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– No, Ruth -respondió ella saliendo al paso del comentario que su amiga acababa de expresar en voz alta-. En realidad nunca pude elegir. No elegí lo que ocurrió en Leipzig, no elegí venir a París, no elegí abandonar a mi familia, a mis hermanos, no elegí enamorarme. Ni siquiera elegí hacer fotos. No elegí nada. Vino lo que vino y le hice frente como pude. -Se había puesto de pie y jugaba con una cuenta de ámbar pasándola de una mano a otra-. El guión me lo escribieron otros. Tengo la sensación de haber vivido siempre a la sombra de alguien, primero Georg, después Bob… Ya va siendo hora de que tome las riendas de mi vida. No quiero ser propiedad de nadie. Puede que no sea tan buena fotógrafa como él, pero tengo mi propia manera de hacer las cosas y cuando tomo foco y calculo la distancia y aprieto el disparador sé que es mi mirada la que estoy defendiendo, y nadie en el mundo, ni él, ni Chim, ni Fred Stein, ni Henri, ni nadie, podrá nunca fotografiar lo que yo veo como a mí me nace hacerlo.

– Hablas como si estuvieras un poco resentida con él. Gerda hundió las manos en los bolsillos del pantalón y se encogió de hombros, incómoda. Era verdad que se sentía traicionada cuando no aparecía su nombre en las fotos. El éxito de Capa la había relegado a un segundo plano. Pero no le resultaba fácil expresar la sensación que se había apoderado de ella durante las últimas semanas. Cuanto más enamorada estaba, más aumentaba el trecho que lo separaba de él. Empezaba a necesitar cierta distancia, que él le dejara el espacio que a su juicio le correspondía. La independencia profesional era la puerta de su amor propio. ¿Cómo amar y pelear al mismo tiempo contra lo que se ama?

– No estoy resentida -dijo-. Sólo un poco cansada.

A pesar de que renegaba de sus creencias, no podía evitar ser judía. En su manera de concebir el mundo había una línea tangible que se remontaba a sus antepasados. Se había criado con las viejas historias del Antiguo Testamento. Abraham, Isaac, Sara, Jacob… Del mismo modo que amaba las tradiciones familiares, habría detestado morir sin un nombre.

XIX

Nunca había visto los cafés tan llenos. Ni siquiera en París. Había que aguardar un buen rato de pie hasta encontrar asiento. Los tranvías pasaban abarrotados hasta los topes. Desde que el gobierno de la República se había trasladado a Valencia, muchos corresponsales habían sido evacuados a la ciudad con la población civil que huía de los bombardeos de Madrid. La carretera hasta el puerto de Contreras estaba guardada por los hombres de la columna del Rosal. Ojos negros, andar campesino, patillas de hacha, pañolones de colores vivos y pistola al cinto. Anarquistas de los de verdad. Españoles de una casta muy brava. Ayudaban a las mujeres con los críos, los cargaban a pares sobre sus espaldas, pero para los hombres que habían abandonado las barricadas no tenían piedad. Los miraban coléricos, con el desprecio del toro hacia la oveja mansa. Fulgor puro. No les perdonaban que huyeran dejando la capital abandonada a su suerte. A muchos les obligaban a volver atrás. Sin embargo a los niños que venían hambrientos y enfermos, con sus saquitos al hombro, les mostraban sonrientes, ya de noche, desde lo alto, las luces de la ciudad.

– Alegra esa cara, chavalote -decían-. Ahí sí que vas a hartarte de comer arroz.

Valencia, cuajada de luces, brillante, tendida frente al mar. Un sueño.

Gerda acababa de llegar. Miró hacia un lado y hacia otro sin encontrar una sola mesa libre. El café Ideal Room, con sus grandes ventanales abiertos a la calle de la Paz, era el preferido por los corresponsales de guerra. Estaba siempre lleno de periodistas, diplomáticos, escritores, espías y brigadistas de todos los puntos cardinales que se arremolinaban bajo sus ventiladores de aspas, con sus cazadoras de cuero, los cigarrillos rubios y las canciones del mundo.

Hubo un revuelo entre las mesas al ver entrar a una mujer sola. La boina calada y un revólver a la cintura.

– Gerda, ¿pero que haces tú aquí? -oyó que le decía en alemán un tipo alto que se acababa de poner en pie al fondo del local.

