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– ¡Me cago en Dios!

Ese mismo día negoció con Ce Soir su viaje hacia Biarritz y desde allí cogió una avioneta francesa con dirección a Bilbao.

Otra vez el cielo bajo el balanceo del motor, aquella claridad azulada, limitada al sur por la silueta negra de la costa. Los aviones alemanes continuaban bombardeando las trincheras vascas en las laderas del monte Sollube, y los tanques franquistas avanzaban implacables por carretera. Pero en el interior de la ciudad asediada la situación todavía era peor. Capa veía cómo se alzaban entre las ruinas mujeres y niños como fantasmas sucios con el sol caldeando los muñones desventrados de los edificios y aquel olor a ciudad reventada con cadáveres pudriéndose bajo los escombros, un olor que se pega a la piel durante días aunque uno se restriegue bien con jabón en el baño. Imposible de olvidar. Como los rostros de las madres en el puerto de Bilbao. Estaban allí de pie, en un puerto bombardeado y hambriento, despidiéndose de sus niños con sus maletitas pequeñas mientras los embarcaban a bordo de barcos franceses y británicos que habían tenido que romper el bloqueo para poder evacuarlos. Se mordían los labios para que los críos no las vieran llorar mientras los repeinaban bien guapos y les abrochaban hasta arriba el cuello de los abrigos. Sabían que no iban a volver a verlos. Algunos eran tan pequeños que iban en mantillas en brazos de sus hermanos mayores, de cinco o seis años.

Capa miraba a un lado y a otro, como si ya no pudiera hacer más fotos. Tenía las manos crispadas. Se sentó entre unos sacos al lado del reportero Mathieu Corman. Prefería mil veces el campo de batalla. Estuvieron allí un buen rato, los dos solos, contemplando el agua negra, mientras se alejaban los barcos, fumando, sin decir palabra.

Pensaba en la imposibilidad de transmitir lo que uno siente cuando presencia algo así. La muerte no era lo peor, sino esa extraña distancia que se mete para siempre en el alma como un frío irreparable. Se vio a él mismo saliendo en tren de Budapest con diecisiete años, un par de camisas, unas botas de doble suela, unos pantalones bombachos y ningún lugar adonde ir. La Leica se le había quedado pequeña para retratar aquello. Necesitaba una cámara que pudiese captar el movimiento, una cámara de cine. No bastaba la fotografía fija para transmitir las voces de los niños, los barcos yéndose, las mujeres de pie en los muelles hasta el anochecer, sin que hubiera forma humana de arrancarlas de allí, creyendo ver todavía en el horizonte el puntito diminuto de los barcos. La humedad que volvía resbaladizas las pasarelas. La extensión sombría e inmensa del mar.

Fue Richard de Rochemont, director de la serie documental March of Time, quien a su regreso a París le dio la oportunidad de probar con una cámara de cine. Era un tipo afable y moderado, educado en Harvard. Le enseñó a Capa las nociones mínimas de uso de la cámara y le ofreció un pequeño adelanto a cuenta con el encargo de filmar algunas secuencias de la guerra de España para incluir en la serie. La cámara era una Eyemo pequeña y fácil de manejar. En aquellos días eran frecuentes los proyectos de películas y documentales sobre la realidad española. Geza Korvin, el amigo de Capa de la infancia, estaba filmando la unidad de transfusiones de sangre del doctor Norman Bethune con el fin de recaudar fondos en Canadá. Y Joris Ivens, casado con otra de sus amigas de Budapest, había empezado a rodar The Spanish Earth.

El cine era la gran tentación en aquellos días de barro y estrellas.

Así fue como Gerda lo vio aparecer en el puerto de Navacerrada, con un jersey negro de punto grueso y la Eyemo al hombro. También ella tenía algo que estrenar: una Leica nueva y reluciente, comprada en su último viaje a París. Su tesoro más preciado.

Caminó despacio hacia él.

– ¿Cómo estás? -le preguntó. La voz insegura, el corazón latiéndole fuerte en la vena del cuello.

– ¿Cómo quieres que esté? -sonrió él algo confuso, pasándose la mano por el pelo-. Hecho mierda.

