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Pero por fin, aunque más tarde resultó difícil recordar cómo había sucedido con exactitud, se encontraron ante el bosque y descendieron a la carrera la última de las suaves laderas en dirección a los árboles. Ya no había una exuberante masa de verde follaje, descubrió Índigo con una punzada de desasosiego; el bosque tenía más bien aspecto de banco de niebla, y el contorno de los árboles era vago y carente de todo detalle. Penetrar en el bosque resultó una experiencia aterradora ya que resultaba tan insustancial como parecía a la vista. Un gélido silencio impregnaba la atmósfera; ni siquiera una hoja se movía a su paso y en una ocasión, de forma desconcertante, Índigo tocó el tronco de un árbol y descubrió que su mano lo atravesaba sin sentir nada, como si allí no hubiera nada.

—¡Deprisa, hermana! —La voz de Némesis sonó amenazadora en el silencio; una chispa de temor atenazaba las palabras de la criatura—. ¡Tenemos tan poco tiempo!

Los músculos de los muslos de Índigo parecían arder, pero la muchacha se obligó a apresurar el paso. Más deprisa, debían ir más deprisa; había tan poco tiempo... La maleza bajo sus pies no era más que una mancha borrosa ahora, que se desvanecía despacio para convenirse en un vacío sin forma ni color, y ya le era imposible distinguir la forma individual de cada árbol. Némesis se encontraba unos pasos por delante, y, cuando la criatura lanzó de improviso un grito y señaló al frente, Índigo se sintió invadida a la vez por el alivio y el temor y corrió a reunirse con su gemela.

Habían llegado al claro. Pero el suelo del claro era un informe estanque de nada, y la achaparrada torre, aunque visible aún, era un vago espejismo que flotaba en su centro.

—Oh, Diosa... —Una sensación de náusea subió por la garganta de Índigo desde su estómago; la reprimió como pudo, sin dejar de mirar a la torre mientras respiraba jadeante y con dificultad. ¿Podría llegar hasta ella, o este vacío, esa nada, era una trampa mortal?

Le cogieron la mano de repente, y Némesis se colocó frente a ella.

—Debemos intentarlo. Nos suceda lo que nos suceda, debemos intentarlo.

Tras la esbelta figura de Némesis, la imagen de la torre se estremeció como un reflejo en aguas inquietas. No había tiempo para recapacitar: en cuestión de minutos habría desaparecido, Índigo asintió, y juntas ella y Némesis penetraron en el claro.

Aunque les dio la impresión de que caminaban en el vacío, el suelo a sus pies era sólido. Sabiendo, no obstante, que en cualquier momento aquello podía cambiar, Índigo y Némesis corrieron a la puerta de la torre. Estaba cerrada pero se había diluido su sustancia, y cuando la atravesaron se desvaneció a su alrededor. Las paredes de la estructura las envolvieron, creando una ilusión de solidez; pero no era más que una ilusión, ya que las formas de los bloques de piedra eran tenues y borrosas. Y allí, en el otro extremo de la habitación circular, estaba el sillón de respaldo alto que servía de lugar de descanso al hombre dormido.

Y el sillón tenía un ocupante.

—¿Fenran... ?

Índigo apenas si se atrevió a susurrar su nombre por temor a que el más leve sonido hiciera añicos la frágil y menguante existencia de la torre. Cogidas todavía de la mano, ella y Némesis cruzaron la habitación... y bajaron la mirada hacia el rostro dormido y los oscuros cabellos de su amor perdido.

—Fenran...

La esperanza se apoderó de Índigo, mareante y devastadora. Esta vez sucedería lo que ansiaba; el poder estaba en su interior, era una parte de ella, fluía entre ella y la gemela, la otra Índigo, la otra Anghara, que permanecía arrodillada a su lado ante el sillón. Sus manos se extendieron al frente en el mismo momento y tocaron el rostro de Fenran, y, cuando sus dedos establecieron contacto con la piel del joven, un levísimo parpadeo agitó fugazmente sus párpados cerrados.

