– ¿Eres tú?
– Bueno -respondió dubitativa-, no siempre.
Ahora reían los dos como si les uniera una complicidad antigua.
– No te había reconocido -se justificó André, mirándola entre asombrado y divertido con el ojo izquierdo un poco guiñado como si fuera a disparar de un momento a otro, igual que un cazador que enfila a su presa-. Te queda bien el pelo así tan rojo.
– Seguramente, sí -dijo ella volviendo apoyar los codos en la balaustrada del balcón. Iba a decir algo sobre el Sena, sobre lo bien que se veía el río esa noche con la luna ahí arriba cuando lo escuchó decir:
– No me extraña que en noches como ésta la gente se tire de los puentes.
– ¿Qué?
– Nada, una especie de verso -dijo.
– Es que no te oí, de verdad, por la música.
– Que a veces quiero matarme, pelirroja, ¿te enteras? -dijo ahora bien alto, mirándola a los ojos y sujetándole fuerte la barbilla, pero sin dejar de sonreír con una punta de sarcasmo en la comisura de los labios.
– Sí, ahora te he oído, pero no hace falta que grites -respondió ella quitándole el vaso, sin inmutarse. Hasta ese momento no había caído en la cuenta de que estaba completamente borracho.
Al rato ya caminaban solos por el ribazo del río y ella lo dejaba hablar entre atenta y condescendiente como si a él le hubiera dado un acceso de fiebre o estuviera enfermo de una cosa sin importancia que se le iba a pasar pronto.
La cosa en sí, se le pasara o no, podría llamarse decepción, orgullo herido, ganas de dejarse querer, cansancio… Acababa de regresar del Sarre de hacer un reportaje para la revista Vu. El Sarre… -dijo como si soñara.
Y Gerta entendió lo que quería decir. O sea, Sociedad de Naciones, carbón, Bonjour, Guten Tag… todo eso. André le contó que había llegado a Saarbrüken la última semana de septiembre con estandartes y carteles con la esvástica por todas partes. Anduvieron un trecho por la orilla un poco tambaleantes, más tambaleante él que ella, mirando la luna, con el cuello del abrigo levantado por el relente del río. Había ido con un amigo periodista llamado Gorta -continuó diciendo- un tipo más parecido a un personaje de Dostoievski que a John Reed, con el pelo largo y liso, a lo sioux. Las nubes de polvo de carbón se colaban por todas partes como un viento en forma de torbellino. Hay vientos constantes y vientos variables, que cambian de dirección y con su fuerza pueden derribar a un caballo y su jinete, vientos que se reorientan en un instante y llegan a cambiar el sentido de las agujas del reloj, vientos que pueden soplar durante años, vientos del pasado que viven en el presente.
El discurso de André no resultaba demasiado hilvanado. Pasaba de una cosa a otra, sin transición, con palabras más bien torpes, sin embargo Gerta, por alguna razón, tenía, al menos aquella noche, el don de poder ver dentro de sus palabras como si fueran imágenes: el primer plano de un ciclista leyendo las listas que los nazis pegaban en los postes de la luz, obreros bebiendo cerveza bajo una cruz gamada o tumbados a la sombra de los contenedores, el gris sucio del cielo, la calle principal de Saarbrüken con los estandartes colgados de los balcones, la gente saliendo de las fábricas, de los cafés, saludándose con el «Heil Hitler», el brazo en alto, la sonrisa casual, inocente, como si dijeran «Feliz Navidad».
Todavía faltaban unos meses para el plebiscito en que el territorio tenía que decidir entre integrarse definitivamente en Francia o pasar a formar parte de Alemania. Pero según las fotografías no había duda. Toda la cuenca carbonífera era territorio ganado para el fascismo. «El Sarre. Aviso. Alta tensión», se titulaba el reportaje. Texto e imágenes firmadas por el enviado especiaclass="underline" Gorta. El nombre de André no aparecía por ningún lado. Como si no fueran suyas las fotos.
– No existo -dijo, con las manos en los bolsillos de la chaqueta, encogiéndose de hombros, pero ella vio perfectamente cómo se endurecían las arrugas verticales que tenía a los lados de la boca-. No soy nadie -sonrió con humor acre-. Sólo un fantasma con una cámara. Un fantasma que fotografía a otros fantasmas.
