Cuando llegaron a Shropshire House, sir Lawrence preguntó
– ¿Podemos ver al marqués, Pommett?
– Creo que está tomando… su lección, sir Lawrence. – ¿Lección? ¿De qué?
– ¿Será Einstein, sir Lawrence?
– Entonces el viejo guía al ciego y será un bien el salvarle. En cuanto sea posible, Pommett, háganos entrar.
– Sí, sir Lawrence.
– Ochenta y cuatro años y aún tiene humor para estudiar a Einstein. ¿Quién dijo que la aristocracia está en decadencia? Me gustaría ver al individuo que le enseña: debe poseer una singular fuerza de persuasión. Con el viejo Shropshire no se gastan bromas.
En ese momento apareció un hombre de aspecto ascético, con ojos profundos y fríos y muy escasos cabellos. Cogió un sombrero y, un paraguas que estaban sobre una silla y salió.
– ¡Ecce homo! -dijo sir Lawrence – ¿Quién sabe cuánto se hace pagar? Einstein es como el electrón y las vitaminas: ininteligible. Un caso de estafa completamente único. Vamos.
El marqués de Shropshire caminaba arriba y abajo por su estudio, moviendo su cabeza ágil y sanguínea, de cabellos grises, como si estuviera hablando consigo mismo.
– ¡Ah! El joven Mont – dijo -. ¿Has visto a ese hombre que acaba de salir? Se ofrecerá a enseñarte Einstein, pero no aceptes. No es capaz de explicar el espacio limitado, y no obstante infinito, mejor que yo.
– Pero tampoco Einstein puede hacerlo, marqués. -Todavía no me siento muy viejo, pero para las ciencias exactas, sí – dijo el marqués -. Le he dicho 'que no vuelva. ¿A quién tengo el gusto de ver?
– Mi cuñado, el general Sir Conway Cherrell, y su hijo, el capitán Hubert Cherrell D. S. O. Sin duda recordará usted al padre de Conway, marqués: fue embajador en Madrid.
– ¡Sí, sí, Dios mío, sí! Conozco también a su hermano Hilary: está cargado de electricidad. ¡Tomen asiento! ¡Siéntate, joven! ¿Se trata de algo que tiene que ver con la electric1dad, joven Mont?
– Para ser exactos, no, marqués; se trata más bien de una cuestión de extradición.
– ¡Vaya! – exclamó el marqués, y poniendo un pie sobre una silla apoyó su codo en la rodilla y la barbuda barbilla en una mano. – Mientras el general le explicaba,el asunto, permaneció en esa actitud mirando fijamente a Hubert, que estaba sentado con los labios prietos y los ojos bajos. Cuando el general hubo concluido, el marqués preguntó
– Su tío ha dicho D. S. O., ¿verdad? ¿En la guerra? – Sí, señor.
– Haré cuanto me sea posible. ¿Puedo ver esa cicatriz? Hubert se arremangó la manga derecha, desabrochó el puño de la camisa y descubrió el brazo, en el cual una larga cicatriz reluciente extendíase desde la muñeca hasta el codo. El marqués emitió un ligero silbido entre los dientes, aún todos suyos.
– Se salvó usted de milagro, joven.
– Sí, señor. Levanté el brazo en el preciso instante en que me acometía.
– Y ¿luego?
– Di un salto hacia atrás y disparé cuando se me volvía a echar encima. Después me desmayé.
– ? Ha dicho usted que hizo azotar a aquel hombre porque maltrataba a las mulas?
– Las maltrataba continuamente.
– ¿Continuamente? – repitió el marqués -.Hay quien piensa que los comerciantes de carne y las Sociedades Zoológicas maltratan continuamente a los animales, pero jamás he oído decir que se les azote por ello. Los gustos son diferentes. Y ahora, déjeme pensar: ¿qué puedo hacer? Joven Mont, ¿está Bobbie en Londres?
– Sí, marqués; le vi ayer en la Coffee House.
– Le diré que venga a almorzar. Si mal no recuerdo, no permite que los niños críen conejos y tiene un perro que muerde a todo el mundo. Eso debería ser una ventaja. A un hombre que ama a los animales siempre le gustaría azotar a quien no los ama. Antes de que te marches, joven Mont, ¿quieres decirme qué piensas de esto?
