– Si ha leído el libro del profesor Hallorsen, espero que leerá también el Diario de mi hermano.
– Jamás leo nada – contestó lord Saxenden -. No tengo tiempo. Pero ahora recuerdo. Su hermano mató a un hombre en Bolivia, ¿verdad? Y perdió los transportes.
Tuvo que disparar para salvarse y fue necesario que hiciese fustigar a dos hombres por sus continuas crueldades con las mulas. Luego, todos ellos, salvo tres, desertaron y ahuyentaron a los animales. Era el único hombre blanco en medio de un grupo de mestizos.
De repente, recordando la advertencia de sir Lawrence «i Lánzale la mirada boticeliana, Dinny!», levantó los ojos hacia los suyos, astutos y fríos.
– ¿Podría leerle unos fragmentos de su Diario? – Bueno, si hay tiempo.
– ¿Cuándo?
¿Esta noche? He de irme mañana, después de la cacería.
– Elija usted el momento – dijo ella, audazmente.
– Antes de cenar va a ser imposible. Tengo que escribir algunas cartas urgentes.
– Puedo quedarme levantada toda la noche, si es necesario – repuso, sorprendiéndose mientras le echaba una mirada escudriñadora.
– Veremos – respondió él, bruscamente.
En ese momento fueron alcanzados por los demás. Logrando evitar la última batida de la cacería, Dinny regresó sola a casa. Su sentido del humor la cosquilleaba, pero se sentía algo perpleja. Con mucha astucia, llegó a la conclusión de que el Diario no produciría el efecto deseado, de no convencerse lord Saxenden de que podría sacar de él alguna ventaja personal; y más claramente que nunca vio lo difícil que resultaba pedir algo sin desprenderse de nada.
Una bandada de palomos silvestres se levantó de unas cuantas gavillas que estaban a su derecha, y cruzó volando en dirección al bosque, a orillas del río. La luz extendíase horizontalmente y los rumores del atardecer flotaban en el aire. El sol, que se ponía, proyectaba sus últimos rayos dorados sobre los rastrojos; las hojas, recién brotadas eran una promesa de color y, a lo lejos, la -línea azul del río brillaba entre los árboles que lo bordeaban. En el aire, el olor húmedo y ligeramente acre del otoño incipiente se mezclaba con el del humo de leña que ya se levantaba de las chimeneas de las casas de campo. ¡Una hora maravillosa, un maravilloso-atardecer! ¿Qué párrafos del Diario podía leer? Su mente titubeaba. Veía el rostro de Saxenden mientras decía: «¿Su hermano? Ah!» Veía detrás de aquella risa su carácter duro, rígido, calculador e insensible. Recordaba las palabras de sir Lawrence. «¿Que si los había, querida? ¡ Hombres de valía inapreciable!»
Había leído poco tiempo antes las Memorias de uno que durante todo el período de la guerra pensó en movimientos y números y que, con una sola exclamación de espanto, había renunciado a pensar en los sufrimientos escondidos detrás de aquellos movimientos y de aquellos números; en la voluntad de ganar la guerra parecía haberse impuesto el deber de no pensar jamás en el lado humano de los problemas y, ella estaba segura, no se lo hubiera podido figurar ni de «quererlo» hacer. ¡Hombre de valía! Había oído hablar a Hubert desdeñosamente de aquellos «estrategas de salón» que se habían complacido con la guerra, excitados por él interés de combinar movimientos y números y de saber antes que nadie esto y lo de más allá y por la importancia que, debido a eso, se atribuían. Recordaba un párrafo de otro libro leído recientemente, que trataba de los hombres que dirigían lo que se llama progreso: estaban en los Bancos, en las oficinas de la City, en los despachos gubernamentales; todos ellos combinaban movimientos y números sin preocuparse de la carne y de la sangre, excepto de la suya propia; hombres que, sobre el papel, iniciaban esta o aquella empresa diciéndoles a éstos o a aquéllos
«! Haced lo que se os dice y hacedlo bien, o que el diablo os lleve!» Hombres con sombrero de copa o bien con traje de deporte, que guiaban la máquina de las empresas tropicales, de la extracción de minerales, de los grandes almacenes, de las construcciones, de los ferrocarriles, de las concesiones acá y acullá y en dondequiera que fuese.!Hombres de valía Hombres alegres, bien alimentados, indomables, de ojos glaciales, Siempre comiendo, siempre enterados de todo, despreocupados del coste de las vidas humanas y de los humanos sentimientos. «Sin embargo – pensó – deben tener verdadero valor, pues, de otro modo, ¿cómo podríamos tener goma, o carbón, o perlas, o ferrocarriles, o Cambio y Bolsa; o guerras?». Pensó en Hallorsen. Él, cuando menos, trabajaba y sufría por sus ideas, dirigía sus propias empresas y no se quedaba en su casa enterándose de todo, comiendo jamón, despellejando liebres y mandando los movimientos de los demás.
