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Creyó que se moriría si no veía pronto un rostro conocido y entonces oyó un chasquido como la opalina de una vela al apagarse, alguien acababa de romper con la uña una ampolla de morfina. Antes de que se diera la vuelta lo reconoció por la espalda. Las piernas largas, los brazos remangados, metidos en la caja de un botiquín, el aire de Gary Cooper.

– Ted -dijo.

El muchacho se volvió. No habían vuelto a verse desde Cerro Muriano. Su ángel de la guarda de diecinueve años había envejecido. Caminó hacia él despacio, apoyó la frente en su pecho y por primera vez desde que estaba en España, se echó a llorar sin importarle que la vieran. En silencio, sin soltar palabra, incapaz de contener las lágrimas, mientras Ted Allan le acariciaba la cabeza despacio, también callado y confuso. La mano derecha entre su pelo rubio y la tela de la camisa. Ese contacto físico era el único consuelo posible en medio de aquel río humano. Parecía que las lágrimas no le salieran del pecho, sino de la garganta, impidiéndole respirar. Estuvo así mucho rato, llorando a lágrima viva después de siete meses de guerra de aguantar aquello sin venirse abajo.

El infierno.

XX

«Tengo veinticinco años y sé que esta guerra es el fin de una parte de mi vida, el fin tal vez de mi juventud. A veces me parece que con ella terminará también la juventud del mundo. La guerra de España nos ha hecho algo a todos. Ya no somos los mismos. El tiempo en el que vivimos está tan lleno de cambios que es difícil reconocerse en cómo éramos todos nosotros hace apenas dos años. No puedo ni imaginar lo que queda por venir…» Estaba arrebujada en una manta, con el cuaderno rojo apoyado en las rodillas y la última luz desvaneciéndose en el horizonte. Ésa era la hora del día que mas le gustaba. Si hubiera sido escritora habría elegido ese momento para empezar sus novelas, entre el día y la noche, un territorio exclusivamente suyo para dejar errar sus pensamientos. Ningún amante podría traspasar jamás esa frontera. Desde aquel altozano veía las partes bombardeadas a lo largo del declive formado por los tejados, las hectáreas de huerta destruida junto a la granja. Contemplaba el lugar martirizado en que se encontraba, en España. Apoyó de nuevo el plumín sobre la superficie blanca del papel y continuó escribiendo. «Durante los últimos meses he recorrido esta tierra de un lado a otro, empapándome de sus enseñanzas. He visto gentes inmoladas y quebrantadas, mujeres enteras, hombres con visiones extrañas y trágicas y hombres con sentido del humor. Es tan misterioso este país, tan suyo, tan nuestro. Lo he visto endulzarse y desmoronarse bajo cada bombardeo, y levantarse de nuevo cada mañana con las cicatrices frescas. Aún no estoy del todo harta de mirar, pero llegaré a estarlo. Eso lo sé.»

El hospital de campaña ocupaba parte de la explanada, tendido en la oscuridad, para no llamar la atención de la aviación enemiga. Muchos refugiados dormían envueltos en mantas bajo las lonas de los camiones. Los niños se apiñaban sobre montones de sacos con los pies vendados. El gobierno intentaba evacuar desde Almería a todos aquellos que pudieran aguantar el viaje en autobús, tren o barco, pero la situación se había desbordado.

Capa llegó el 14 de febrero cuando lo peor ya había pasado. Había volado en avioneta desde Toulouse a Valencia. Muchos de sus colegas continuaban en la ciudad a la espera de un pase. La Oficina de Prensa no daba abasto para atender todas las peticiones, con las mesas repletas de máquinas de escribir y pilas desordenadas de papel carbón y cuartillas sucias. Así que ante la dificultad de conseguir otro medio de transporte, decidió contratar un taxi por su cuenta, tomar la carretera de Sollana pegada a los arrozales y seguir después por la ribera baja del Júcar hacia Andalucía. No sabía hasta qué punto la guerra espoleaba sus sentimientos. Aparte del chofer, estaba a solas con su propio personaje dispuesto a serle fiel hasta las últimas consecuencias, en esa especie de limbo en que la vida es la leyenda que uno se forja. La Leica al hombro, la vista clavada en la aguja del cuentakilómetros. Al llegar vio a Gerda a contraluz extendiendo una sábana a clareo en la hierba mientras Ted Allan preparaba tiras de calamina para vendas en una cubeta.

