André y ella se hallaban en ese punto en el que dos náufragos encuentran al fin un barco al que subirse, y sienten la vibración de las máquinas bajo cubierta y el estremecimiento de la travesía que les espera en el mar abierto, con el aroma del café mezclado con la brisa salada, mientras se inclinan sobre una carta náutica recién desplegada sobre la mesa, con todo el tiempo por delante para decidir con entusiasmo y precisión y suerte el rumbo exacto que, a partir de entonces, iban a tomar sus vidas.
Se trasladaron juntos a un estudio pequeño de la rue Varenne en el que apenas cabía un laboratorio, una cama y un hornillo de cocina, pero por la noche, cuando abrían la ventana para cenar, veían las luces de la torre Eiffel y todo el aire de París se les metía dentro del cuarto con su madeja de calles y puentes y placitas de otoño.
Se había ido apagando la tarde y una tonalidad azul marino de noche americana iluminaba a lo lejos las cornisas encabalgadas de los edificios entre nubes y tejados de buhardilla, con los reflejos anaranjados de los faroles llenando la habitación, una mesa redonda y un periódico abierto, un sofá cubierto con una tela gris, el perfil de Gerta recortado con todas sus aristas bajo la lámpara de pie, callada, pensativa.
A André no le gustaba verla así, le parecía que se le escapaba a un mundo anterior donde él no podía complacerla, como si en el fondo de su escepticismo de judía polaca no se acabara de creer del todo aquella felicidad. Había algo extraño en su forma de mirar, algo evasivo, como si con un ojo mirara hacia atrás y con otro, el camino que estaba pensando tomar. Él sabía que había habido otros hombres en su vida, claro que lo sabía. La había oído hablar de Georg cientos de veces cuando no eran más que amigos, había visto incluso una foto suya que ella guardaba en una cajita de dulce de membrillo. Rubio y bastante más alto que él, con una apostura de aviador o campeón de polo que a André le rompía los nervios. También él había tenido otras mujeres. Pero ahora no soportaba la idea de que ella se acordara del ruso ni siquiera por un segundo. Como si la vida pudiera partirse en trozos con un cuchillo como un queso Camembert. Antes y ahora. Por supuesto se libraba mucho de expresar sus celos. Tal vez ni siquiera fueran celos, sino puro sentimiento animal de posesión, necesidad de borrarle el pasado, orgullo absurdo de macho, instinto milenario de cuando el hombre aullaba a la luna en la medianoche de la horda, junto a la fogata de la tribu, y elegía a su hembra y la separaba del resto de la manada para hacerla exclusivamente suya y llevársela a las grandes praderas de cereal y clavarle un hijo en el fondo de las entrañas.
– ¿No te gustaría tener un bebito gitano? -preguntó suave para sacarla de su abstracción-. ¿Un niño gritón y malcriado, así como yo? -Sonreía a medias, con un punto de socarronería en la comisura de los labios, pero sus ojos estaban serios y leales como los de un perro spaniel.
– Tan peludo? -se burló ella, arrugando la nariz. Y negó con la cabeza, riéndose alto como si acabara de oír la mayor locura. Pero enseguida la risa se le fue amortiguando en una expresión casi triste mientras miraba a lo lejos las luces de la torre Eiffel, brillantes y prometedoras para otros. Parecía que en algún lugar de sus ojos verdes con ascuas amarillas habitara el presentimiento de que no le iba a quedar mucho tiempo para eso y sintiera de verdad perderse el placer sereno de criar a un niño moreno con ojos de húngaro y deditos sonrosados, y de poner a secar sus pañales blancos en una terraza de cualquier lugar del mundo y contarle la historia de un pirata con un loro en el hombro, un auténtico loro real de las Guayanas que en su versión de la novela silbaría la Marcha turca, en honor del Capitán Flint. Y verlo dormir tranquilo cada noche con el chupete, arrullado en su cunita. Un sueño.
