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– Se parece a Jean de modo sorprendente, ¿verdad? - preguntó el joven Tasburgh -. Se dice que era tremenda. Parece que hizo preparar su propio funeral y que abandonó el país cuando la reina Isabel desencadenó el ataque contra los católicos, en 156o. ¿Sabe usted qué destino tenían los que celebraban la misa? Ser descuartizado era un mero incidente. Aquella señora se metía en todo, creo yo. Apuesto a que, cuando podía, iba a toda velocidad.

– ¿Ninguna novedad en el frente?

– Jean ha entrado en el estudio con un número atrasado del Times, unas tijeras y una toalla. Después de lo cual, silencio.

– ¿No hay un lugar desde donde les podamos ver cuando salgan?

– Nos podríamos sentar en las escaleras. No se darán cuenta de nuestra presencia, a menos que suban.

Salieron de la habitación y se sentaron en un rincón oscuro de la escalera desde donde, a través de los barrotes de la barandilla, podían ver la puerta del estudio. Con una especie de temblor infantil, Dinny miraba la puerta aguardando a que se abriera. Repentinamente, Jean salió, llevando en una mano una hoja de diario doblada en forma de saquito y en la otra unas tijeras. Le oyeron decir

– Acuérdate, querido, de no salir sin sombrero.

La contestación inarticulada quedó sofocada por el rumor que produjo la puerta al cerrarse. Dinny se asomó por la baranda.

– ¿Bien?

– A las mil maravillas. Está algo malhumorado porque no sabe quién le cortará el pelo y le hará otras cosas por el estilo. Piensa que un permiso especial es casi una indecencia, pero me dará las cien libras al año. Le he dejado llenando la pipa. – Se detuvo y miró el diario -. Había mucho que contar. Almorzaremos dentro de un minuto, Dinny. Luego nos volveremos a marchar.

Durante el almuerzo los modales del rector estaban aún llenos de cortesía. Dinny le observaba con admiración. He aquí a un hombre viudo y avanzado en años que estaba a punto de verse privado de su única hija, que se cuidaba de todos los menesteres de la parroquia y de la casa, e incluso del corte de sus cabellos. No obstante, en apariencia, se mantenía impasible. Ni una queja se escapó de sus labios. ¿Era educación, benevolencia o bien algo de alivio justificable? Dinny no podía saberlo con certeza y su corazón tembló un poco. Pronto Hubert se encontraría en su lugar. Miró a Jean. Poca duda cabía de que también ella sería capaz de dirigir los preparativos de su propio funeral, y puede que hasta del de los demás; sin embargo, no habría nada de chocante o de desagradable en su tiranía, ni ninguna familiaridad vulgar en su modo de meterse en todo. ¡Si ella y Hubert tuviesen bastante sentido del humor!

Después de haber comido, el rector la llevó aparte. -Mi querida Dinny, ¿qué piensa usted de todo esto? ¿Y qué piensa su madre?

– Ambas pensamos que es un poco como la cancioncita «La lechuza y el gato Miz se fueron a navegar».

– «En una hermosa barquita color verde guisante». Sí, desde luego, pero no «con mucho dinero», me temo. No obstante – añadió, soñadoramente -, Jean es una buena chica; muy… ¡ejem!… hábil. Me alegro de que nuestras familias estén a punto de… ¡ ejem!… emparentar. Voy a encontrarla a faltar, pero no se debe ser… ¡ejem!… egoísta.

– Lo que perdemos en largo lo ganamos en ancho – murmuró Dinny.

Los ojos azules_ del rector hicieron un guiño.

– Sí, desde luego. La tempestad aliada con la suavidad. Jean no quiere que yo haga de testigo. Aquí está su certificado de nacimiento por si… ¡ejem!… les hacen preguntas. Es mayor de edad.

Extrajo una larga hoja amarillenta.

– ¡Pobre de mí! – se lamentó con sinceridad -. ¡Pobre de mí!

Dinny no sabía a ciencia cierta si el rector lo sentía de verdad por sí mismo. Inmediatamente después continuaron el viaje:

CAPITULO XIV

Cuando hubieron dejado a Alan Tasburgh a la puerta de su club, las dos muchachas viraron el coche en dirección a Chelsea. Dinny no había enviado telegrama alguno, confiando en su buena estrella. Al llegar ante la casa situada en Oakley Street se apeó y oprimió el timbre. Una anciana doncella, con expresión de espanto en el rostro, abrió la puerta.

