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Índigo se quedó sin habla. Le parecía imposible poder creer que Choai hubiera trabajado tan rápido ni con tanta eficiencia, y al punto empezó a examinar de nuevo sus anteriores impresiones de que el hombre no era más que un inútil presuntuoso. Sin perder tiempo expresó su gran agradecimiento y admiración, confiando en que sus palabras no traicionaran el pánico que amenazaba con apoderarse de ella ante la idea de verse arrojada sin miramientos al desempeño de una tarea para la que sabía que no estaba capacitada. Por muy despreocupadamente que sus anfitriones pudieran dejar de lado las habilidades del antiguo médico de Alegre Labor, Índigo no sabía si podría enfrentarse a tal responsabilidad. O más bien, si quería ser franca consigo misma, si conseguiría mantener el engaño.

Tío Choai, sin embargo, parecía no tener dudas sobre sus habilidades. Era evidente que estaba dispuesto a confiar por completo en ella, e Índigo sospechó que traer a un nuevo curandero a la población le proporcionaría gran renombre entre los demás ancianos de los comités de gobierno de Alegre Labor; hasta tal punto que la insignificante cuestión de la aptitud del curandero podía ser dejada de lado. Sus sospechas no tardaron en verse confirmadas cuando la conversación empezó a girar, de modo sutil y progresivo, hacia un nuevo tópico, con Hollend y Calpurna insistiendo en que Choai debía aceptar una pequeña muestra de la estima que sentían por él. Choai protestó con vehemencia, alzando ambas manos con las palmas hacia afuera ante el rostro en gesto de humildad, mientras insistía en que el honor y la satisfacción eran totalmente tuyas. Hollend desechó sus protestas, con la mayor educación, proclamando que los regalos —en plural ahora— eran simplemente una insuficiente muestra de la consideración y el afecto que toda su familia sentía por su bondadoso mentor y amigo desde hacía tanto tiempo, y que declinar estas insignificantes ofrendas le proporcionaría una gran desilusión a él, a su esposa y a sus hijos, Índigo comprendió que se trataba de un ritual practicado y perfeccionado con la exactitud de una solemne danza ceremonial. La discusión se balancearía de un lado a otro hasta alcanzar el deseado punto de equilibrio; en ese momento Choai fingiría por fin capitular ante la voluntad de Hollend, y el pago —pues, despojado de todos sus adornos, esto era lo que el agantiano ofrecía— se efectuaría.

Hollend y Calpurna entregaron a Choai tres regalos. El primero era para él; un cuchillo de manufactura agantiana, con una hoja de acero templado y una empuñadura tallada de un solo bloque de amatista. Este regalo estaba claramente pensado para ser exhibido ante amigos y colegas como un objeto útil y valioso. El segundo regalo, un fuego de delicadas copas de cerámica, era, como Hollend dio a entender con gran habilidad, para ser entregado a aquel funcionario de color superior que hubiera autorizado las disposiciones hechas por Choai a favor de Índigo: puro soborno, y apenas disimulado. Y el tercer regalo era el que sellaba el trato. Se trataba de una pluma; pero no de un instrumento de escritura corriente, Índigo había visto algo similar hacía muchos años en Khimiz. Dentro del cuerpo de la pluma había una bolsa flexible fabricada con tripa de animal, y este saquito conducía la tinta en un flujo continuo hasta una plumilla de metal, lo que permitía a su usuario prescindir de la tediosa necesidad de disponer de tinteros y plumas de ave afiladas. Cuando la tinta de la bolsa se agotaba se podía insertar otra nueva y llena en su lugar, y todo el instrumento estaba decorado con delicada filigrana de plata. Ningún otro hombre o mujer de Alegre Labor poseía una pluma como ésta, y nadie excepto Hollend podía facilitar las bolsas de recambio. Se trataba de un gesto que, con más claridad que las palabras, expresaba la dependencia mutua que existía entre Choai y la familia agantiana que había decidido tomar bajo su protección.

