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– ¡Ah! – dijo él -. ¿Qué piensa usted de ella? – Que es fascinadora.

– Aunque se lo diga, no cambiará en lo más mínimo. Es la muchacha más positiva de la tierra. Parece sentirse bastante atraída por su vecino. ¿Quién es?

– Lord Saxenden.

– ¡Oh! ¿Y quién es el John Bull de la esquina de nuestro lado?

– Wilfred Bentworth. Todos le llaman el «Squire». – ¿Y el que habla con la mujer de Michael?

– El profesor Hallorsen. – Buen mozo.

– Eso dicen – contestó Dinny, secamente. – ¿No lo cree usted así?

– Un hombre no debería ser tan guapo. – Me alegro de oírselo decir.

– ¿Por qué?

– Porque así, también los feos podrán tener alguna ocasión.

– ¡Oh! ¿Usted las busca a menudo?

– ¿Sabe?, estoy terriblemente contento de haberla encontrado finalmente a usted.

– ¿Finalmente? ¡Pero si jamás había oído hablar de mí hasta esta mañana!

– No. Pero eso no impide que sea usted mi ideal.

– ¡Dios me ampare! ¿Es éste el modo de proceder que tienen en la Marina?

– Sí. La primera cosa que nos enseñan es a tomar rápidamente nuestras decisiones.

– Señor Tasburgh… – Alan.

– Comienzo a comprender eso de «en cada puerto un amor».

– Yo -repuso Tasburgh con seriedad – no tengo ni uno. Usted es la primera mujer que he deseado.

– ¡Uh! o quizá será mejor decir ¡cucú!

– ¡Es un hecho! Compréndame, la Marina es muy activa. Cuando vemos lo que queremos, hemos de cogerlo en seguida. ¡Se nos presentan tan pocas oportunidades!

Dinny río.

– ¿Cuántos años tiene usted? – Veintiocho.

– ¿Entonces no estuvo en Zeebrugge?

– Estuve

– Entiendo. Por lo visto, lanzarse al asalto se ha vuelto para usted una costumbre.

– Aun a riesgo de hacerlo saltar todo por los aires. Lo miró con una expresión de afabilidad.

– Ahora tengo que hablar con mi enemigo. – ¿Enemigo? ¿Puedo ayudarla en algo?

– Si no logro lo que deseo, su muerte no sería ninguna ventaja.

– Lo siento. Me parece un hombre peligroso.

– Atienda a la señora Charles; le espera – murmuró Dinny. Y se volvió hacia Hallorsen.

– Señorita Cherrell… – dijo éste con deferencia, como si ella acabase de caer de la luna.

– He oído decir que ha disparado usted de un modo asombroso.

– ¡Bueno! No estoy acostumbrado a esperar que los pájaros le rueguen al cazador que tire, como lo hacen aquí. A lo mejor, con el tiempo, llegaré a habituarme, pero por el momento lo considero una experiencia completamente nueva.

– ¿Le ha parecido hermoso el jardín?

– Desde luego – exclamó -. Estar en la misma casa que usted es un privilegio que aprecio profundamente, señorita Cherrell.

«¡Cañones a mi derecha, cañones a mi izquierda!» – reflexionó Dinny.

– ¿Ha estado usted pensando -preguntó repentinamente,- qué podrá hacer con respecto al asunto de mi hermano

Hallorsen bajó la voz.

– Siento una gran admiración hacia usted, señorita Cherrell, y haré lo que usted me diga. Si lo desea, enviaré una carta a los periódicos retirando las observaciones hechas en mi libro.

– ¿Y qué quiere a cambio de eso, profesor Hallorsen? – Bueno… nada más que su benevolencia.

– Mi hermano me ha entregado su Diario para que lo haga publicar.

– Si eso puede servirle de consuelo… hágalo.

– Me pregunto si ustedes dos intentaron alguna vez comprenderse.

– Creo que no.

– Sin embargo, eran sólo cuatro hombres blancos, ¿no es así? ¿Puedo preguntarle qué había en mi hermano que le irritaba a usted?

