Dejó la taza sobre la bandeja con la mirada todavía ensoñada.
– Voy a volver a España -le dijo a Ruth.
Capa llevaba en Madrid desde noviembre. Había conseguido un nuevo encargo gracias al éxito de sus reportajes, especialmente por Muerte de un miliciano. Todos los editores franceses habían descubierto hacía tiempo que el famoso Robert Capa no era otro que el húngaro André Friedmann, pero sus imágenes habían mejorado mucho y se arriesgaba tanto para conseguirlas, que aceptaron su juego. Se sentían obligados a pagar sus tarifas. El nombre de guerra había devorado por completo al muchacho desarrapado y un poco ingenuo, criado en un barrio obrero de Pest. Ahora era Capa, Robert, Bobby, Bob… Ya no necesitaba ningún disfraz, el mundo periodístico lo había aceptado así y él por su parte había asumido el papel, creyéndose el personaje a pies juntillas y siéndole fiel hasta las últimas consecuencias. Creía en sí mismo y en su trabajo más que nunca. Pensaba que sus fotografías podían conseguir la intervención de las potencias occidentales en apoyo del gobierno republicano, había renunciado a la pretendida imparcialidad periodística, metido hasta las cejas en aquella guerra que acabaría por romperle la vida.
En sus cartas le contaba a Gerda cómo los madrileños se jugaban la piel delante de los tanques, atacándolos con cargas de dinamita y botellas de gasolina que encendían con la punta de sus cigarrillos porque escaseaban las cerillas. Respondían al fuego de las modernas ametralladoras alemanas con viejos fusiles Mauser. David contra Goliat. La caída de la ciudad parecía inevitable, sin embargo Madrid resistía los embates con un coraje que adquiría tintes míticos en los reportajes de Regards, Vu, Zürcher Illustrierte, Life, el semanario británico Weekly Illustrated y los principales periódicos del mundo con tiradas de cientos de miles de ejemplares. La guerra española estaba siendo el primer conflicto retransmitido y fotografiado día a día. «Una causa sin imágenes, no es sólo una causa olvidada. Es también una causa perdida», le escribiría a Gerda en una carta fechada el 18 de noviembre, el mismo día en que Hitler y Mussolini habían reconocido a Franco como jefe de Estado.
Estaba orgullosa de él, claro que lo estaba. Al fin y al cabo la invención de Robert Capa había sido idea suya. Pero le creaba cierta desazón el hecho de que muchas de las mejores fotos que ella había realizado en España, aparecieran publicadas sin su firma, atribuidas a él. Tal vez se había equivocado o quizá había llegado el momento de replantearse su relación profesional bajo otros presupuestos más equitativos. El sello «Capa & Taro» no sonaba mal.
Pero la guerra era territorio de hombres. Las mujeres no contaban.
«No soy nada, no soy nadie», recordaba que le había dicho él una vez a la orilla del Sena, cuando su primer reportaje sobre el Sarre apareció publicado sin su firma. Le parecía que habían pasado mil años desde entonces y ahora era ella la que se sentía ninguneada. No existía. A veces se miraba en el espejo del baño, observando con detenimiento y extrañeza cada arruga nueva, como si temiera que el tiempo, la vida o ella misma acabaran por destruir lo que quedaba de sus ilusiones. Una mujer en el ángulo ciego.
– ¿Estás bien? -le había preguntado él horas después de aquella alarma antiaérea en la habitación del hotel Florida, en medio de la penumbra rayada del alba. Ella se incorporó violentamente. Se había despertado sudando, con el pelo húmedo, desmadejado sobre la frente y el corazón galopándole en el pecho como un caballo desbocado.
– Ha sido una pesadilla -consiguió decir, cuando al fin recuperó el ritmo de la respiración.
– Joder, Gerda, parece que hayas salido de la cueva del moro. -De golpe parecía que tuviera diez años más, la cara afilada, las ojeras violáceas, la mirada envejecida-. ¿Te traigo un vaso de agua?
– Sí.
No sabía de qué cueva del sueño había salido, pero desde luego era muy oscura y profunda. Le costaba recuperarse. Capa le trajo el vaso, pero ni siquiera fue capaz de sostenerlo. Tenía las manos temblorosas, como si de pronto hubiera perdido el escudo protector del amor. Él se lo acercó solícito hacia la boca para que pudiera tragar el agua del grifo, pero parte del contenido le goteó por la barbilla, mojándole la camiseta y el embozo de la sábana. Si todo lo que había aprendido no quedaba inscrito en ninguna parte ¿de qué habría valido su vida? Volvió a tumbarse, pero fue incapaz de recobrar el sueño, mirando cómo la luz del alba iba filtrándose poco a poco en el techo del dormitorio, pensando que la muerte debía de ser muy parecida a la negrura de aquella pesadilla. Una frontera cercana a la no existencia.
Las cartas de él desde el frente la sumían en un estado de ánimo contradictorio cuando le contaba pormenorizadamente los combates cuerpo a cuerpo en la Casa de Campo y en la Ciudad Universitaria. Por un lado temía por su vida y por otro, envidiaba profundamente las sensaciones que él describía y ella conocía de sobra: estar tumbado contra el talud de una trinchera jurando en arameo contra los hijos de puta de los fascistas y la madre que los parió, el escalofriante silencio de después de los obuses, un silencio que no se parecía a ningún otro, el cercano olor de la tierra, esa certidumbre física de que sólo importa el presente y luego, a menos de doscientos metros de la línea de frente, en los bares de la Gran Vía aquellos deliciosos cafés con nata, servidos en vaso largo, de tubo. Repostería para después de la batalla. Ya estaba envenenada por el virus de la guerra y no lo sabía.
No cesaba de tararear las canciones que había aprendido en España. Madrid qué bien resistes / Madrid qué bien resistes / Madrid qué bien resistes… / Mamita mía, los bombardeos / los bombardeos… Las cantaba en la ducha, mientras cocinaba, cuando se asomaba a la ventana y París se le quedaba pequeño, porque el único mundo que le importaba, empezaba al otro lado de los Pirineos. Al fin había encontrado una tierra firme que no le huía bajo sus pies. Por mucho menos que eso, otros se llamaban a sí mismos españoles.
Ruth la conocía bien, sabía que Gerda no estaba hecha para esperar tranquilamente como Penélope el regreso de su hombre, haciendo y deshaciendo el tapiz de los recuerdos. La escuchaba resignada, como una madre o una hermana mayor, enarcando las cejas, la melena recogida en una onda con una horquilla, a un lado de la frente, la bata cruzada sobre el pecho, interrumpiéndola sólo lo necesario para intercalar algún consejo destinado a caer en saco roto de antemano. La veía fumar con aquella sonrisa aparentemente desprovista de intenciones y sabía que su decisión ya estaba tomada. La contratase Alliance Photo o no, con credenciales o sin ellas, se iba a España.
Siempre había sido así. Tomar el primer tren, decidir deprisa. O aquí o allá. O blanco o negro. Elegir.