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– Si te ofreciera mi vida, la rechazarías ¿verdad? -dijo. No era una queja ni un reproche.

Ella no contestó.

Capa jamás había querido tanto a nadie y eso le hacía ser consciente de su propia mortalidad. Cuanto más aumentaba la independencia de ella, cuanto más inalcanzable se mostraba ante él, más aumentaba su necesidad de tenerla. Por primera vez en su vida se volvió posesivo. Detestaba su autosuficiencia, cuando ella elegía dormir sola. Entonces no conseguía apartarla de su cabeza, pensaba obsesivamente en cada milímetro de su piel, en su voz, en las cosas que decía hasta cuando discutía por cualquier tontería, la forma cómo entraba a gatas en su tienda y se apretaba contra su cuerpo, con el ceño un poco fruncido como una santa o una virgen andaluza.

Se giró hacia ella y le tocó la muñeca con suavidad.

– Cásate conmigo.

Gerda se volvió a mirarlo cuando escuchó sus palabras. No era desconcierto. Estaba sólo un poco conmovida. Meses antes hubiera aceptado feliz.

Lo miró con fijeza y ternura, uno frente al otro, reprimiendo el consuelo de una caricia, como si estuviera en deuda con él o le debiera una explicación. Sentía la impotencia de todo cuanto no le era posible decir, buscando alguna palabra que pudiera salvarla. Recordó un viejo proverbio polaco. «Si a una alondra le cortas las alas, será tuya. Pero entonces no podrá volar. Y lo que tú amas es su vuelo.» Prefirió no decir nada. Bajó los ojos, para que al menos su piedad no lo humillase, se soltó de él y siguió caminando sola hacia la tienda, notando bajo sus pisadas la poderosa densidad de la tierra, con una pena honda que le rompía el alma por dentro, pensando que iba a serle muy difícil querer a nadie como quería a aquel húngaro que la miraba resignado, como si leyera sus pensamientos, con aquella sonrisa medio triste, medio irónica, sabiendo que ése había sido siempre el pacto entre ellos. Aquí, allá, en ninguna parte…

XXI

El viejo caserón aún resistía en pie después de varios meses de asedio. Estaba situado en el número 7 de la calle Marqués del Duero y había sido expropiado a los herederos del marqués Heredia Spínola para convertirse en sede de la Alianza de Intelectuales Antifascistas. El edificio crujía por todas sus costuras, era feo, demasiado solemne, decorado con muebles fúnebres y gruesos cortinones de terciopelo, pero albergaba dentro toda la vida de una ciudad oculta. Los salones de la Alianza eran un jubileo continuo de actores, periodistas, artistas, escritores tanto españoles como extranjeros, sobre todo poetas como Rafael Alberti, que era su secretario. Entre el invierno y la primavera fueron pasando por allí Pablo Neruda, que seguía siendo cónsul de Chile en Madrid, César Vallejo, peruano de verso libre, Cernuda, elegante con el pelo siempre recién peinado y el bigote recortado, León Felipe, que llevaba cada día el recuento del número de muertos que causaban los bombardeos aéreos, Miguel Hernández, el poeta pastor de Orihuela, con la cara renegrida por los soles de la guerra cuando regresaba del frente, el cráneo rapado y los andares campesinos, sin levantar apenas los pies del suelo.

Gerda pasó en silencio ante los murales del siglo XVIII que decoraban los pasillos medio en penumbra. Cuando llegó a su alcoba en el segundo piso, abrió la puerta del armario de nogal y descubrió colgados de la varilla una colección de trajes de época que habían pertenecido a varias generaciones de grandes de España: levitas austeras, encajes de baile, uniformes de almirante de paño azul y botones dorados, rasos desteñidos, muselinas con olor a alcanfor.

– ¡Es fantástico! -le dijo a Capa con los ojos agrandados, como una niña.