– ¿Está la señora Ferse?

– No, señorita. Está el capitán Ferse. – ¿El capitán Ferse?

La doncella, mirando a derecha e izquierda, habló en voz baja y excitada.

– Sí, señorita. Estamos en un apuro terrible y no sabemos qué hacer. El capitán Ferse ha entrado de repente, a la hora del almuerzo, sin que nadie nos hubiera avisado. La señora estaba fuera. Han traído un telegrama para ella, pero lo ha cogido el capitán Ferse; alguien la ha llamado por teléfono, pero no ha querido dejar ningún recado.

Dinny buscaba palabras para descubrir en seguida lo peor. – ¿Cómo… cómo está?

– Bueno, señorita, no sabría decírselo. Se ha limitado a preguntar: a- ¿Dónde está la señora?». Tiene buen aspecto, pero, a pesar de todo, tenemos miedo. Los niños están en casa y no sabemos dónde se encuentra la señora.

– Aguarde un momento – dijo Dinny y volvió al coche. – ¿Qué sucede? – preguntó Jean, apeándose.

Las dos muchachas permanecieron en la acera consultándose, mientras la doncella las observaba desde el umbral.

– Debo ir a buscar a tío Adrián – dijo Dinny -. Hay que pensar en los niños.

– Ve tú. Yo entraré y te esperaré. Esa doncella parece estar muy amedrentada.

– Creo que solfa ser violento, Jean. Puede haberse escapado, ¿comprendes?

– Coge el auto. Yo no tengo miedo. Dinny le estrechó una mano.

– Tomaré un taxi. Así dispondrás del coche por si quieres irte.

– Bien. Dile a la doncella quién soy y luego date prisa. Son ya las cuatro.

Dinny levantó la vista hacia la casa y, repentinamente, vio una cara en la ventana del comedor. A pesar de que no había visto a Ferse más que dos veces, le reconoció al instante. Su – rostro no era de los que se olvidan. Daba la sensación de un fuego tras unos barrotes: un rostro surcado, duro, con bigote cortado en forma de cepillo, pómulos anchos, cabello espeso, oscuro y ligeramente canoso, y aquellos brillantes e inquietos ojos de acero. En ese momento la estaban mirando con una especie de agitada intensidad que resultaba penosa. Ella desvió la vista.

– ¡No mires hacia arriba! ¡ Allí está! – le dijo a Jean – Si no fuera por los ojos parecería absolutamente normal. Va bien vestido y arreglado. Vamos, jean, o quedémonos las dos.

– No, yo me quedaré. Ve tú – y entró en la casa.

Dinny se apresuró a irse. Esta repentina reaparición de un hombre a quien todos habían creído irremediablemente Toco, era trastornadora. Ignorando las circunstancias de la reclusión de Ferse, ignorándolo todo, excepto que había hecho pasar a Diana momentos terribles antes de la catástrofe final. Pensaba en Adrián como en la única persona que debía ser informada de lo acaecido. Fue una carrera larga y ansiosa. Encontró a su tío cuando estaba a punto de salir del museo. Le explicó el caso apresuradamente, mientras la miraba con los ojos desorbitados por el horror.

– ¿Sabes dónde está Diana? -concluyó Dinny.

– Esta noche tenía que cenar -con Fleur y Michael. Yo también debía ir, pero ahora no sé dónde puedo encontrarla. Volvamos a Oakley Street. -

Subieron al taxi.

– ¿No podrías telefonear a la clínica mental, tío?

– No me atrevo sin antes ver a Diana. ¿Dices que parecía normal?

– Sí, salvo los ojos; pero recuerdo qué siempre fueron así. Adrián se llevó la mano a la cabeza.

– ¡ Es demasiado horrible! ¡ Pobre muchacha!

El corazón de Dinny comenzaba a sufrir, tanto por él como por Diana.

– Y también es horrible -añadió Adrián – que nos trastornemos porque ese pobre diablo ha regresado. ¡ Oh, Dios mío.! Dinny, es un mal asunto, un mal asunto.