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– A Oakley Street.

Hallorsen detuvo el coche y sir Lawrence se apeó.

– Señorita Cherrell, ¿puedo tener el inmenso placer de acompañarla hasta Oakley Street?

Dinny se inclinó.

Sentada a su lado en el coche cerrado, se preguntaba con cierto desasosiego qué uso haría él de la oportunidad.

Al cabo de unos minutos, le oyó decir

– En cuanto esté arreglado el problema de su hermano, embarcaré. Quiero organizar una expedición a Nuevo Méjico. Siempre considerará un privilegio haberla conocido, señorita Cherrell.

Se apretaba convulsamente entre las rodillas las manos no enguantadas. Eso la conmovió.

– Me duele mucho haberle juzgado mal al principio, profesor. Me pasó exactamente como a mi hermano.

– Era natural. Me alegrará saber que, cuando todo haya terminado, pensará bien de mí.

Dinny le tendió la mano, impulsivamente. – Muy bien.

El se la cogió con gravedad, se la llevó a los labios y la besó gentilmente. Dinny se sintió extremadamente infeliz. Dijo con timidez

– Usted, profesor, me ha hecho cambiar completamente de parecer sobre los americanos.

Hallorsen sonrió.

– De todos modos, ya es algo.

– Temo haber sido muy ingenua en mis ideas. En realidad, ¿Sabe?, jamás había conocido a ninguno.

– Ésa es la causa del malentendido que existe entre nosotros. No nos conocemos recíprocamente, nos fastidiamos los unos a los otros por cosas sin importancia y todo concluye ahí. Pero siempre me acordaré de usted, como de una sonrisa sobre el rostro de este país.

– Es un cumplido muy amable – dijo Dinny -, y quimera que fuese cierto.

– Si pudiese tener su retrato, lo guardaría como una reliquia.

– Naturalmente, se lo daré. No sé si tengo alguno decente, Pero le escogeré el mejor.

– Gracias. Si me lo permite, me apearé aquí. No me siento demasiado seguro de mí mismo. El coche la llevará hasta su destino.

Golpeó el cristal de separación y le dijo algo al chófer. – Adiós.

La miró largamente, le cogió de nuevo la mano, la apretó con fuerza y deslizó su larga persona fuera de la portezuela. – Adiós – murmuró Dinny, hundiéndose en el asiento, con una sensación de sofoco en la garganta.

Cinco minutos más tarde, el coche se detuvo delante de la casa de Diana. Dinny entró muy deprimida.

Aquella mañana afín no había visto a Diana, pero casi se tropezó con ella cuando salía de su habitación.

– Ven aquí, Dinny…

Su tono era misterioso. Dinny experimentó un ligero sobresalto. Se sentaron la una al lado de la otra en la cama de la alcoba. Diana se puso a hablar rápidamente y en voz queda.

– Esta noche ha entrado y ha insistido en quedarse. No me he atrevido a rehusar. Ha sobrevenido un cambio. Tengo la sensación de que es el principio del fin otra vez. Su fuerza de autodeterminación se está debilitando. Creo que debería enviar a los niños a otra parte. ¿Querría tenerlos Hilary?

– Estoy segura que sí. En todo caso, podemos contar con mi madre.

– Puede que fuera lo mejor.

– ¿No crees que deberías ir también tú? Diana suspiró y movió la cabeza.

– Eso no haría más que precipitar los acontecimientos. ¿Podrías llevarte tú a los niños, en mi lugar?

– Desde luego. Pero, ¿piensas realmente que él…?

– Tengo el convencimiento de que se está excitando de nuevo. ¡Conozco tan bien los síntomas! ¿No te has fijado, Dinny, que cada noche bebe más? Es el comienzo.

– ¡Si pudiese superar el horror que le produce salir a la calle!

– No creo que le ayudara en nada. De todos modos, sabemos lo que hay que saber; si sucediera lo peor, nos enteraríamos en seguida.

Dinny le apretó un brazo.

– ¿Cuándo quieres que me lleve a los niños al campo? – Lo más pronto posible. A él no puedo decirle nada. Tenéis que marcharon con la máxima circunspección. La institutriz se irá sola, suponiendo que tu madre quiera alojarla también. – Yo regresaré en seguida, naturalmente.