Era Alfred Kantorowicz, un viejo amigo de París. Habían compartido muchas horas en las tertulias del Capoulade, un tipo alto y bien parecido, con gafas redondas de intelectual. Fue él quien había conseguido poner en marcha la Asociación de Escritores Alemanes en el Exilio, junto a Walter Benjamin y Gustav Regler. Gerda había asistido con Chim, Ruth y Capa a muchas de aquellas reuniones en las que leían poemas y representaban pequeñas piezas teatrales. Ahora Kantorowicz era comisario político de la 13.ª Brigada.

Se sentó a su lado en la mesa y se presentó ante los demás brigadistas, como enviada especial de Ce Soir.

– Una publicación nueva -explicó con humildad.

La revista todavía no había sacado su primer número a los quioscos, pero todos habían oído hablar de ella porque estaba en la órbita del Partido Comunista y la dirigía Louis Aragon.

La atmósfera cosmopolita se notaba en el humo: Gauloises Bleues, Gitanes, Ideales, caliqueños, Pall-Mall y hasta cigarrillos Camel y Lucky Strike. Aquella tribu formaba un mapa como los afluentes de un río venido de muy lejos. Franceses, alemanes, húngaros, ingleses, americanos… Entonces no importaban las fronteras. En España se quitaron la ropa de sus países para cambiarlas por el mono azul o la camisa verde olivo. Borrar las naciones. Ésa fue la enseñanza de la guerra. Para ellos España era el símbolo de todos los países porque representaba la idea misma de un universo escarnecido. Había obreros metalúrgicos, médicos, estudiantes, linotipistas, poetas, científicos como el biólogo Haldane, flemático y sentencioso con una cazadora de aviador comprada en una tienda de Picadilly Circus. Gerda se sintió como en casa. Eligió un Gauloises Bleues entre todos los cigarrillos que le ofrecían y dejó que el humo le entrara en los pulmones como cada una de las palabras y de las sensaciones que recorrían su cuerpo.

– ¿Y Capa? -preguntó extrañado al cabo de un rato el alemán. Estaba acostumbrado a verlos siempre juntos.

Gerda se encogió de hombros. Un silencio largo. Kantorowicz no le quitaba la vista del triángulo tibio del escote.

– No soy su niñera -respondió muy digna.

Valencia era cortés, generosa y aromática. La cara más amable de la guerra por aquellos días. Todos estaban de paso hacia alguna parte y apuraban la espera lo mejor que podían. A primera hora cruzaban la plaza de Castelar con sus grandes agujeros redondos que daban aire y luz al mercado subterráneo de las flores para dirigirse al hotel Victoria, donde se alojaba el gobierno de la República, por si había alguna noticia de última hora. Los corresponsales acostumbraban a comer en el hotel Londres, sobre todo los jueves que había paella. El maître de frac, se acercaba compungido a las mesas del comedor y decía:

– Dispensen el servicio y la cocina… Desde que lo dirige el Comité esto ya no es lo que era.

Los valencianos eran gente amable, pegada a la vida, un poco gritona siempre con algún chiste subido de tono en la recámara. A Gerda, que ya se manejaba más o menos bien con el idioma, le costaba entender lo que decían, pero enseguida aprendió a intercalar el che en su vocabulario y la gente la adoptaba instintivamente. Hay personas que se hacen querer sin pretenderlo. Se trata de algo innato igual que el modo de reírse como quien comparte una broma en voz baja. Gerda era de ésas. Tenía una facilidad extrema para los idiomas. Interpretaba cada acento con la soltura de un músico que improvisa nuevas melodías. Decía palabrotas con una gracia elegante que seducía a cualquiera. Escuchaba con la cabeza un poco inclinada, el aire cómplice, como un chico travieso. No era una mujer especialmente bonita para el canon femenino, pero la guerra le había aportado una belleza distinta, de superviviente. Demasiado flaca y angulosa, con unas cejas altas e irónicas, vestida siempre con un mono azul o camisa militar, con un encanto que tentaba a todo el mundo. La ausencia de Capa abrió la veda para sus pretendientes y ella empezó a descubrir el placer de ser cortejada. Los camareros le reservaban la mejor mesa. Los hombres establecían en su presencia una rivalidad sorda, competían por invitarla a una copa, por ofrecerle una primicia, por hacerla reír o llevarla a bailar a algunos de los salones de la calle Trinquete de Caballeros.