– De decírselo, me guardaría usted rencor. – ¡Oh, no! «Puedo» ser imparcial.

– Bien, ante todo encontré que ya había decidido demasiadas cosas y que no quería cambiar de parecer. Estábamos en un país que ninguno de nosotros conocía, entre mestizos y gente casi incivilizada, pero el capitán Cherrell pretendía que se hicieran las cosas como las habrían hecho aquí, en Inglaterra. Quería que se establecieran unos reglamentos y que éstos fueran observados. Y estoy seguro que, de habérselo permitido, se hubiese cambiado de traje para cenar.

– Creo que debe usted recordar – lo interrumpió Dinny -, que los ingleses hemos encontrado ventajas por doquier gracias a nuestra norma de observar las formalidades. Alcanzamos nuestros fines en cualquier parte, por salvaje que sea, porque siempre nos mantenemos ingleses. Leyendo el Diario, se me antoja que mi hermano fracasó por no ser lo suficientemente estúpido.

– Desde luego, no es el típico John Bull – dijo él, indicando con un signo de la cabeza el extremo de la mesa-, como lord Saxenden y el señor Bentworth. Quizá, de ser así, le hubiese comprendido mejor. No; es muy sensible y está sometido a una disciplina de hierro. Sus emociones lo roen interiormente. Se parece a un caballo de carreras enganchado a un coche de punto. Me figuro, señorita Cherrell, que la suya es una familia muy antigua.

– Aún no ha llegado a la senectud.

Vio que su mirada se posaba sobre su tío Adrián, pasando luego a su tía Wilmet y de ésta a lady Mont.

– Me gustaría discutir sobre las viejas familias con su tío, el conservador.

– ¿Qué más le parecía desagradable en, mi hermano?

– Bueno, me daba la sensación de que yo era un hombre muy tosco.

Dinny frunció el entrecejo.

– Estábamos en un país infernal, si usted me permite la expresión – continu6 Hallorsen -, un país de materia bruta. En realidad, yo mismo era materia bruta. Tenía que encontrarme con otra materia bruta y vencerla; y esto era lo que él no quería ser.

– Quizá no podía. ¿No cree usted que el verdadero mal estriba en que usted es americano y él inglés? Confiese, profesor, que los ingleses no le gustamos.

Hallorsen rió

– «Usted» me gusta terriblemente. – Gracias, pero cada regla…

El rostro de Hallorsen se endureció.

– Bien – dijo -, no me agrada que alguien se atribuya tina superioridad en la que no creo.

– Pero, ¿acaso tenemos el monopolio de eso? ¿Y los franceses?

– De ser un orangután, señorita Cherrell, me importaría un bledo que un chimpancé se creyese superior a mí.

– Creo entender que usted alude a que hay excesiva distancia. Pero, perdone, profesor, ¿y ustedes? ¿No son el pueblo predestinado? ¿No lo dicen así a menudo? ¿Y acaso se cambiarían con cualquier otro pueblo?

– Decididamente, no

– ¿Y no es eso atribuirse una superioridad en la que «nosotros» no creemos?

Hallorsen volvió a reír.

– Me ha puesto usted en una situación embarazosa; pera no hemos tocado el nudo de la cuestión. En cada hombre existe un «snob». Nosotros somos un pueblo nuevo; no poseemos sus raíces ni sus antigüedades; no tenemos la costumbre de darnos por supuestos; somos demasiado múltiples y varios en suma, aún nos hemos de formar. Pero, aun así, tenemos muchas cosas que podrían despertar la envidia de ustedes, aparte de nuestros dólares y de nuestros cuartos de baño.

– ¿Qué podríamos envidiarles? Me gustaría mucho ver claro en esta cuestión.

– Señorita Cherrell, nosotros sabemos que poseemos cualidades y energías, fe y circunstancias favorables que, en realidad, tendrían que envidiamos y, cuando no lo hacen, juzgamos inútil adoptar una actitud de superioridad y arrogancia. $s como si un hombre de sesenta años mirara de arriba abajo a un joven de treinta; no hay error más condenado que éste. Y perdone la expresión.