– Dinny, eso no es justo. Tengo a las doncellas. Es realmente desagradable que te molestes tanto por mí.

– ¡Claro que volveré! Cogeré el coche de Fleur. ¿Le importará a él que los niños se vayan?

– Lo relacionará con nuestro modo de pensar a propósito de su estado. En todo caso, puedo decirle que se trata de una antigua invitación.

– Diana – dijo Dinny, repentinamente -, ¿sientes todavía amor por él?

– ¿Amor? No.

– ¿Solamente piedad? Diana movió la cabeza.

– No puedo explicarlo. Existe el pasado y, además, tengo la impresión de que si le abandono, ayudaré al destino a ensañarse con él. Es una idea atroz.

– Te comprendo. ¡Me dais tanta pena los dos, y también tío Adrián!

Diana se pasó las manos por el rostro, como para borrar las huellas del dolor.

– No sé lo que sucederá, pero no debemos ir al encuentro del futuro. En cuanto a ti, querida, no dejes que te estropee la existencia.

– Todo marcha bien. Necesito algo que me distraiga. Las Solteras, ¿sabes?, han de ser zarandeadas antes de que las atrapen.

– ¡Ah! Cuándo dejarás que te atrapen, Dinny?

– Acabo de rechazar las grandes extensiones abiertas, y me siento algo aturdida.

– Estás en suspenso entre las grandes extensiones abiertas Y el mar profundo, ¿verdad?

– Y probablemente así me quedaré. El amor de un hombre honrado y lo que sigue parecen dejarme de hielo. -¡Aguarda! Tus cabellos no tienen el color adecuado al convento.

– Los teñiré y me haré a la vela con el color preciso. Los. «iceberg» son de color verde-mar.

– ¡Aguarda, Dinny, aguarda! – Así lo haré.

Dos días más tarde Fleur conducía el coche desde South Square hasta la puerta de la casa. Los niños y un poco de equipaje fueron depositados en el interior sin incidentes. Partieron acto seguido.

La excursión, bastante movida, puesto que los niños estaban poco acostumbrados a viajar en automóvil, resultó para Dinny un verdadero alivio. No se había dado cuenta de cuánta influencia había ejercido sobre sus nervios la trágica atmósfera de Oakley Street. Sin embargo, sólo habían pasado diez días desde su llegada a la ciudad. Los tonos del otoño habíanse oscurecido en los árboles. La jornada tenia el resplandor mórbido y sobrio del hermoso mes de octubre; el aire, a medida que la campiña se profundizaba y se hacía más vasta, volvía a tener el olor acre que ella amaba; el humo subía hacia el cielo desde las chimeneas de las casitas de campo; las cornejas levantaban el vuelo desde los campos desnudos.

Llegaron a tiempo para el almuerzo. Confiados los niños a la institutriz, que había llegado en tren, Dinny salió con los perros. Se detuvo cerca de una vieja casita construida en lo alto, encima de la carretera hundida. La puerta abríase directamente sobre una habitación común, donde una mujer anciana estaba sentada cerca de un pequeño fuego.

– ¡Oh, señorita Dinny! – dijo -. No la he visto a usted durante todo este mes.

– No, Betty. He estado fuera. ¿Qué tal?

La pequeña anciana, puesto que era mujer de dimensiones extremadamente reducidas, cruzó solemnemente las manos sobre el vientre.

– Vuelve a dolerme el estómago. No tengo nada más que me moleste. El doctor dice que soy maravillosa. Es únicamente el estómago. Dice que debería comer más. Tengo mucho apetito, señorita Dinny, pero no puedo comer casi nada, pues en seguida me siento mal.

– Querida Betty, lo siento muchísimo. El estómago es una desgracia terrible. El estómago y los dientes. No logro. comprender por qué los tenemos. Sin dientes uno no puede digerir, y teniéndolos, tampoco puede hacerlo.

La anciana emitió una risita aguda.

– El doctor dice que debería extraerme las muelas que me quedan, pero yo no quiero perderlas, señorita Dinny. Mi padre no tiene ni un diente, pero puede comer manzanas. Claro que a mi edad no pretendo vivir tanto como para que mis encías se endurezcan.

– Podría ponérselos postizos, Betty.