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– ¿Y por qué es usted revolucionario, señor Capa, si puede saberse? -le preguntaba María Teresa León, la mujer de Alberti, imitando la voz polvorienta de una de aquellas damas del Antiguo Régimen que adornaban las paredes.

– Por decoro, señora marquesa. Por decoro -respondía él.

La Alianza fue su hogar español, su única familia.

A veces también se dejaba caer por allí el escritor americano Ernest Hemingway, con su boina y sus gafas de intelectual con montura metálica. Estaba preparando una novela sobre la guerra civil e iba a todas partes con una vieja máquina de escribir. Solía acompañarlo el corresponsal de The New York Times, Herbert Matthews, uno de los reporteros más perspicaces que había en España y Sefton Delmer, del londinense Daily Express, un tipo de metro ochenta, fornido y colorado, con pinta de obispo inglés. Los tres formaban una especie de curioso trío de mosqueteros, al que pronto se unió Capa, desde el día en que encargó una paella para todos en las cuevas de Luis Candelas, bajo el arco de Cuchilleros.

Gerda por su parte era la estrella de la Alianza. Su magnetismo seducía a todo el mundo con aquella sonrisa de dientes luminosos y su facilidad para imitar cualquier acento y entenderse en cinco idiomas además del capanés, como llamaba Hemingway a la jerga extraña que hablaba Capa. Salía de la Alianza temprano, a pie, dejando a su espalda el edificio martirizado de la Biblioteca Nacional, pasaba por Cibeles y luego continuaba en coche, desde Alcalá o Gran Vía en dirección al frente. Trabajaba durante todo el día, asomada con su cámara a los precipicios de la muerte que llegaban hasta las trincheras del Hospital Clínico, a apenas unos cientos de metros de los primeros bares de Madrid. Manejaba la cámara como un fusil de asalto. Capa la veía cambiar la película, recostada contra un talud mientras le estaban disparando, las aletas de la nariz dilatadas, la piel sudorosa, segregando adrenalina por todos los poros, sin abrir la boca, lanzando intensas miradas en torno entre foto y foto.

Se arriesgaban cada vez más. Pero eran demasiado guapos, demasiado jóvenes, con una especie de desenfado deportivo. A nadie se le ocurría temer por ellos. Tenían el aura de los dioses. Los soldados se alegraban al ver llegar a Gerda como si su presencia les sirviera de talismán. Si la pequeña rubia -como la llamaban- estaba cerca, las cosas no podían ir tan mal. Algunos meses después, Alfred Kantorowicz le confesaría, cuando volvieron a coincidir al sur de Madrid, en La Granjuela, que nunca había visto a sus brigadistas tan limpios y bien afeitados como cuando ella rondaba con su cámara por allí cerca. La barahúnda de los hombres alrededor de los espejos y las fuentes de agua era constante. Los corresponsales extranjeros se peleaban por poder cederle el lugar o poder llevarla en sus vehículos. André Chamson la invitó a viajar a bordo de la limusina requisada que le habían adjudicado. Ella correspondía a todos con aquella peculiar sonrisa suya irónica y afectuosa al mismo tiempo, amable con todos, pero sin abdicar de nada. El general Miaja le regaló la primera rosa de abril, durante una entrevista, mientras recorrían juntos los jardines de la Alianza. También charlaba a menudo con Rafael Alberti en la biblioteca de la casona. Ella le enseñó al poeta a revelar sus primeros negativos en el sótano del edificio, donde habían instalado un pequeño laboratorio. Hasta María Teresa León la adoraba con una mezcla de instinto maternal y rivalidad femenina.

