Выбрать главу

– ¿De veras? La sangre es una espada de doble filo. Pone en lid las diferencias.

– ¿Piensa usted en los americanos?

– Dinny asintió.

– De todos modos- dijo el marino -, no tengo la menor duda de que, encontrándome en una pelea, preferiría tener conmigo a un americano que no a cualquier otro extranjero. Y puedo decir que en la Armada todos pensamos lo mismo.

– ¿No será porque hablamos el mismo idioma?

– No. Es por las características y los puntos de vista que tenemos en común.

– Pero eso puede decirse tan sólo de los americanos de origen británico, ¿no es así?

– Siempre son esos americanos los que cuentan, sobre todo si con ellos se hallan comprendidos los otros de origen holandés y escandinavo, como es el caso de Hallorsen. También nosotros tenemos mucha de esta sangre.

.-. En tal caso, ¿por qué no incluir también a los americanos de origen alemán?

Podría hacerse hasta cierto punto. Pero considere la forma de la cabeza alemana. En fin de cuentas, los, alemanes son europeos centrales u orientales.

– Tendría usted que hablar con mi tío Adrián. – ¿Es ese alto, con perilla? Su cara me agrada.

– Es simpatiquísimo – dijo Dinny -. Hemos perdido a los' demás y comienzo a notar la escarcha.

– Un momento, por favor. Cuando le he hablado durante la cena lo he hecho perfectamente en serio. Usted, «es» mi ideal, y espero que me permitirá usted lograrlo.

Dinny hizo una reverencia.

– Joven sir, usted me halaga. Pero – continuó sonrojándose ligeramente -, quisiera indicarle que ejerce usted una noble profesión…

– ¿Jamás habla usted en serio?

– Rara vez, particularmente si me encuentro bajo la escarcha.

El le cogió la mano.

– Bien, algún día lo hará usted, y yo seré la causa de ello. Aflojando ligeramente la presión de la mano, Dinny retiró la suya y continuó caminando.

– Hermosa primita – dijo Tasburgh -, pensaré en usted día y noche. No hace falta que se moleste en contestar.

Y abrió la puerta vidriera.

Cicely Mushkham estaba sentada al piano y Michael se hallaba detrás de ella.

Dinny se le acercó.

– Michael, voy a ir a la salita de Fleur. ¿Podrías indicársela a lord Saxenden? Si a las doce no hubiera venido, me iré a acostar. He de escoger los párrafos que quiero leer.

– Está bien, Dinny. ¡Buena suerte!

Dinny fue a buscar el Diario, abrió la ventana de la salita y se sentó para hacer su selección. Eran las diez y media; ningún ruido venía a molestarla. Escogió seis trozos bastante largos, que parecían poner en evidencia la imposibilidad de la misión que le fue confiada a su hermano. Luego encendió un cigarrillo y apoyó la cabeza contra el alféizar de la ventana. La noche no era menos maravillosa que antes, pero sus sensaciones eran' más profundas. ¿El movimiento perpetuo en el perpetuo silencio? Si Dios se identificaba con esto, era de poca ayuda inmediata a los mortales, pero, ¿por qué había de serlo? Cuando la liebre herida por Saxenden emitió aquellos chillidos, ¿Dios la había escuchado? Y de ser así, ¿no habría sentido un escalofrío? Cuando Tasburgh le estrechó la mano en el jardín, ¿lo había visto y se había sonreído? Cuando Hubert yacía presa de la fiebre, escuchando el grito del somormujo, ¿había IR1 enviado un ángel para proporcionarle quinina? Cuando, dentro de billones de años, aquella estrella que brillaba allá arriba se apagase, ¿se lo anotaría en el puño de la camisa? Los millones de millones de hojas y de briznas de hierba que formaban la substancia de la obscuridad allá abajo, y los millones de millones de estrellas que le permitían ver en aquella obscuridad, todo era el resultado de un perpetuo movimiento en una quietud sin fin, todo era parte de Dios. Y ella misma, y el humo de su cigarrillo; el jazmín que estaba debajo de la ventana y cuyo olor era invisible, y el trabajo de su cerebro al decidir que no era amarillo; y el perro que ladraba tan lejos que el ruido era como un hilo por el que podía asirse la trama del silencio; todo, todo estaba dotado con el remoto, infinito, invasor, incomprensible designio de Dios.

Se estremeció y retiró la cabeza. Tomó asiento en un sillón y, con el Diario sobre las rodillas, echó una mirada a la habitación.

