«Tienes que conocer este país», le escribió a Gerta en una carta, sin saber que en poco tiempo ella iba a recorrerlo bajo el fuego de la defensa antiaérea aún viva en las muertas luces de las ciudades. Lo que es la vida. Pero eso André no podía saberlo mientras le describía todas sus sensaciones en un alemán torpe, desde el American Bar del Hotel Cristina, con barba de dos días, descamisado y sin blanca, después de haber pasado toda la noche bebiendo. «Algunas veces te echo de menos», acababa la carta.
Era parte de su encanto que tentaba a todo el mundo, de su carácter indisciplinado, individualista y un poco fantasioso. También un punto mujeriego. Eso Gerta no lo ignoraba.
Algunas veces… -repitió para sí, mientras releía la carta-. Será capullo.
VII
Se quedó parada ante la puerta con la llave en la mano. El cajetín de la cerradura estaba forzado y había astillas de madera por el suelo. Antes de tener tiempo para pensar nada, notó el latido de la sangre en la sien izquierda, una inquietud imprecisa como cuando venía caminando y le parecía oír unos pasos a su espalda. Todo su cuerpo se tensó como un arco, la precaución instintiva de la liebre que olfatea al cazador. Demasiadas veces había temido aquella situación como para no reconocerla. La llevaba grabada a fuego en la memoria desde que pisó por primera vez la celda de la Wächterstrasse. Notaba un golpeteo sordo en los tímpanos, monótono, como el oleaje. A muchos metros de profundidad, bajo el agua del lago había sentido algo parecido. Buceando se puede llegar a escuchar hasta la circulación de la sangre por las venas, pero ningún sonido del exterior llega a alcanzarte. Si alguien la hubiera llamado en ese momento no habría sido capaz de oír su propio nombre. Tal vez ni el sonido de un disparo.
Apretó instintivamente la bolsa de la cámara contra el vientre y empujó despacio la puerta con el pie.
– ¿Ruth? -llamó-. ¿Estás ahí?
Conforme se adentraba por el pasillo, su imaginación iba encadenando la secuencia de los hechos muy lentamente: la cerradura reventada, el tris-tras del papel al rasgarse, montones de libros destripados por el pasillo, las fotografías de las paredes arrancadas, el jarroncito de cristal hecho trizas, cajones volcados, una cuenta de su collar de ámbar rodando desde su habitación, aquellas cruces gamadas pintadas en las paredes. «¡Sucias judías!» La historia de siempre… Había un olor extraño en toda la casa. Oyó en la cocina el borboteo de una olla hirviendo. Pero un segundo antes de destaparla ya supo lo que iba a encontrarse. El Capitán Flint flotaba dentro con el cuello partido y la lengua fuera. No gritó. Se limitó a apagar el fuego y a cerrar los ojos. Una punzada de vergüenza y humillación le galopó hasta la garganta, provocándole una arcada. Necesitaba un cigarrillo. Se sentó a fumarlo sentada en el suelo con la espalda pegada a la pared debajo de la esvástica. Las rodillas flexionadas, la frente apoyada en la mano. De pronto tuvo la certeza de que aquello no iba a acabar nunca, de que siempre iba a ser así. O blanco o negro. O esto o lo otro. Con quién estás, en qué crees, a quién odias. Quién te mata. Oía dentro de su cabeza el eco sordo de un serrucho: «Je te connais, je sais qui tu es.»
Toda la angustia metafísica que sentía en las reuniones del Capoulade se convertía ahora en odio puro. Preciso. Neto. No se trataba de ideología, sino de instinto, de necesidad de romperle el cráneo a alguien, de pelear sabiendo bien por qué se pelea, de reavivar los reflejos, los mecanismos elementales de defensa y conservación, tensar los músculos, aprender a montar y a desmontar un arma, afinar la puntería…
– Eres tú o ellos, truchita -evocó la voz de Karl en el tejadillo de la terraza mientras trataba de instruirla por si llegaba el momento.
El recuerdo le removió algo dentro. Echaba de menos a sus hermanos. Notó un cosquilleo blandito en el costado antes de que las lágrimas empezaran a enturbiarle la vista. Maldita sea, se dijo. Maldita judía estúpida. ¿Le vas a dar a estos hijos de puta la satisfacción de hacerte llorar? Golpeó el suelo con el puño, bruscamente, con una rabia inesperada dirigida más contra sí misma que contra nadie y con el mismo impulso se puso en pie, sacó la cámara de la bolsa, acercó el ojo al visor, buscó foco, ajustó el diafragma, encuadró primero la cabeza doblada del loro, un primer plano de la lengua y empezó a disparar. El gesto duro, las aletas de la nariz dilatadas, sin que le temblara el pulso, los nudillos blancos cada vez que apretaba el obturador. Clic. Clic. Clic. Clic. Clic…
Cuando llegaron Ruth y Chim no necesitaron preguntar qué había pasado. La encontraron inclinada sobre la mesa de la cocina, la camisa remangada por encima de los codos, el ceño fruncido, concentrada en recomponer con un bote de cola los libros que todavía se podían salvar. Estaba pálida y tenía una expresión tensa, obstinada, disciplinada, como si aquella tarea manual fuera lo único que le ayudara a controlar las emociones. No se movió cuando llegaron, ni dijo nada. Chim se acercó para abrazarla sorteando los destrozos, pero ella lo frenó con la mano. No necesitaba el consuelo de nadie.
