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Algo le rozó los cabellos. Todos sus músculos se pusieron en tensión. Y una voz que no era la de Fenran, pero que estaba llena de un dolor y un sufrimiento que igualaban a los suyos, dijo:

—Anghara.

Némesis se encontraba arrodillada a su lado, Índigo levantó la cabeza, y el último resto de esperanza se esfumó. El claro estaba vacío y las postreras sombras del bosque se disolvían lentamente. La torre del hombre dormido ya no estaba, y en los últimos instantes de su existencia se había llevado el espíritu de Fenran, que empezaba a despertar, y lo había enviado de nuevo a reunirse con su cuerpo físico.

Ella podría haberlo conseguido. Podría haberlo sacado de allí, espíritu y cuerpo juntos, de la misma forma en que ella había conseguido penetrar en este mundo. Un minuto, sólo eso, habría transformado el deprimente fracaso en alborozado éxito. Un minuto para reforzar el eslabón, para abrir la puerta entre las dimensiones. Había visto la puerta; había mirado a través de ella, había tocado y sujetado a Fenran por un instante mientras su cuerpo vivo despertaba en aquel otro lugar, y si se le hubieran concedido unos segundos más habría podido sujetarlo bien y sacarlo de allí. Pero en lugar de ello...

Empezó a sollozar, y aquel mundo vacío le devolvió el desagradable sonido estrangulado con un eco apagado. Némesis se acercó a ella, se detuvo a su lado, y los brazos del ser la rodearon en un mudo intento de consolarla. Permanecieron así abrazadas durante unos instantes, mientras las lágrimas de una se entremezclaban con las de la otra; luego, despacio, la distinción entre quién era Índigo y quién Némesis empezó a difuminarse, hasta que sólo una única figura solitaria, con la cabeza tan inclinada que los cabellos castaños le ocultaban el rostro y los ojos de color Índigo moteados de plata llenos de lágrimas, permaneció triste y abandonada en el vacío gris de lo que había sido un claro del bosque.

El Benefactor la encontró allí, como ya sabía que lo haría. Aunque los árboles del bosque eran en aquellos momentos tan sólo débiles siluetas imprecisas, demasiado tenues para ocultarlo, ella no se dio cuenta de que se acercaba y únicamente cuando él pronunció su nombre, con gran dulzura, levantó la cabeza.

—Índigo, lo siento tanto —dijo el Benefactor, contemplándola entristecido.

Índigo le devolvió la mirada. En algún remoto rincón de su cerebro se esforzaba por encontrar palabras con las que insultarlo por lo que sin duda había sido un engaño monstruoso y una traición. Pero lo cierto es que sabía que él no la había engañado ni traicionado. Tan falible, tan mortal, tan humano como lo era ella, el hombre había creído — al igual que ella— que todo saldría bien. Y, consciente ahora del terrible error cometido, sentía el dolor de la muchacha y su propio remordimiento como un cuchillo retorciéndose en su alma.

Ella no podía ofrecerle consuelo, pero tampoco podía odiarlo ni hacerle reproches. Cuando por fin habló, la voz de Índigo sonó desprovista de vida.

—Un minuto más. Eso habría sido suficiente.

—Lo sé. Intenté..., intenté retenerlo, pero no tenía poder suficiente. Creo que habría estado fuera del poder de cualquier mortal.

Por extraño que pareciera, ella no dudó que él hubiera hecho todo lo posible; todo lo que cualquier otro hubiera podido hacer. Asintió.

—¿Qué harás ahora? —preguntó el Benefactor.

La muchacha tuvo la impresión de que la respuesta era importante para él, pero no contestó; se limitó a encogerse de hombros de forma apenas perceptible.

Grimya te espera —dijo el Benefactor con suavidad—. Y este mundo espera, también, a que sus últimos ocupantes se vayan. —Dio tres lentos pasos hacia ella—. Ven conmigo, Índigo. No hay nada más que podamos hacer aquí. Regresemos a casa juntos.

—¿A casa... ? —repitió Índigo con voz triste.