El buen gusto de Fleur la había suavizado. Los colores de la alfombra eran delicados, y la luz dulcemente difuminada por las pantallas caía sobre su traje verdemar y sobre sus manos posadas encima del Diario. El largo día la había fatigado. Se recostó y miró con somnolencia el friso de cupidos de terracota con los que una anterior lady Mont hiciera adornar la habitación. Extrañas criaturitas regordetas, atadas a distancias regulares con cadenas de rosas. A ella se le antojaban condenadas al eterno examen del dorso del compañero que tenían delante. La caza de las rosadas horas, de las rosadas…

Sus párpados se cerraron y la boca se le entreabrió: se había dormido. Y la luz discreta, al acariciar su rostro, sus cabellos y su cuello revelaba su abandono en el sueño, su impúdica delicadeza, semejante a la de las italianas, tan inglesas en apariencia, pintadas por Botticelli; jugueteaba alrededor de los labios, por los que vagaba una sonrisa; y las pestañas, algo más obscuras que los cabellos, palpitaban dulcemente sobre las mejillas, que parecían tener una especie de transparencia; bajo el efecto de los ensueños, su nariz temblaba y se fruncía, como si estuviera burlándose de su propia forma. Parecía que una ligera distorsión sería suficiente para separar del blanco tallo del cuello aquel rostro levantado hacia lo alto.

Irguió la cabeza, sobresaltada. El que había sido «Snubby Bantham» estaba en el centro de la habitación, contemplándola con una mirada azul, dura e inmóvil.

– ¡Lo siento! – dijo -. ¡Lo siento! Estaba usted sumida en un agradable sueñecito.

– Soñaba con las tartas de Navidad – contestó Dinny -. Ha sido usted realmente amable viniendo aquí a estas horas de la noche.

– Son las once. Supongo que no me entretendrá usted mucho rato. ¿Le molesta si enciendo la pipa?

Se sentó en el sofá, frente a ella, y comenzó a llenar la pipa. Mostraba el aire de alguien que tiene prisa y desea reservarse sus opiniones. En ese momento Dinny comprendía mejor que nunca el proceso de los asuntos políticos.

«Naturalmente -pensó -, da su "quo" y no: ve su "quid". ¡Este es el resultado de Jean!» No hubiera confesado si sentía hacia la «leoparda» gratitud o bien una especie de celos por haber distraído de ella el interés de lord Saxenden. A pesar de todo, su corazón latía violentamente; con voz rápida y decidida comenzó a leer. Leyó por entero tres de los trozos escogidos y solamente entonces lo miró. Excepto los labios, su rostro podía parecer de madera policromada. Sus ojos la miraban ora con expresión curiosa, ora con ligera hostilidad, como si estuviese pensando: «Esta joven intenta conmoverme. Es muy tarde.»

Sintiendo aumentar su repugnancia por la tarea que se había impuesto, Dinny continuó apresuradamente. El cuarto trozo lo consideraba el más penoso, y cuando llegó al final la voz le temblaba.

– Esto es algo exagerado – dijo lord Saxenden -. Usted ya sabe que las mulas no tienen sentimientos. Son extraordinariamente brutas.

El temperamento de Dinny se sublevó: no lo volvería a mirar. Continuó leyendo. Durante la lectura de aquel torturado relato, al escuchar el sonido de su propia voz acabó por olvidarse de sí misma. Terminó sin aliento, temblando por el esfuerzo efectuado al dominar la voz. 1ord Saxenden tenía la barbilla apoyada en una mano. Dormía.

Se levantó mirándole como poco antes él la había mirado. Por un momento estuvo a punto de apartarle de un tirón la mano que le sostenía la barbilla, pero su sentido del humor la salvó. Mirándolo de un modo parecido al que Venus mira a Marte en el cuadro de Botticelli, cogió un pedazo de papel del escritorio de Fleur y escribió: «Estoy muy apenada por haberle agotado. Buenas noches.» Con infinitas precauciones, se lo depositó sobre la rodilla. Enrollando el Diario, se dirigió de puntillas hacia la puerta, la abrió y se volvió para mirar lord Saxenden emitía ligeros ruidos que pronto se convertirían en ronquidos. «Uno apela a sus sentimientos y él se duerme -pensó -. Así es exactamente cómo debió ganar la guerra.» Al volverse se encontró cara a cara con el profesor Hallorsen.