Entre cuatro o cinco, concertados repentinamente en la misma idea, empezaron a sacar aquellas reliquias polvorientas, haciéndolas resbalar sobre el pasamanos de caoba encerada con un revuelo de polillas. Poco después, el gran salón de los espejos se había convertido en un teatro improvisado, todo el mundo disfrazado, interpretando el papel que le había tocado representar. Capa vestido de académico con levita y camisa de encaje, Gerda contoneando las caderas bajo un vestido rojo de volantes y una mantilla española, Alberti enrollado en una sábana blanca, con una escarola en la cabeza transformada en corona de laurel, el fotógrafo Walter Reuter fumando en pipa con una casaca de teniente de coraceros, el cartelista José Renau vestido de obispo con las velludas piernas asomando debajo del amaranto, Rafael Dieste actuando de maestro de ceremonias, dirigiendo todo aquel cotarro. La alarma antiaérea de cada noche los sorprendió jugando como críos, armados de cascanueces tirándose bolas de papel, entregados a un alboroto de batalla infantil. Estaban rodeados de muerte por todas partes. Era su manera de defenderse de la guerra.

Toda la ciudad era una gran trinchera, llena de calles cortadas por las barricadas y de cráteres provocados por las bombas. Por Alcalá, Goya, la calle Mayor o la Gran Vía no se podía transitar; en las de orientación norte-sur, como Recoletos o Serrano, había que circular por la acera correspondiente a las fachadas que miraban al este y nunca se debían cruzar las plazas diametralmente, sino bordeándolas, pegándose siempre a los portales para refugiarse en ellos si fuera necesario. Eran las normas dictadas por el general Miaja cuando se hallaba al frente de la Junta Delegada para la Defensa de Madrid. Estaban pegadas en un tablón, a la puerta de la Alianza, bien visibles. A pesar de que hacía varias semanas que había empezado la evacuación de la población civil hacia Valencia, seguía habiendo problemas de abastecimiento y los madrileños tenían que aguantar largas colas de pie ante las oficinas de racionamiento y las tiendas de comestibles. Pero los teatros y los cines continuaban abiertos como si nada. El Rialto, el Bilbao, el Capitol, el Avenida… Una ciudad asediada no podía perder la esperanza. La gente iba a ver Mares de China, en el Bilbao, y no sabía que lo peor les estaba esperando a la salida, en la calle Fuencarral. Pero después de los tifones, los piratas malayos, los coolies y el tiroteo lejano de aquella China de celuloide, la guerra de verdad no impresionaba tanto. Jean Harlow estaba en algún lugar cerca de un río sucio fangoso y amarillo y la última esperanza era el sonido de fondo de una misteriosa sirena de barco. Los sueños.

La Alianza era el corazón cultural del frente. Por la tarde las habitaciones del primer piso se convertían en la redacción improvisada de la revista El Mono Azul, destinada a subir la moral de los combatientes y en el salón de los espejos, la compañía teatral, Nueva Escena, dirigida por Rafael Dieste, preparaba sus adaptaciones con montajes aclimatados a la guerra. La cena se servía a las nueve en una gran mesa corrida a la luz de los candelabros. El menú casi nunca pasaba de la mísera ración de alubias que permitía el racionamiento, pero la vajilla era exquisita, de cristal de bohemia y porcelana de Sévres.

A última hora se celebraban veladas musicales y jóvenes poetas con los ojos afiebrados recitaban sus versos hasta que el alba iba tintando de rosa las noches cañoneadas de aquel Madrid heroico. Gerda y Capa pronto se convirtieron en la pareja más querida. Ellos que en París nunca habían dejado de ser refugiados, extranjeros que vivían de prestado, en el ambiente de la Alianza empezaron a sentirse como en casa. Con su español vacilante se incorporaban al coro para cantar con más ímpetu que nadie las canciones de la resistencia: de las bombas se ríen / de las bombas se ríen / de las bombas se ríen / mamita mía / los madrileños / los madrileños… la voz honda, el corazón en su sitio. Se empaparon del humor español, tan crudo a veces. Eran capaces de reírse cuando el plato de la cena estaba vacío o cuando Santiago Ontañón decía que las alubias tenían gusanos que los miraban fijamente o cuando al poeta Emilio Prados le daba por cantar la Marsellesa con acento andaluz o cuando Gerda decía que fumaba «yerbos» o cuando Capa muy serio se ponía hablar con las marquesas de los cuadros.