– No sabía que te habías hecho enfermera -dijo con un puntito de acritud en el tono. La sonrisa de medio lado, entre suave y cauta. Estaba dolido con ella aunque no tenía ninguna razón demasiado concreta para estarlo y eso todavía lo indisponía más.

– Llegas demasiado tarde -respondió ella con un sutil cruce de espadas, sin especificar si se refería a cubrir el éxodo de los refugiados andaluces o al resto de su vida.

Capa no podía aguantar ese doble lenguaje cuando ella se atrincheraba tras la muralla de su orgullo. Con el uniforme de miliciana, la cara pálida y aquella altivez de guerrera medieval, su belleza resplandecía hasta un punto que le resultaba del todo insoportable. La miró, esperando que dijera algo más. Pero no había más que decir. De momento.

El hielo fue templándose en los dos días siguientes a pesar del frío con la franca camaradería canadiense de Ted y Norman. Desde que los proyectiles incendiarios habían empezado a caer en la ciudad, decidieron trasladarse con los camiones y las tiendas a una antigua alquería de las afueras. El edificio estaba algo ruinoso. Faltaban peldaños en las escaleras y la barandilla estaba descolgada. Algunas habitaciones del ala este se hallaban destechadas, como pajareras. Se abría una puerta, y aparecía el paisaje, pero la cocina había sobrevivido intacta. Allí es donde el doctor Bethune preparaba sus mezclas de citrato de sodio para conservar la sangre con la que realizaba las transfusiones. A Capa le gustaba bromear con los niños, les hacía teatrillo de sombras en las paredes, moviendo los dedos con un pañuelo blanco. Gerda lo veía hacer el payaso y sonreía.

La segunda noche se quitó las botas y entró en su tienda, agachada, a cuatro patas, sin más preámbulos y apenas sintió su mano rozándole la piel, supo que iba a ocurrir exactamente lo que deseaba que ocurriera. El sabor masculino de los labios, su boca susurrándole palabras dulces y obscenas, muy abajo, entre sus piernas, moviéndose despacio, seguro, prolongando hasta el límite cada caricia, volviéndola loca hasta hacerla claudicar de todos sus principios. Miró hacia arriba en el último momento, hacia el techo de la tienda, buscando algún lugar donde agarrarse, pero no encontró ningún asidero. Se sintió más vulnerable que nunca. Ser libre, defender la propia independencia, no pertenecer a nadie, enamorarse hasta no poder soportarlo. Qué complicado era todo.

Ya se lo había dicho la Camila, una gitana adivina y dinamitera, medio sorda, con espaldas recias que había llegado desde Cádiz.

– Niña, cuesta más trabajo querer a un hombre que volar un tren.

Sabía lo que decía. Había volado unos cuantos. Tendría unos cincuenta años, falda negra y cabello oscuro muy tirante, peinado con la raya al medio y recogido atrás en un moño con una peineta dorada. Una mujer dura como una mula, con manos de granito. Ataba a los chiquillos con cuerdas a la cintura y cuando éstos se quejaban, exhaustos, y decían que no podían seguir caminando, los golpeaba con un extremo de la cuerda, como a las cabras, para obligarlos a continuar. Pero luego, cuando se daba cuenta de que de veras no podían andar más, se los cargaba a la espalda por pares y subía así las montañas con ellos a cuestas, haciendo todos los viajes arriba y abajo que fueran necesarios. Capa la provocaba constantemente con alguna broma cuando la veía beber vino de la bota sin respirar, como un peón caminero. Se entendía bien con ella a pesar de la sordera y de que hablaba un andaluz cerradísimo. El alma gitana.