Y de repente un recuerdo se agitó en su cerebro. Hubo una época, una época, antiquísima, antes de que los que vivimos ahora bajo el sol y el firmamento empezáramos a contar el tiempo... Sintió una sensación de ahogo en el pecho como si algo hubiera agarrado su corazón y lo oprimiera con fuerza, mientras el recuerdo se tornaba más nítido y le facilitaba una respuesta.

Sabía dónde se encontraba Fenran. No únicamente su espíritu, ni su mente dormida, ni su imagen... sino Fenran, completo y vivo. Lo sabía, ¡lo sabía!

Volvió a levantar la cabeza, rápidamente, y en su cerebro empezó a arder despacio un potente fuego. No era el fuego de la fe, todavía no, pues no se atrevía a darle rienda suelta aún; pero sí la primera chispa de una renovada esperanza. El Benefactor lo vio en sus ojos, y sonrió con una melancólica sonrisa dulce y triste mientras le tendía la mano.

—Ven, querida amiga. Te mostraré el camino.

Sus dedos estaban fríos y resecos como el pergamino, y resultaban frágiles al tacto, como si en cualquier momento fueran a romperse y desmenuzarse como hojas secas. Con la otra mano, el Benefactor trazó un signo ante ellos, y apareció el contorno de un espejo flotando en el aire. Dentro del marco del espejo, la luz del sol caía oblicuamente desde altas y polvorientas ventanas al interior de una estancia desnuda y abandonada.

—Éste es el último de los portales —dijo el Benefactor con gran calma—. Cuando se

vuelva a cerrar lo hará de forma definitiva, porque este mundo ya no es necesario.

Se inclinó en una cortés reverencia, e Índigo lo precedió en dirección al reluciente cristal. Volvió la cabeza para dedicar una última mirada a las cada vez más borrosas sombras del mundo fantasma —un auténtico mundo fantasma ahora— y penetró en el espejo. La sensación hormigueante que producía el paso entre dimensiones le era familiar ahora y duró sólo un instante antes de que oscuros y apagados colores se arremolinaran allí donde antes no había habido más que gris, e Índigo se encontró en la vacía sala hexagonal del último piso de la Casa del Benefactor.

A su espalda todo era silencio, y se dio cuenta de que el Benefactor no la había seguido. Desconcertada, se dio la vuelta y vio la figura del hombre, que la contemplaba desde el otro lado del espejo. Durante un desalentador momento la muchacha leyó temor y miedo en su expresión y se sintió convencida de que había cambiado de idea y pensaba permanecer en el mundo fantasma. Le tendió la mano, asustada, pero, antes de que su mano pudiera rozar el cristal, el Benefactor pareció lanzar un profundo aunque inaudible suspiro, y el espejo centelleó cuando también él penetró en el mundo mortal.

La mirada del hombre paseó despacio por toda la habitación. No había gran cosa que ver, pero sus ojos absorbían cada pequeño detalle con la misma avidez que los de cualquier peregrino que visitara la Casa y se hallara por primera vez en su estancia más venerada. Luego, en voz baja, se echó a reír.

—Un templo al dios de la Razón —dijo, e Índigo sospechó que hablaba más para sí que para ella—. Resulta una paradoja muy triste. Pero, después de todo, yo jamás quise un templo a mi nombre, y por lo tanto puede que esto sea apropiado. —Avanzó hacia la peana acordonada, sobre la que la antigua corona descansaba en solitario esplendor sobre su almohadón—. Pronto vendrán aquí desde la ciudad, para abrir las puertas y bailar en el jardín. No pretendo saber qué valor darán finalmente a esta casa, ni lo que harán con ella; pero tengo la impresión de que ya no necesitarán los servicios de tía Nikku y los suyos para mantenerla a salvo de manos indignas. —Se interrumpió y se volvió para mirar a Índigo—. ¿Cómo podré jamás encontrar las palabras adecuadas para darte las gracias, Índigo? Las palabras que podrían expresarlo no existen. Y en cuanto a los hechos... —Sacudió la cabeza con impotencia—. Pensé que podría recompensarte, pero en lugar de ello te he fallado.

De improviso parecía viejo, pensó Índigo; los cabellos más grises, la piel fláccida y pálida. Viejo, abandonado, y solo... Se acercó a él y le tocó la mano.