianos por comportamiento criminal. Eso acabaría con la irresponsabilidad de Sessa, y haría que ella, Ellani, ganara puntos ante los ancianos.

Llegó hasta la ventana y apartó la cortina de tablillas de papel para contemplar el húmedo y deprimente panorama al que ni siquiera iluminaba aún la luz del alba.

Por un instante le pareció que varias sombras menudas parpadeaban en la periferia de su visión antes de desaparecer a toda velocidad. Ellani contuvo la respiración ansiosa y frotó el empañado cristal, torciendo los ojos en sus esfuerzos por distinguir cualquier otro movimiento en la oscuridad. Entonces, surgida al parecer de la nada, le llegó una voz que hizo que sus manos se aferraran al alféizar.

—¡Elli! ¡Aquí abajo, Elli!

Todo el cuerpo de Ellani se estremeció como si se hubiera sumergido en agua helada. ¡Era la voz de Koru!

—¡Elli! ¡Elli, soy yo, estoy aquí! ¡Mira, Elli..., junto al retrete!

Sus dientes empezaron a castañetear sin que pudiera detenerlos. Muy despacio, llena de temor, volvió la cabeza para mirar abajo, al lugar donde un pequeño cobertizo se apoyaba contra la oscura masa de la casa.

Koru estaba de pie junto a la pared del cobertizo. Mientras la boca de Ellani se abría para formar una redonda O de asombro, el niño se llevó rápidamente un dedo a los labios.

—¡Baja, Elli! ¡No despiertes a mamá, aún no!

Ellani dirigió una veloz mirada a la puerta del dormitorio, dividida entre el impulso de desoír la súplica y correr en busca de sus padres y el temor de que, si lo hacía, Koru volviera a huir antes de que pudiera cogerlo. En su agitación no se le ocurrió preguntarse cómo era posible que pudiera ver a su hermano con tanta claridad a pesar de ser todavía de noche.