– Lo estaría de un modo mucho más terrible si no os casarais. Yo lo haría. Papá no pondrá inconvenientes. Jean le agrada, y preferirá que te cases con una joven, bien educada e inteligente que no con cualquier saco de dinero.
– No me parece honrada… tanta precipitación – musitó Hubert.
– Es romántica; además, la gente no tendrá ocasión para discutir si debíais hacerlo o no. Cuando les presentéis el hecho consumado lo aceptarán, como hacen siempre.
– ¿Y mamá?
– Yo se lo diré, si quieres. Estoy segura de que tampoco ella pondrá inconvenientes. No actúas según la moda, casándote con una corista o algo parecido. Ella admira a Jean. Y lo mismo le pasa a tía Em y a tío Lawrence.
El rostro de Hubert se aclaró.
– Lo haré. Es demasiado maravilloso. Después de todo, no hay nada de que tenga que avergonzarme.
Se acercó a- Dinny, la besó casi con violencia y salió corriendo.
Dinny se quedó en la sala de billar haciendo unas carambolas. Bajo su continente natural ocultábase una extremada agitación. ¡El abrazo que había sorprendido era tan apasionado! ¡La muchacha era una mezcla tan extraña de sentimiento y disciplina, de lava y acero, tan imperiosa y, sin embargo, tan agradablemente joven! Podía ser un riesgo, pero Hubert, gracias a esto, era ya un hombre diferente. No obstante, se daba completa cuenta de que todo carecía de lógica, puesto que para ella no sería posible un abandono tan sensacional. El don de su corazón no sería tan precipitado. Su vieja niñera escocesa solía decir: «La señorita Dinny sabe siempre sobre cuantas patas se cae el gato.» Ella se sentía orgullosa del «cierto sentido del humor, no carente de ingenio, que previene y, en cierto modo, esteriliza a todo el resto». En realidad, le envidiaba a Jean su brillante firmeza, a Alan su confianza en si mismo y a Hallorsen su fuerte espíritu aventurero. Pero ella tenía otras cualidades que compensaban la falta de éstas. Con los labios entreabiertos en una sonrisa, fue a buscar a su madre.
Lady Cherrell estaba en su salita particular contigua al dormitorio confeccionando unas bolsitas de muselina para llenarlas con hojas de la olorosa albahaca que crecía junto a la casa.
– Mamá – dijo Dinny -, prepárate a sufrir una pequeña conmoción. ¿Recuerdas que te dije deseaba poder hallar la muchacha perfecta para Hubert? Pues bien, ya la- hemos encontrado: Jean acaba de hacerle tina proposición matrimonial. – ¡Dinny!
– Se casarán lo más pronto posible, con un permiso especial.
– Pero…
– Exactamente así, mamá. De modo que mañana nos vamos a Londres. Jean y yo nos _alojaremos en casa de Diana hasta que todo esté concluido. Hubert hablará con papá. Pero, Dinny, en realidad…
Dinny atravesó la barrera de muselina, se arrodilló y rodeó con los brazos a su madre,
– Tengo tus mismas sensaciones – dijo -, sólo que son algo diferentes por el hecho de no haber sido yo quien le diera la vida. Pero, mamaíta querida, todo marcha bien. Jean es una criatura maravillosa y Hubert está loco por ella. Enamorarse le ha hecho mucho bien; ella le dará ánimos para seguir 4delante.
– Pero, Dinny… ¿y el dinero?
– No esperan nada de papá. Poseerán lo justo para ir tirando.
– Es una sorpresa terrible. ¿Por qué tanta precipitación? – Intuición – y estrechando el talle esbelto de su madre, añadió -: Jean la tiene. La situación de Hubert «es» muy delicada, mamá.
– Sí; estoy muy alarmada y sé que también tu padre lo está, a pesar de que no lo haya dicho.
Esto era todo cuanto podían decir para manifestar su inquietud. Luego se pusieron a discutir la cuestión de la vivienda para la audaz pareja.
– Pero, ¿por qué no viven aquí hasta que todo se arregle? – preguntó lady Cherrell.
– Encontrarán la cosa más interesante si tienen que cuidarse por sí solos de sus asuntos domésticos. Lo principal es que la mente de Hubert esté ocupada en estos momentos.
Lady Cherrell suspiró. La correspondencia, la horticultura, la administración de la casa y el presidir los comités de la villa no eran cosas muy excitantes. Condaford habría sido aún menos interesante si, como la gente joven, uno no hubiese tenido ninguna de esas distracciones.