Lo miró de frente como si regresara de otro mundo, y lo vio allí, a su lado, tan próximo, devolviéndole la mirada con una mezcla de tenacidad y desconcierto que la enternecía profundamente y entonces pensó que tal vez se estaba enamorando de aquel hombre de veras y tuvo que hacer un verdadero esfuerzo para contenerse y no abrazarlo fuerte y besarlo muchas veces en los ojos, en la frente, en el cuello, detrás de las orejas… porque entendió que un día, tal vez antes de lo que pensaba, aquel amor la haría débil y vulnerable. Pero entonces aún no lo podía saber. No podía imaginar siquiera, que en muy pocos meses iba a acordarse de aquella conversación, palabra por palabra, gesto por gesto, mientras contemplaba a lo lejos, no el elegante armazón de la torre Eiffel con sus bombillitas encendidas, sino el cielo de Madrid traspasado por las luces de los reflectores entrecruzándose en ángulos giratorios y oía muy cerca el ulular ensordecedor de las sirenas y el rugido de los motores de la aviación enemiga al tiempo que se iba abriendo en seco, con apretada percusión, el fuego de las defensas antiaéreas. ¿Cómo demonios iba a dormir a un crío bajo el estrépito de una guerra?
Hacía apenas un mes, mientras Gerta y André acampaban en la isla de Santa Margarita y recorrían descalzos las playas descubriendo calas nuevas con su amor recién estrenado, en París se había consolidado definitivamente el Frente Popular con el apoyo de los principales partidos de izquierda, los sindicatos, y todas las asociaciones del Comité Nacional de la Reunión Popular. En la última manifestación de conmemoración del 14 de julio, miles de obreros habían cantado a pleno pulmón la Marsellesa bajo los retratos paralelos de Marx y Robespierre. Radio París retransmitió para todo el mundo la reconciliación de la bandera tricolor de la República con la bandera roja de la esperanza. La unidad de acción contra el fascismo se había convertido en la prioridad número uno.
La Asociación de Escritores y Artistas Revolucionarios fue uno de los principales apoyos del Frente entre los intelectuales desde la celebración del Congreso. Algunos surrealistas cansados de perseguir fantasmas interiores habían vuelto a poner los pies en la tierra para encararse con la realidad apremiante de un mundo que estaba a punto de saltar por los aires. Incluso los poetas más líricos empezaban a preguntarse seriamente si no había llegado la hora de ingresar en el Partido Comunista. Gerta no era comunista, pero comprendía bien sus planteamientos. Al fin y al cabo los había aprendido de primera mano con un auténtico bolchevique ruso. Fue Georg el primero que la instruyó en los misterios del marxismo-leninismo, cuando todavía era una adolescente que soñaba con ser Greta Garbo. André sin embargo se inclinaba más hacia las posiciones trotskistas o claramente anarquistas, mucho más ajustadas a su carácter independiente, propenso siempre a caminar por los bordes, adicto al riesgo de las noches puras.
Los viejos cafés se habían convertido más que nunca en tribunas incendiarias. Todos estaban dispuestos a arrimar el hombro. Pintores, escritores, refugiados, fotógrafos… Picasso con sus ojos de miura a punto de embestir y la insinuante Dora Maar en permanente luna de miel; Man Ray, bajito, enigmático adicto al trabajo junto a Lee Miller, la americana más bella de París, altísima, rubia y voluble, la mujer que le partió el alma; Matisse y su esposa muy seria con una cara larga de caballo; Buñuel con su cabeza de pedernal aragonés escuchando jazz en el Mac-Mahon y conociendo a Jean Rucar, con la que se casaría después de obligarle a tirar al Sena una crucecita de oro que llevaba colgada al cuello; Hemingway y Martha Gellhorn, siempre al límite de la destrucción, competitivos, capaces de batirse uno contra otro o los dos juntos contra el mundo en su particular guerra de guerrillas. Parejas difíciles, muy distintas a los matrimonios tradicionales en los que mujeres de caderas anchas continuaban prisioneras dentro de la jaula de alambre de sus corsés, planchando pacientemente las camisas de sus esposos. A la orilla izquierda del Sena estaba naciendo un concepto nuevo del amor, conflictivo, peligroso, como andar descalzo por la selva. Gerta y André se sentían arropados en ese ambiente. Eran como una gran familia excéntrica.