– ¿Se han llevado algo? -preguntó.
– Nada imprescindible. -Su voz no sonaba frágil, sino sombría. Sus zapatillas de tenis y la ropa que estaba colgada en el armario del fondo era lo único que había sobrevivido intacto a aquella razia-. Han abrasado vivo al Capitán Flint.
– Tenéis que dejar la casa -intentó razonar Chim-, pueden volver en cualquier momento.
– ¿Y de que serviría? -respondió Gerta-. Si te buscan, te encuentran. Lo único que podemos hacer es estar preparadas en caso de que vuelva a ocurrir. -Ruth sabía perfectamente a qué se estaba refiriendo, pero esta vez no le llevó la contraria a su amiga.
– No tenían por qué haberlo matado -dijo-. Era un loro viejo y simpático, se iba con cualquiera.
Gerta volvió la cabeza hacia la pared para que no la vieran y tragó saliva, pero en seguida se repuso. Permaneció inmóvil, con la cabeza apoyada en una mano, mientras Chim trataba de convencerla. Pero de nada valieron sus razonamientos para hacerlas desistir. Al menos consiguió que aceptasen de buen grado que él se quedara a dormir aquella noche. No pensaba dejarlas solas.
Dedicaron el resto del día a reparar los desperfectos con la pasión frenética de quien en realidad intenta arreglar el mundo. Taponaron los huecos de la cerradura con masilla. Ruth metió la máquina de escribir en una bolsa de cuero, para llevarla a un taller del Marais donde trabajaba un amigo suyo. Chim se encargó de llevarse al Capitán Flint envuelto en una toalla. Gerta con todo su carácter y su sangre fría no había tenido corazón para hacerlo. Parecía más menudo, así, con las plumas ensopadas. Chim lo miró con afecto, recordando sus andares cascorvos, haciendo de las suyas por la salita. No había aprendido a hablar pero en ocasiones tenía la virtud de escuchar con un uso de razón que para sí quisieran muchos seres humanos. Fue sólo un momento de duelo. Después se encaramó en lo alto de una escalera con un gorro de papel de periódico en la cabeza y una brocha en la mano, absorto en dejar la pared del pasillo inmaculada como un trozo de eternidad. Sus brazos estaban salpicados de pequeñas gotitas de pintura. Al final del día las cosas parecían estar más o menos en su sitio. Se diría que la casa había resistido bien el primer embate. Todo estaba impregnado de olor a pintura y disolvente. Abrieron las ventanas y se pusieron a respirar con fruición aquel aire incierto de comienzos del verano.
El ambiente político no podía estar más caldeado. La negativa de Inglaterra a ayudar a Francia para detener la remilitarización hitleriana del Rin hacía pensar a los franceses que habían sido abandonados por su principal aliado. Por otra parte los constantes movimientos de tropas de Mussolini en la frontera de Abisinia no ayudaban precisamente a tranquilizar los ánimos. Apenas había un domingo en que las calles de París no fueran recorridas por una manifestación de protesta. Cientos de miles de personas salían regularmente a la calle con banderas, pancartas y consignas de lo que muy pronto cuajaría en la formación del Frente Popular. Chim, Henri Cartier-Bresson, Gerta, Fred Stein, Brassai, Kertész… fotógrafos de todas partes de Europa, captaban ese fervor trepados a las cornisas, subidos a los árboles o encima de los tejados: estudiantes, obreros del barrio de Saint-Denis, corros discutiendo acaloradamente en el barrio del Marais… Algo estaba a punto de suceder. Algo serio, grave… y querían estar allí para captarlo con sus cámaras. Leica, Kodak, Linhoff, Ermanox, Rolleiflex de dos lentes reflex… visores luminosos, zoom, carga semiautomática, filtros, trípodes… Iban cargados con todo al hombro. No eran más que fotógrafos, gente que se dedica a mirar. Testigos. Pero vivían sin saberlo entre dos guerras mundiales. La mayoría estaban acostumbrados a cruzar las fronteras clandestinamente. Ya no eran alemanes, ni húngaros, ni polacos, ni checos, ni austriacos. Eran refugiados. No pertenecían a nadie. A ninguna nación. Nómadas, apátridas que se reunían casi todas las semanas en algún local para leer en voz alta fragmentos de novelas, recitar poemas, representar obras de teatro de Bertolt Brecht contra el nazismo, o pronunciar conferencias. Les unía un vago romanticismo. Dame una fotografía y te construiré el mundo. Dame una cámara y te mostraré el mapa de Europa, un continente enfermo que emerge del ácido en la cubeta del revelado con todos sus contornos amenazados: el rostro de un anciano en Notre Dame; una mujer vestida de luto ante una lápida del cementerio judío, los ojos entornados, bisbiseando una plegaria; y apenas poco después un niño levantando las manos en el gueto de Varsovia; un soldado con los ojos vendados, dictándole una carta a un compañero; siluetas oscuras de edificios recortadas sobre fogonazos de explosiones en blanco y negro; Gerta acuclillada en una trinchera con la cámara colgada al cuello, una ligera distorsión focal al encuadrar un puente en llamas, la geometría del horror. No faltaba mucho para que aquel mundo pasara a ser uno de los escenarios de la guerra.