– La vida aquí es muy tranquila – admitió.
– Y démosle gracias a Dios por ello – murmuró Dinny -. Pero estoy segura de que ahora Hubert necesita una vida muy activa; en Londres la tendrá. Podrán alquilar un departamento en una casa para trabajadores. No puede ser por mucho tiempo, ya lo sabes. Por lo tanto, mamá, esta noche harás ver que no sabes nada y todos sabremos que lo sabes. Será una cosa muy tránquilizadora para todo- el mundo. – Después de haber besado el rostro de su madre, que sonreía con tristeza, se marchó.
A la mañana siguiente los conspiradores se levantaron temprano. Hubert con el aspecto de alguien «que va a cazar pinzones», como lo definió Jean; Dinny, resueltamente caprichosa. Alan tenía el aire de desenfado propio de un testigo en embrión; solamente Jean aparecía impasible. Partieron en el coche color avellana de los Tasburgh; dejaron a Hubert en la estación y luego siguieron hacia Lippinghall. Jean conducía. Los otros dos iban sentados atrás.
– Dinny – dijo el joven Tasburgh, ¿no podríamos lograr que nos concedieran también a «nosotros» un permiso especial?
– En cantidad se hacen reducciones. Sea razonable. Volverá usted a embarcar y al cabo de un mes me habrá olvidado. – ¿Le parezco de esos?
Dinny miró su faz bronceada. – Bueno, según y como. -¡Pórtese como una persona seria!
– No puedo. Veo continuamente a Jean cortando un mechón y diciendo: «Ahora, papá, dame tu bendición, o te tonsuraré», y al rector contestando: «Yo… ejem…, jamás», y Jean, dando otro tijeretazo: «Perfectamente. Aparte de eso, necesito un centenar de libras al año, o te corto las cejas». – Jean es tremenda. De todos modos, Dinny, prométame que no se casará con otro.
– Pero suponga que encuentre a alguien que me guste terriblemente. En un caso así, ¿querría usted que yo dejara marchitar mi joven vida?
No es así como contestan en las películas. – Usted haría blasfemar a un santo.
– ~ Pero no a un oficial de Marina. Lo cual me hace recordar los pasajes de la Escritura que encabezan la cuarta columna del Times. Esta mañana se me ha ocurrido que podría atraerse un espléndido código secreto del «Cantar de los Cantales» o bien de ese salino sobre el Leviatán. «Mi amado es semejante al gamo», podría significar «Ocho buques de guerra alemanes en el puerto de Dover. Acudan rápidamente». Y «He aquí al Leviatán que se divierte», podría ser «Tirpitz al mando», etc. Nadie lograría descifrarlo sin tener una copia del código.
– Voy a aumentar la velocidad – anunció Jean, mirando atrás. El indicador subió rápidamente: setenta y cinco… ochenta… noventa… cien… La mano del marino pasó debajo del brazo de Dinny.
– Esto no puede durar. El motor estallará. Pero es un trozo de carretera realmente tentador.
Dinny estaba sentada con una sonrisa firme; detestaba sentirse transportar con tanta rapidez. Cuando Jean disminuyó hasta llegar a los acostumbrados sesenta kilómetros, dijo con voz plañidera: '
– Jean, tengo un estómago que todavía pertenece al siglo diecinueve.
En Folwell se inclinó de nuevo hacia adelante
– No quiero que me vean en Lippinghall. Por favor, dirígete directamente a la rectoría y escóndeme en un lugar cualquiera mientras tú tratas con tu padre.
Refugiada en el comedor, frente al retrato del que Jean le hablara, Dinny lo estudiaba con curiosidad. Debajo se leían las palabras: 1553. Catharine Tasburgh, née Fitzherbert, State 35, esposa de sir Walter Tasburgh.
Encima de la lechuguilla que se veía alrededor del largo cuello, aquel rostro que el tiempo hiciera amarillento podía ser, en realidad, el de Jean de quince años más tarde: la misma forma alargada desde los pómulos a la barbilla, los mismos atractivos ojos de largas pestañas oscuras; incluso las manos, cruzadas sobre el pecho, eran exactamente idénticas a las de lean. ¿Cuál había sido la historia de aquel extraño prototipo? ¿La conocían? ¿Se repetiría en su descendiente?