Se acercó un poco más a ella. Lo que le hizo pensar que iba a abrazarla, pero se limitó a pasarle con mucha delicadeza el dedo índice por la frente, apartándole el flequillo, y retirarlo al instante. Un gesto mínimo. Los dos se quedaron allí parados, a un palmo uno de otro, sonriendo un poco, con un punto de complicidad, serios de pronto, mirándose tensamente a los ojos con asombro y pavor, como testigos de un prodigio simultáneo que los traspasaba cada vez que volvían a encontrarse.

El ejército republicano acababa de iniciar una ofensiva al mando del general Walter cerca de Segovia y lo que Gerda y Capa deseaban por encima de todo era tener imágenes de una gran victoria. Trabajaron codo con codo, acompañando a las tropas en primera línea, intercambiándose la Leica y la Eyemo. El cielo gris, los soldados moviéndose entre los pinares, la densidad grumosa de la tierra cuando la golpeaban con las botas para quitarse el frío de madrugada. Filmaron las maniobras de los carros de combate, los blindados moviendo el cañón a derecha e izquierda mientras avanzaban, los oficiales hablando por teléfono y estudiando los mapas topográficos dentro de una carpa sobre una mesa de caballete, los zapadores junto a una pila de proyectiles marcados en la parte lateral con garabatos escritos con tiza amarilla. Pero ninguno de los dos tenía experiencia con el cine. Utilizaban la Eyemo como si fuera una cámara de fotos. Tomaban una buena imagen fija y después hacían un barrido de metro y medio, a modo de fotogramas ampliados. Muy pocas tomas pudieron ser utilizadas en la serie March of Time, sin embargo algunos de los fragmentos rodados le sirvieron de gran ayuda a su amigo Hemingway para la novela que estaba escribiendo y que se iba a titular: Por quién doblan las campanas.

Tampoco las tropas republicanas tuvieron éxito. El ataque fracasó y una vez más Gerda y Capa regresaron a Madrid sin las imágenes deseadas. Pero el ambiente ya se había apoderado de ellos, la luz de los campos bajo el último sol, los pañuelos de las mujeres reparando un camino donde había estallado una mina, el azul oscuro de las últimas estribaciones de la sierra, el olor del café a primera hora en el campamento con el círculo de montañas enemigas al fondo. Capa lo miraba todo con la nostalgia anticipada de cuando tuviera que abandonar aquel país para siempre. Muchas veces pensaba que España era un estado de ánimo, una parte un poco fantasmal de la memoria en la que ella se quedaría fijada para siempre y de la que él jamás lograría salir del todo.

Fueron días de trabajo duro y desesperanza: la derrota, la muerte de los amigos, el general Lukacz acababa de ser abatido en el frente de Aragón, la lucha casa a casa en los suburbios de Carabanchel. Llegaban por la noche reventados al número 7 de la calle Marqués del Duero, sin ganas de nada ni tiempo para pensar en ellos mismos. Sólo una victoria republicana podía sacarlos de aquel callejón en el que se encontraban.

A finales de junio se dirigieron al sur de Madrid, donde estaba el cuartel general del Batallón Chapaiev, cerca de Peñarroya. Cuando Alfred Kantorowicz vio aparecer a Gerda, con su cámara colgada al cuello y un rifle al hombro, sonrió y se metió en la tienda a cambiarse de camisa. No la había olvidado desde el día en que ella había hecho su entrada triunfal en el café Ideal Room de Valencia.

Su presencia tenía ese efecto inmediato sobre los hombres. Despertaba sus instintos más básicos. Ese mismo día los soldados reprodujeron ante su cámara una pequeña batalla que había tenido lugar días antes en La Granjuela. Necesitaban grabar imágenes para el documental y con la Eyemo en sus manos no les resultaba fácil decantarse entre ser reporteros o directores de cine. No le vieron ningún problema a reconstruir en la ficción un acontecimiento histórico. Sin embargo la pulsión del directo seguía siendo mucho más fuerte. Al día siguiente siguieron a la compañía hasta la línea de frente. La posición era extremadamente peligrosa. Gerda se echó la cámara al hombro, y ante la admiración de los brigadistas y las maldiciones en arameo de Kantorowicz, recorrió los ciento ochenta metros que la separaban de la trinchera a plena luz, sin que nadie la cubriera.