En público tenía un encanto que tentaba a todos. Eso era algo que Capa había admirado en ella desde el principio, pero ahora no estaba tan seguro. Empezaba a dudar de todo. La relación entre ellos había vuelto a la intermitencia de los primeros tiempos. Eran amigos del alma, compañeros inseparables, colegas, socios. Y a veces -sólo a veces- dormían juntos. Como pareja se habían replegado a la aparente inocencia de un territorio neutral. Pero él era demasiado orgulloso para ser un amante secreto. No podía soportarlo. Cuando ella estaba atrincherada en la muralla de su independencia o mantenía una conversación en privado con alguien y él estaba a su lado, en un grupo más amplio, se ponía a contar en voz alta chistes que a él mismo no le hacían ninguna gracia, presa de una extraña locuacidad. Siempre hacía lo mismo cuando se sentía desplazado. Interpretaba todos y cada uno de los gestos de ella como si se tratara de un código en clave. Sospechaba que lo había sustituido por otro. En una ocasión la había visto en el vestíbulo, agarrando por las solapas a Claud Cockburn, el corresponsal del London Worker, al tiempo que se reía mucho de algo que él le había susurrado al oído. Durante días se dedicó a seguir al periodista y a hacerle la vida imposible. Pero a qué demonios estaba jugando ella. Ya no confiaba en las muestras de cariño que Gerda le profesaba cuando le acariciaba el pelo al pasar por su lado o al apoyarse en su hombro cuando les coincidía sentarse juntos. O está conmigo o contra mí, pensaba.

Pero cuanto más luchaba contra la presencia de ella, más se obsesionaba con su cuerpo, la planicie de su estómago, la curva leve del tobillo, el hueso saliente de la clavícula. Ésa era su única geografía. Necesitaba acostarse con ella no una noche, sino todas las noches, tumbarla boca arriba en una de aquellas camas con dosel, abrirle los muslos y adentrarse en ella, domándola a su ritmo, hasta hacerle perder el dominio, hasta suavizar aquellas aristas de dureza que se le ponían a veces en el rostro y que tan distante la hacían parecer. Igual que el viento va puliendo las rocas desnudas. La última vez fue así. Fuerte, violento. Cayeron los dos de rodillas, él con la cabeza metida debajo de la camisa de ella y el sabor salado de sus dedos en la boca antes de empezar a dar rienda suelta a su deseo. La sujetó del pelo y tiró de él fuerte hacia atrás, las facciones trastornadas, furioso, voraz, con besos convertidos en mordiscos y caricias detenidas en el límite mismo del arañazo. Le hizo el amor salvajemente, como si la odiara. Pero lo que odiaba era el futuro.

– Me largo -le dijo con la cabeza baja, sin mirarla, antes de salir descalzo de su habitación.

Era lo único que podía hacer. Estaba volviéndose loco. Además ella sabía apañárselas muy bien sola.

Estaba centrada en su trabajo más que nunca. Tenía la costumbre de levantarse temprano y regresar con la última luz del día. Al amanecer recorría el parque del Oeste y todo el intrincado sistema de trincheras excavado alrededor de la Ciudad Universitaria. De regreso del frente caminaba por la avenida del quince y medio, cruzándose con los viandantes, sorteando con indiferencia el cadáver de algún ciudadano desafortunado, curtida ya de espantos ante la muerte, con una coraza que se le había ido formando sin darse cuenta a lo largo de casi un año de guerra. Se paró de pronto ante la cartelera de un cine. Allí estaba Jean Harlow, una muchacha, medio mala, medio buena, mitad ángel, mitad vampiresa, como cualquier personaje susceptible de redención y a su lado Clark Gable, su salvador, sonriente, brutal, tierno, el hombre que debía ponerla a prueba, apartarla, rebajarla un poco, despreciarla y al mismo tiempo responder a su amor con un amor encarnizado, de la misma naturaleza. La historia de siempre. Todo ese interior violento y complicado para defenderse de la propia ternura. El cine con su tributo de sueños y sombras.

A mediados de marzo los sublevados intentaron un nuevo asalto sobre Madrid desde el nordeste. Pero el ataque de las tropas italianas enviadas por Mussolini fue contestado con una gran contraofensiva que terminó con la victoria republicana en Guadalajara. Gerda recorrió las zonas conquistadas, circulando por carreteras estrechas, llenas de barro, con un gran trasiego de camiones y carros de combate. Ese día llegó a la Alianza cansada y pálida, con el trípode de la cámara agujereado de balas fascistas.