»Recuerdo que el Día del Temor de Dios, cuando está escrito que cada hombre debe perdonar a su prójimo, nos vestían con nuestra mejor ropa. Encima de la cómoda había una foto de Karl y Oskar con pantalones bombachos y camisas nuevas. Yo llevaba un vestido corto con dibujos de cerezas. Las piernas flacas. Tenía el pelo recogido en un nudo encima de la cabeza, como una nubecita gris. Las imágenes no se olvidan. El misterio de la fotografía.»
Toc-toc… sonaron unos golpecitos discretos en el marco de la puerta. Gerta levantó la cabeza del cuaderno. Hacía ya un rato que había dejado de oír el tecleo de la máquina de escribir en la habitación de al lado. Debía de ser la una de la madrugada. Cuando Ruth asomó la cabeza, la vio arrebujada en una manta con el tercer cigarrillo del insomnio quemándole en los labios y el cuaderno en las rodillas.
– ¿Aún estás despierta?
– Ya me iba a dormir -se disculpó como una niña a la que hubieran pillado en falta.
– No deberías escribir un diario -dijo Ruth señalando el cuaderno de tapas rojas que Gerta había apoyado encima de la mesita de noche-. Nunca se sabe en manos de quién puede caer. -Tenía razón, aquello contravenía las normas más elementales de clandestinidad.
Ya…
– ¿Por qué lo haces entonces?
– No sé… -dijo, encogiéndose de hombros. Después apagó el cigarrillo en un platito descascarillado-. Tengo miedo a dejar de saber quién soy.
Era verdad. Todos tenemos un miedo secreto. Un terror íntimo que nos es propio y nos diferencia de los demás. Un miedo individual, preciso.
Miedo a no reconocer el propio rostro en el espejo, a perderse en una noche de mal sueño en una ciudad extranjera, después de varias copas de vodka, miedo a los otros, a la devastación del amor o peor aún, de la soledad, miedo como conciencia estremecedora de una realidad que se descubre sólo en un momento dado, aunque siempre haya estado ahí. Miedo a los recuerdos, a lo que una hizo o hubiera sido capaz de hacer. Miedo como final de la inocencia, como ruptura con un estado de gracia, miedo a la casa del lago con sus tulipanes, miedo a alejarse demasiado de la orilla nadando, miedo al agua oscura y viscosa sobre la piel cuando ya no hay rastro de tierra firme bajo los pies. Miedo con M mayúscula. Con M de Morir o de Matar. Miedo a la niebla constante del otoño en los barrios más alejados, por donde tiene que regresar los jueves, atajando por tramos mal iluminados, con plazas desiertas o poco concurridas, un mendigo aquí, una mujer cargando un carrito de leña en la otra esquina y el ruido de sus propias pisadas, que sonaban blandas, breves, húmedas… como si no fueran suyas, sino de alguien que la está siguiendo a distancia, uno, dos, uno, dos… esa sensación constante de amenaza en la nuca acompañando su regreso a casa, la boina calada, las manos en los bolsillos, la necesidad imperiosa de correr, como cuando de niña tenía que cruzar el callejón desde la panadería hasta la casa de Jacob y subir las escaleras sin aliento, de dos en dos, hasta que llamaba a la puerta y se encendía la luz, el territorio seguro. Tranquila, se decía, tranquila, mientras trataba de aminorar el paso. Si se detenía un momento, el eco cesaba, si continuaba la marcha, volvía a oírlo rítmico, constante: uno, dos, uno, dos, uno, dos… De vez en cuando giraba la cabeza y, nada. Nadie. Tal vez sólo fueran figuraciones suyas.
VI
Se quedó un rato abstraída, contemplando la cuartilla recién mecanografiada, pero sin fijarse en su contenido, sino sólo en la porosidad del papel, la impresión de los caracteres. Tinta negra. Al lado de la máquina había una pila de cuartillas escritas y varios pliegos de secante verde. Gerta hizo girar el rodillo para extraer el folio y se puso a leerlo con atención: «Ante el avance del nazismo en Europa, sólo queda una salida: el acercamiento de comunistas, socialistas, republicanos y otros partidos de izquierda en una coalición antifascista que facilite la formación de gobiernos de amplia base (…). Lo más urgente es la alianza de todas las fuerzas democráticas en un Frente Popular.»
– ¿Qué te parece, Capitán Flint? -dijo mirando hacia el trapecio montado sobre la repisa donde el pájaro ensayaba sus maromas. Desde que André se había ido a España, hablaba a solas con el loro. Una forma como otra de combatir la soledad. Igual que regresar a su vieja militancia. Sentía la necesidad urgente de ayudar, de ser útil, de hacerse necesaria en algo. ¿En qué? No lo sabía. Intentó averiguarlo volviendo a las reuniones cada vez más concurridas del Chez Capoulade. Mujer-eco, mujer-reflejo, mujer-espejo. Había siempre demasiado humo allí dentro. Demasiada confusión. Gerta cogió su vaso mediado de vodka y salió a fumar un cigarrillo sentada en el bordillo de la acera. Permaneció allí, abrazada a las rodillas, mirando el cielo a medias clareado, estrella aquí, estrella allá, entre alero y alero con un leve resplandor anaranjado hacia el oeste. Se sentía bien así, respirando el aroma de los tilos de aquella primavera recién estrenada. Le gustaba el silencio de la ciudad con sus espolones de piedra sobre el laberinto de calles que bajaban lentas hasta el río. Esa calma le daba sosiego. Le ayudaba a poner un poco de orden en sus ideas. Estaba en eso cuando sintió posarse una mano en su hombro. Era Erwin Ackerknecht, un viejo amigo de Leipzig.
– Necesitamos que mecanografíes el texto del manifiesto en francés, inglés y alemán -dijo, sentándose a su lado en la acera-. Cuantos más intelectuales puedan adherirse, mejor. Tenemos que conseguir que el Congreso sea un éxito. -Se refería al Congreso internacional de escritores para la defensa de la cultura que se iba a celebrar en París a principios del otoño. Erwin lió despacio un cigarrillo entre los dedos y mojó el papel con los labios para sellarlo-. Aldous Huxley y Foster ya han confirmado su presencia -aseguró-, y también Isaac Babel y Boris Pasternak de la URSS. De los nuestros vienen Bertolt Brecht, Heinrich Mann y Robert Musil, de Austria. Todavía faltan por confirmar los americanos… Es importante que el texto llegue a todos, Gerta, a cada uno en su idioma. ¿Podemos contar contigo?
– Pues claro -respondió ella. Bebió un trago de vodka, dejando que el alcohol encontrase el camino a lo largo de sus venas, rumbo al corazón y al cerebro. El sabor le resultó áspero en la boca al mezclarse con el del tabaco. Se apartó un mechón que le caía sobre la frente y miró hacia un extremo del cielo. Recortado en negro, el campanario de la milenaria abadía románica de Saint Germain des Prés se elevaba en la noche como un centinela más.