Tal vez fue en ese momento cuando ella decidió adoptarlo, con aquellos ojos de perro spaniel abandonado a la orilla del Sena. Ahora estaban sentados en un banco de tablas. Oían los árboles, el río. Gerta tenía las piernas flexionadas y estaba abrazada a sus rodillas. Lo más peligroso para algunas mujeres es que alguien les ponga en la mano una varita de hada madrina. Te voy a salvar, pensó. Puedo hacerlo. Quizá me salga caro y es posible que no te lo merezcas, pero te voy a salvar. No hay sensación más poderosa que ésa. Ni el amor, ni la piedad, ni el deseo. Aunque eso Gerta todavía no lo había aprendido, era demasiado joven. Por eso le acarició la cabeza con un gesto a mitad de camino entre revolverle el pelo y tomarle la fiebre.
– No te preocupes -le dijo asomando la barbilla por encima del jersey con voz de hada tierna-. Lo único que necesitas es un manager. -Sonreía. Sus dientes eran pequeños y luminosos, los dos delanteros separados en el centro por una pequeña ranurita. No era una sonrisa de mujer hecha y derecha, sino de niña, o más bien de chico intrépido, una sonrisa aventurera, como la que se esgrime ante un compañero de juegos. Lo miraba ladeando un poco la cabeza, burlona, inquisitiva, mientras una idea corría por su cabeza como un ratón por el techo-. Voy a ser tu manager.
V
Al principio fue sólo un juego. Esta camisa me gusta, ésta no. Mientras él entraba en el vestidor de los almacenes La Samaritaine, ella lo esperaba, displicente, recostada en una especie de diván de terciopelo rojo en la entrada de los probadores con las piernas cruzadas, balanceando un pie hasta que lo veía salir convertido en un figurín, lo miraba de arriba abajo con cara de guasa, enarcadas las cejas, le hacía dar una vuelta al ruedo y siempre fruncía un poco la nariz, antes de darle definitivamente el visto bueno. Realmente parecía un actor de cine: bien afeitado, camisa blanca, corbata, zapatos limpios, el pelo cortado a la americana. Sus ojos, sin embargo, seguían siendo los de un gitano. Con eso no había nada que hacer.
A ella le gustaba la distancia que él dejaba a su alrededor, un espacio necesario para que cada cual ocupara su lugar. Él no se molestaba cuando ella le reprendía o le daba demasiadas indicaciones. Empezó a llamarla «la jefa». Ese pacto le infundía a los dos una energía particular, como si existiera un código de aire entre ellos, cuando se encontraban en la terraza del Dôme, sin haberse citado previamente o él pasaba silbando bajo su ventana como quien no quiere la cosa, o cuando coincidían en el mismo restaurante de la primera vez por casualidad. Aunque a aquellas alturas los dos sabían que un encuentro casual era probablemente lo menos casual en sus vidas.
La operación cambio de imagen consiguió un resultado inmediato. Gerta tenía razón. Una vez más se habían demostrado las enseñanzas de su madre. La elegancia no sólo puede salvarte la vida, sino que también puede ayudar a ganártela. La segunda entrega del reportaje sobre el Sarre, fue la consagración de André. La apariencia del éxito llama al éxito.
Ruth subió las escaleras a toda prisa con la barra de pan para el desayuno en una mano y el último número de la revista Vu en la otra. EL SARRE, SEGUNDA ENTREGA, rezaba el titular: LO QUE OPINAN SUS HABITANTES Y POR QUIÉN VAN A VOTAR. Gerta la esperaba de puntillas en el rellano todavía en pijama, con calcetines gruesos y los ojos un poco hinchados con restos de sueño. Era muy temprano, pero apenas podía contener la impaciencia. Abrió un claro en la mesita de la cocina, apartó la tetera, las tazas y desplegó la revista de par en par como un mapa del mundo: título relampagueante, disposición del texto en diagonal y las fotos que ella había visto en hojas de contactos pegadas en los azulejos del lavabo, aparecían ahora ampliadas y bien remarcadas sobre la página. Inhaló el olor de la tinta de impresión como el aroma de los cromos que compraba de cría. La firma de André Friedmann venía con caracteres en negrita. Gerta sonrió por encima de la camiseta gris del pijama y alzó instintivamente su puño al aire en señal de victoria, exactamente igual que Joe Jacobs cuando levantó ante los flashes de la prensa el guante de campeón de Max Schmeling. Al fin y al cabo no todos los combates de boxeo se libraban dentro del ring.