La pomposa conversación se alargó un poco más, un ritualista ofrecimiento y rechazo de algún refrigerio, y por fin tío Choai se despidió de ellos, tras informar a Índigo que la adolescente que se le había asignado vendría para escoltarla a su lugar de trabajo a su debido tiempo. Mientras su regordeta y enérgica figura trotaba calle abajo en dirección a las puertas del enclave, Hollend cerró la puerta y se volvió hacia Índigo con expresión de impotencia.

—Lo siento, Índigo —dijo—. No teníamos ni idea de que arreglaría las cosas con tanta rapidez; por lo general estas cuestiones tardan días. —Se detuvo, y sus ojos escudriñaron el rostro de la joven—. ¿Podrás hacerlo?

—Me las arreglaré, —Índigo torció el gesto en una mueca irónica—. No parece que tenga donde elegir.

Calpurna, que tras la marcha de Choai había ido en busca de Ellani y Koru, regresó conduciendo a los niños delante de ella.

—Es monstruoso —exclamó indignada—. Índigo no lleva ni medio día en esta ciudad; apenas si ha tenido tiempo de descansar una noche, ¡y aún menos para prepararse para el trabajo!

Hollend se encogió de hombros con gran expresividad.

—No está en situación de discutir con los tíos, querida. Ni tampoco nosotros, bien mirado.

Calpurna lanzó un despectivo bufido.

—Ese horrible hombrecillo, presumiendo y pavoneándose como un gallito... Y en cuanto a los regalos, Hollend, ¡has sido excesivamente generoso! Ya sé que hay que hacerlo, pero darle la pluma además del cuchillo...

—Calpurna, amor mío, los regalos no eran nada para nosotros, como bien sabes. Estas gentes son primitivas e ignorantes al mismo tiempo que codiciosas, ¡y podemos proporcionarles suficientes juguetes nuevos como para ir Comprando su colaboración hasta el fin de nuestros días! —Le palmeó la espalda—. No te excites. No vale la pena.

—Muy bien, muy bien —suspiró ella— Pero todavía me duele. Ese viejo estúpido y pomposo me ha trastornado por completo al retrasar nuestro desayuno... Koru, ayuda tu padre a preparar la mesa, y veré qué puedo aprovechar de nuestra comida.

Se volvió hacia la puerta interior e Índigo, viendo una Oportunidad para hablar en privado, ofreció:

—Yo te ayudaré, Calpurna.

Las comidas se preparaban en una pequeña habitación en la parte posterior del edificio a la que Calpurna se negaba a llamar cocina, aunque a los ojos de Índigo resulta muy adecuada, y la agantiana se dedicó a refunfuñar para sí al tiempo que removía y condimentaba lo que parecía y olía como una espacie de gachas de lentejas sobre el fuego de leña, mientras Índigo cortaba pan y Ellani sacaba platos y tazones de una alacena incongruentemente elegante colocada contra una pared. Cuando la niña salió Con su carga en precario equilibrio, Calpurna interrumpió sus murmuraciones a mitad de frase, se volvió y dedicó a Índigo una sonrisa de apesadumbrada disculpa.

—¿En qué estaré pensando? Aquí estoy yo permitiendo que te veas involucrada en todo este caos, ¡y ni siquiera te he preguntado si dormiste bien! Por favor, perdóname, Índigo. No acostumbro ser tan descortés, ¡pero ese hombre horrible siempre consigue hacer aflorar lo peor de mi carácter! —Hizo girar la cuchara con ferocidad como si fuera Choai y no las gachas lo que hervía en el cazo—. ¿Dormiste bien?

—Sí, muchas gracias. —Índigo lanzó un rápido vistazo por encima del hombro para asegurarse de que no regresaba Ellani, y añadió—: Pero hubo una cosa...

—¿Oh? —Calpurna se mostró preocupada—. No los niños, espero. ¿Te molestaron? Se levantan siempre tan temprano... Les dije que no hicieran ruido esta mañana, pero...

—No, no; no fueron los niños.

Índigo le habló de los extraños cuchicheos oídos durante la noche, las débiles y lejanas voces que parecían hablar en la lengua local. Cuando terminó, Calpurna frunció el entrecejo.