Y volviendo a poner el pie en tierra, el marqués se dirigió hacia un rincón, cogió una tela que estaba apoyada contra la pared y la acercó a la luz. Representaba, con relativa exactitud, a una joven desvestida.
– De Steinvitch – dijo el marqués -. ¿ Ofendería a la moral si estuviera, colgada?
Sir Lawrence se ajustó el monóculo
– Escuela cubista. Esto sucede cuando se vive con mujeres de cierta figura, marqués. No, no ofendería la moral, pero podría estropear la digestión: carne color verde mar, cabellos color tomate, estilo confuso. ¿La ha comprado usted?
– No, en realidad, no – contestó el marqués -. Dicen que tiene gran valor. Tú, ¿te la llevarías?
– Por usted, señor, haría muchas casas, pero ésta no.
– Ya me lo temía – suspiró el marqués – Sin embargo, me han dicho que posee cierta fuerza dinámica. ¡Bueno, queda zanjado el incidente! Quise mucho a su padre, general – añadió en tono más serio -; y si no se pudiera aceptar la palabra de su nieto contra la de esos muleros mestizos, creo que en este país habríamos alcanzado un estadio de altruismo tan -elevado que seria imposible que sobreviviésemos. Le haré saber lo que diga mi sobrino. Adiós, general; adiós, querido muchacho. La suya es una herida bien fea. Adiós, joven Mont. Eres incorregible.
Bajando la escalera, sir Lawrence miró su reloj.
– Hasta ahora -dijo – la cosa nos ha llevado veinte minutos, digamos veinticinco, de puerta a puerta. En América no obran con esta velocidad. Lo peor es que por poco tengo que cargar con una joven de estilo cubista. Ahora, a la Coffee House, a entrevistarnos con Hallorsen – y se encaminaron hacia St. James Street -. Esta calle – opinó – es la Meca del hombre occidental, como la Rue de la Paix es la Meca de la mujer occidental.
Y miró con expresión ligeramente irónica a sus des compañeros. ¡Qué hermosos shecimens de un producto que era al mismo tiempo razón de envidia y de mofa para todos los demás países! Por todo el Imperio Británico, los hombres, hechos más o menos según su imagen, realizaban el trabajo y se recreaban con tos juegos del mundo británico. El sol jamás se ponía sobre este tipo; la historia habíale contemplado y había decidido que sobreviviría. La sátira- le lanzaba dardos en todas sus coyunturas, pero rebotaban contra una armadura invisible. «Camina tranquilamente por los días del Tiempo», pensó, «por los caminos y los lugares del mundo, sin exhibir ni ciencia ni fuerza, ni cualquier otra cosa; dotado del firme convencimiento de ser él».
– Sí – dijo ante la puerta del Coffee House -, este sitio se me presenta como el centro perfecto del universo. Otros podrán decir que es el Polo Norte, o bien Roma, o Montmartre, pero yo otorgo el premio a la Coffee House, el Club más antiguo del mundo y, probablemente, el peor también. ¿Tenemos que lavarnos o posponer la operación hasta que se nos presente una oportunidad más indicada? En tal caso sentémonos aquí, en espera del apóstol de la plomada. Le juzgo un trabajador infatigable. Lástima que no podamos organizar un partido entre él y el marqués. Yo apostaría en favor del viejo.
– Ahí viene – observó Hubert.
El americano pareció enorme al entrar en el bajo vestíbulo del Club más antiguo del mundo.
– ¿Sir Lawrence Mont? – dijo -. ¡Ah, capitán! ¿El general sir Conway Cherrell? Orgulloso de conocerle a usted, general. Y ahora, ¿en qué puedo servirles, señores?
Con una gravedad que iba en aumento, escuchó atentamente el relato de sir Lawrence.
– ¡Es demasiado! No puedo tolerarlo. Iré a ver en seguida al ministro de Bolivia. Capitán, tengo las señas de Manuel y telegrafiaré a nuestro consulado de La Paz para que le pidan que haga inmediatamente una declaración ratificando lo que usted ha dicho. ¿Quién oyó jamás una locura tan condenada? Perdónenme, caballeros, pero no tendré paz hasta que no haya atado cabos. – Y haciendo un movimiento circular con la cabeza, desapareció.
Los tres ingleses volvieron a sentarse.