—Fenran. —Sus voces eran una sola lo mismo que sus manos eran también una—. Mi amor, mi queridísimo amor. Despierta. ¡Despierta!

Las manos morenas que reposaban tan inertes sobre los brazos del sillón se movieron. Los dedos se crisparon sacudidos por un espasmo, y un suspiro surgió de la garganta de Fenran. Luego sus grises ojos se abrieron, soñolientos, y, como quien sale muy despacio de un sueño, la vio.

—Anghara... Madre todopoderosa, Madre todopoderosa... ¡Anghara!

Para Índigo fue como si todos los días, todas las horas de su existencia se hubieran fundido en este único momento. Ya no era una ilusión, ya no era un sueño, ya no era una promesa efímera que podían arrebatarle. Esto era cierto, era reaclass="underline" Fenran había regresado a ella.

Y de algún lugar situado lejos de ellas, en las profundidades del bosque, surgió un potente suspiro.

¡Hermana! —Némesis se incorporó de un salto alarmada, y se produjo un centelleo plateado cuando la criatura miró a su alrededor con ojos desorbitados—. ¡La torre!

Índigo levantó los ojos, perdida la recién encontrada felicidad en el sobresalto producido por el auténtico terror que se percibía en la voz de Némesis.

La torre se desvanecía. Las paredes empezaban ya a volverse transparentes, mostrando las sombras borrosas del bosque como a través de una ventana oscura, y, mientras los ojos de la muchacha se abrían horrorizados, las mismas piedras lanzaron un último estremecimiento de agonía y desaparecieron.

Y, desde el sillón, Fenran exclamó:

—¡Ah, no, no!

¡Fenran! —La voz de Índigo fue un alarido de protesta y terror. Giró en redondo hacia la silla, en tanto Némesis hacía lo propio con sólo un segundo de diferencia, y pudo aún ver cómo la figura de Fenran se convertía en un fantasma gris en un espectral sillón también gris que empezaba a desvanecerse por completo.

—¡NO! ¡NO!

Se aferró a su mano como enloquecida, pero la mano carecía de sustancia; no podía sujetarlo. Se arrojó al frente, en un intento por agarrar su cuerpo y arrebatarlo de las garras del moribundo mundo de fantasmas, pero sus dedos se cerraron sobre la niebla, sobre el vacío. El gritaba su nombre, y su voz sonaba como si proviniera de una distancia enorme e insalvable; ella también gritó, luchando, forcejeando. El mundo pareció invertirse para transformarse en un vórtice nauseabundo, y por un instante creyó haberlo conseguido, ya que de improviso sintió el cuerpo de Fenran, sus ropas, sus cabellos, sólidos y reales entre sus manos, y de repente volvía a haber paredes tangibles a su alrededor, piedra física, los oblicuos rayos del sol, un lugar que conocía...

... una habitación sin amueblar, tierra desnuda y piedra desnuda; un extraño arcan de metal, cuyo color no era exactamente plateado, ni tampoco bronce, ni tampoco un acerado azul gris. Y hubo una época, una época antiquísima, antes de que los que vivimos ahora bajo el sol y el firmamento empezáramos a contar el tiempo...

Entonces, de las cada vez más consolidadas paredes de piedra, surgió una ráfaga de energía, un tremendo puñetazo físico que la lanzó violentamente hacia atrás. Sus manos soltaron a Fenran y, cuando intentaron volver a sujetarlo, no encontraron nada, Índigo se vio arrojada lejos de la desnuda estancia, de regreso al mundo fantasma, para aterrizar cuan larga era sobre el suelo informe y vacío en claque habían estado la torre y el bosque.

Índigo no se movió. Con los ojos fuertemente cerrados y la respiración contenida en la garganta, rezaba en silencio una y otra vez para estar equivocada, para que nada hubiera sucedido, para que cuando por fin reuniera el valor para abrir los ojos encontrara a Fenran despierto y vivo a su lado. Tenía que ser así. Tenía que serlo. Tenía que serlo.