– Es mi línea de la suerte -bromeó-. Nací con seis dedos. Me lo extirparon al poco de nacer. La comadrona le aseguró a mi madre que era una señal de fortuna. Ya ves… Va a resultar que tenía razón.
Nos enamoramos siempre de una historia, no de un nombre, ni de un cuerpo, sino de lo que está inscrito en él. A la sombra de los eucaliptos, Gerta fregaba con arena el fondo de una cazuela donde calentaban el té. Bajo sus dedos rechinaba el cobre. Estaba descalza, acuclillada con una camisa vieja desabrochada encima del bañador, el pelo muy rubio en las puntas por efecto del sol y la intemperie, sin rastro ya del tono rojizo de la henna. El sol había secado en su rodilla una costra que empezó a sangrar de nuevo al flexionar las piernas para agacharse. Se había lastimado al resbalar en el verdín de las rocas. Siguió con los ojos el recorrido lento de aquel hilo de sangre hasta el empeine del pie. Era bonito el color escarlata que la coagulación oscurecía sobre la piel cubierta por un vello muy fino. Él se agachó a su lado, sin decir nada, acercó su boca a la rodilla de ella y lamió su sangre. Lo que le hubiera gustado decir no podía decírselo a una mujer cuya apertura era como una herida abierta, cuya juventud aún no era mortal. Así que se inclinó hacia adelante y bajó la boca hasta su herida. Sangre. La profundidad de campo mínima. Sentía el cuerpo vacío. Lo único que estaba vivo en él era la conciencia del deseo. Ese sabor de la sangre de ella es lo último que recordaría muchos años después, cerca de Hanoi, a un kilómetro del fuerte de Doai Than durante una emboscada del Viet Minh en una carretera sembrada de minas. Pero entonces ya no era un muchacho enamorado, sino un veterano reportero con más de cinco guerras a cuestas, demasiado cansado de vivir sin ella.
– Ven -dijo Gerta, tomándolo de la mano.
Se puso en pie despacio, sin abrazarla todavía, la boca muy cerca de la suya, la distancia mínima, pero sin tocarse, hasta que ninguno de los dos pudo aguantar más esa proximidad, los ojos abiertos, mirándose muy de cerca, el último sol filtrándose entre las hojas de los árboles cuando él la atrajo hacia su pecho, apretándola dentro, sintiendo latir sus músculos elásticos y firmes bajo la camisa cuando le cubrió la cara con la mano y le introdujo sus dedos salados en la boca. Caminaron entrelazados hasta la tienda, sin dejar de buscarse, con ansia de hambre atrasada, los labios de uno ávidos de la saliva del otro y de oxígeno, los dientes entrechocando de pura impaciencia.
– Despacio… -acertó a decir ella, apartándose unos centímetros para respirar. Sus dedos rascando la arena en el pelo de André. Los rodeaba el mar con todos sus misterios.
Se zambulló en ella como en el pozo de una gruta. Moviéndose muy lento, a conciencia, firme, sin prisas, como ella le había pedido, intuitivo, atento a cada uno de los impulsos del cuerpo que sentía vivo bajo el suyo, desnudo, con olor a sexo joven y a mar. Saliva. Sal. Sangre. Fluidos corporales que se convertían en las únicas razones de peso que un hombre necesita para estar vivo, dentro de aquel vértigo que a ella le hacía sentirse a punto de caerse de algún lugar muy alto donde flotaba semiinconsciente, pronunciando en voz muy baja, palabras casi inaudibles, como si rezara. Yaveh, Elohim, Siod, Brausen… Se aferró a su cuerpo, apretándolo más intensamente entre los muslos, a punto de caerse de allá arriba donde estaba, sin aliento, quienquiera que seas y dondequiera que estés… Lo miraba al fondo de aquellos ojos de gitano guapo y entonces lo vio incorporarse un poco y alzar una mano como quien pide una tregua. Espera, susurró. No te muevas, quieta, por favor, ni respires, apretados los dientes, concentrado al máximo, tratando de recuperar el control del cuerpo. Lo sentía muy adentro, mojado de ella, bien duro, quieto. De pronto se hundió de nuevo, despacio, esta vez hasta la empuñadura, todavía más hondo. Él la miraba muy cerca mientras la besaba y se aguantaba el placer a duras penas, prolongando al máximo cada estremecimiento, atento al cuerpo de ella, tenso, mojado, acelerando el ritmo en cada embestida, apretándola más intensamente, llevándola a ese lugar inexistente donde cualquier mujer desea ser llevada, aunque niegue con la cabeza y se queje como una leona herida y bendiga o maldiga o blasfeme con el pensamiento y con los ojos y con la voz. Elohim, Siod, Dog, Brausen, no te pido que me salves. No necesito tu bendición. Él la miraba muy cerca, desarmado, como se mira a una prisionera. La besó en la boca estremeciéndose hasta el fondo de los huesos mientras ella acababa entrecortadamente su plegaria, como en sueños, con palabras que le nacían de algún lugar muy recóndito, en yiddish, sólo te pido que esto sea verdad… y en ese preciso momento ella lo sintió salir y estallar fuera en el último instante, sobre su vientre.
– Gracias -dijo en voz muy baja, acariciándole la espalda suavemente, sin especificar si se las daba a él solo o también al señor de los ejércitos, al dueño insensato del azar y de las noches hermosas, al legislador implacable de las causas y de sus últimas consecuencias, al Dios de Abraham y de todos los judíos.
IX
Maria Eisner era una antigua conocida de André. Dirigía Alliance Photo, una de las agencias más prestigiosas del momento por sus trabajos de arte y viajes, pero sobre todo por sus reportajes fotográficos. Era una mujer eficiente, resolutiva, alemana hasta la médula, con sentido empresarial y un olfato privilegiado para detectar quién tenía condiciones para el negocio. Fue eso precisamente lo que le hizo reparar en Gerta cuando André se la presentó una tarde de septiembre bajo el toldo de la terraza del Capoulade. Acababan de llegar de la isla y estaban los dos radiantes, enlazados por los hombros, con la piel bronceada y el futuro por delante, pero sin blanca. A Maria le bastaron un par de comentarios de Gerta sobre el último reportaje de la agencia publicado en la revista Europe, para darse cuenta de que la chica tenía aptitudes. No le importó que careciera de conocimientos técnicos. Esas cosas se aprenden. Lo que le interesaba era el punto de vista. Alliance Photo había surgido con una clara vocación artística, buscaban una perspectiva nueva, moderna, en la línea de las vanguardias arquitectónicas nacidas en el sexto piso de la rue de Sévres donde Le Corbusier establecía sus cánones con la frialdad de un relojero suizo. Buscaban lo raro, romper líneas y volúmenes, mostrar la realidad con un enfoque poco habitual y Gerta lo tenía, además contaba con la ventaja de saber idiomas y un sexto sentido para las ventas. En menos de un mes aprendió a presentar el material y a negociar siempre al alza, con las técnicas comerciales más agresivas. Ley de la oferta y la demanda. Era un lince para las cuentas y eso resultaba esencial para una empresa que vivía de suministrar material a las principales revistas francesas, suizas y norteamericanas. Fue su gran oportunidad.