Entró en las tierras del Manor y se detuvo en el campo de «croquet». Su tía Wilmet y lady Henrietta parecían estar poniéndose de acuerdo en mantener cada una su propia opinión. Apelaron a ella.
– ¿Está bien de este modo, Dinny?
– No. Cuando las pelotas se tocan, se continúa jugando pero, tía, no debes mover la pelota de lady Henrietta cuando le das a la tuya.
– Yo he dicho lo mismo – exclamó lady Henrietta.
– Desde luego, lo has dicho, Hen. Estoy en una posición magnífica. Bueno, mantengo mi opinión y continúo jugando – y tía Wilmet dio un golpe a su pelota enviándola al otro lado del pequeño arco, moviendo al hacerlo varias pulgadas la pelota de su contrincante.
– ¿No es una mujer sin escrúpulos? – musitó lady Henrietta en tono plañidero. Dinny comprendió en seguida la gran ventaja práctica de ponerse de acuerdo para conservar cada cual su propia opinión.
– Te pareces al Duque de Hierro, tía -manifestó salvo que tú no usas la palabra «condenado» tantas veces como él.
– Sí que la usa – manifestó lady Henrietta -. Su lenguaje es espantoso.
– Sigue, Hen – dijo tía Wilmet, halagada. Dinny las dejó y se encaminó hacia la casa. Se vistió y entró en la habitación de Fieur.
La doncella personal de su tía estaba pasando una diminuta maquinilla por el cogote de Fleur, mientras Michael, situado en el umbral del vestidor, sostenía entre los dedos las Puntas de su corbata blanca.
Fleur se volvió.
– Hola, Dinny! Entra y siéntate. Está bien así, Powers. Gracias. Ahora, Michael.
La doncella se fue y Michael avanzó para hacerse anudar la corbata.
– ¡Listo! -,-dijo Fleur y, mirando a Dinny, añadió – ¿Has venido para hablar de Saxenden?
– Sí. Esta noche tengo que leerle unos párrafos del Diario de Hubert. La cuestión es la siguiente: ¿cuáles son los puntos adecuados a mi juventud e…
– ¿Inocencia, no, Dinny? Jamás serás inocente, ¿verdad, Michael?- emitió una risita en son de mofa.
– Jamás inocente, pero siempre virtuosa. De niña, Dinny, eras el más corrompido de los angelitos. Siempre tenías aspecto de preguntarte por qué te faltaban las alas. Era como un vivo deseo oculto.
– Probablemente me preguntaba por qué me las habían arrancado.
– Hubieras tenido que llevar pantaloncitos largos y cazar mariposas, como las dos niñas de Gainsborough, en la Natio nal Gallery.
– Basta con esas amenidades – dijo Fleur -. Ha tocado ya la campana de la cena. Podéis ocupar mi salita y, si das un golpe, Michael entrará con un zapato, como si hubiera ratones.
– Espléndido – exclamó Dinny -. Pero creo que se portará como un cordero.
– Nunca se sabe – repuso Michael -. Se parece más a un chivo.
– Esta es la habitación – indicó Fleur, mientras salían -. Cabinet particulier. ¡Buena suerte!…
CAPÍTULO X
Sentada entre Hallorsen y el joven Tasburgh, Dinny veía oblicuamente a su tía y a lord Saxenden, al extremo de la mesa, y a Jean Tasburgh cerca del ángulo, a su derecha. Era un magnífico leopardo. La piel leonada, las facciones irregulares, los ojos maravillosos de la joven, la fascinaban. Parecían fascinar también a lord Saxenden, cuyo rostro estaba más colorado y más genial de cuanto Dinny hubiera visto hasta entonces. Sus atenciones para con Jean, efectivamente, obligaban a lady Mont a contentarse con la conversación deshilvanada de Wilfred Bentworth. Porque el Squire, a pesar de ser un personaje mucho más distinguido, demasiado distinguido para aceptar el título de Par, estaba, de acuerdo con las leyes de la precedencia, sentado a su izquierda. A su lado, Fleur acaparaba la atención de Hallorsen, de modo que Dinny se hallaba expuesta al bombardeo del joven Tasburgh. Este hablaba con soltura y franqueza, como un hombre aún no encallecido por el trato con mujeres, y manifestaba lo que Dinny definía como «una admiración transparente». No obstante, quedó sumida por lo menos dos veces en lo que él describió como un «medio ensueño», con el rostro inmóvil y ligeramente ladeado mirando a la hermana del joven.