– ¡Bueno! Pero, ¿se lo llevará consigo?
– Sí, si yo se lo pido – contestó Dinny, sencillamente. Hilary volvió a lanzarle una mirada casi burlona.
– ¡Qué señorita tan peligrosa! Probablemente el Gobierno le otorgará una licencia… Haré que Lawrence y el viejo Shropshire se interesen por el asunto. Ahora hay que regresar, Dinny. Tengo que coger el tren. Es triste porque este aire tiene un buen perfume, pero allá abajo, en los Meads, requieren mi presencia.
Dinny le deslizó una mano debajo del brazo. – ¡Cuánto te admiro, tío Hilar y!
Hilary la miró asombrado.
– Me parece que no te comprendo.
– ¡Oh, bien sabes lo que quiero decir! Has adquirido toda la vieja tradición del «yo sirvo» y de ese género de cosas y, no obstante, eres moderno, tolerante y liberal.
– ¡Vaya ¡- hizo Hilary, lanzando una nube de humo. – ¿Y no crees en el infierno?
– Sí, 1o tenemos en la tierra.
– Y toleras los juegos domingueros, ¿verdad? – Hilary asintió -. ¿Y los baños de sol sin nada encima?
– Podría tolerarlos si hubiese sol.
– ¿Y los pijamas y los cigarrillos para las mujeres?
– Los que apestan, no; desde luego, los que apestan, no.
– Eso es antidemocrático.
– No puedo pensar de modo diferente, Dinny. ¡Huele! – y le echó un poco de humo a la cara.
Dinny husmeó.
– Hay algo de… Huele bien, pero las mujeres no pueden fumar en pipa. Supongo que todos tenemos nuestras debilidades, y la tuya es no tolerar los cigarrillos malolientes. Aparte de eso, eres estupendamente moderno, tío. Cuando estaba en la sala miraba a toda aquella gente y me parecía que tu rostro – era el único que demostraba un poco de modernismo.
– Estamos en una ciudad de tradición eclesiástica, querida.
– Bueno, creo que hay mucho menos modernismo de lo que la gente se figura.
– Tú no vives en Londres. Sin embargo, hasta cierto punto, llevas razón. La franqueza de las cosas no estriba en el cambio de las cosas. La diferencia entre los días de mi juventud y los de hoy es tan sólo una diferencia de expresión. Nosotros teníamos dudas, curiosidades y deseos, pero no los expresábamos. Ahora se expresan. Yo veo a muchos jóvenes de las universidades; vienen a trabajar a St. Agustine's. Pues bien, desde la cuna están acostumbrados a decir todo lo que piensan, y cómo lo dicen. Nosotros no lo decíamos, ¿comprendes?, pero las mismas cosas nos pasaban por la mente. Toda la diferencia estriba en eso. En eso y en los automóviles.
– En tal caso yo estoy forjada a la antigua. No soy capaz de expresarme.
– Es el sentido del humor, Dinny. Acciona como un freno y te da conciencia de ti misma. Son pocos los jóvenes actuales que tengan sentido del humor; a menudo tienen gracia, pero no es lo mismo. Nuestros jóvenes pintores, escritores y músicos, ¿podrían hacer lo que hacen si fueran capaces de burlarse de sí mismos? Esta es la verdadera prueba del sentido del humor.
– Pensaré en ello.
– Sí, pero no pierdas el sentido del humor, Dinny. Es el perfume de la rosa. ¿Vuelves a Condaford ahora?
– Creo que sí. El proceso de Hubert no se reanudará hasta después de la llegada del buque con el correo y faltan aún unos diez días.
– Bien. Saluda de mi parte a Condaford… Quizá nunca más viviré unos días tan hermosos como los que pasamos allí cuando todos éramos niños.
– Eso mismo pensaba yo mientras esperaba ser el último de los negritos.
– Eres algo joven para llegar a esta conclusión. Aguarda a que te hayas enamorado.
– Lo estoy.
– Cómo, ¿enamorada?
– No, esperando.
– El estar enamorado es una condición pavorosa – dijo Hilary -. Sin embargo, jamás he tenido que lamentarme de ello.
Dinny lo miró de soslayo y descubrió los dientes. – ¿Y si te volviese a coger, tío?
– ¡Ah! -exclamó Hilary, golpeando la pipa contra un pilar-buzón -. Estoy fuera de peligro. En mi profesión no nos lo podemos permitir. Además, aún no estoy curado del primer ataque.
– No – dijo Dinny, compungida -. ¡Tía May es estupenda!
– Tú lo has dicho. Aquí está la estación. ¡Adiós y bendita seas! He enviado mi maletín esta mañana por mediación del recadero. – Saludó con la mano y desapareció.
Al llegar al hotel, Dinny buscó a Adrián. No estaba y, más bien desconsolada, salió de nuevo y entró en la catedral. Estaba a punto de sentarse para gozar de aquella belleza confortadora, cuando vio a su tío apoyado contra una columna, con los ojos fijos en una vidriera. Se le acercó y le deslizó una mano debajo del brazo. El la estrechó y no dijo palabra.
– ¿Te gustan las vidrieras, tío?
– Me gustan inmensamente las vidrieras bonitas, Dinny. ¿No has visto nunca la catedral de York?
Dinny movió la cabeza. Luego, comprendiendo que nada de cuanto podría decir la conduciría a lo que deseaba saber, preguntó francamente
– ¿Qué vas a hacer ahora, querido tío?
– ¿Has hablado con Hilary?
– Sí.
– Quiere que me vaya lejos, por un año. – Yo también lo juzga oportuno.
– Es mucho tiempo, Dinny. Estoy volviéndome viejo.
– ¿Irías con la expedición del profesor Hallorsen, si él te llevase?
– No creo que me lleve. – ¡Oh, sí!
– Iría si estuviera seguro de que Diana lo desea.
– Ella jamás te lo dirá, pero tengo la certeza de que necesita de un completo descanso durante bastante tiempo.
– Cuando uno adora al sol – repuso Adrián en voz baja – le es muy duro ir donde el sol nunca brilla.
Dinny le estrechó el brazo.
– Lo sé. Pero podrías deleitarte pensando en el momento en que tendrás el placer dé volverla a ver. Y esta vez se trata, de una expedición sumamente saludable. Sólo a Nuevo Méjico. Volverías rejuvenecido y con las piernas cubiertas de pieles, como se ve en las películas. Resultarías irresistible, tío, y mi mayor deseo es que seas irresistible. Todo lo que se necesita es que mueran las murmuraciones y los rumores.
– ¿Y mi trabajo?
¡Oh, eso puede arreglarse perfectamente! Si Diana no tiene ninguna preocupación por un año entero, será una criatura diferente y tú parecerás la tierra de promisión. Tengo el convencimiento de que sé lo que me digo.
– Eres una atractiva y joven serpiente -dijo Adrián con una apagada sonrisa.
– Diana está herida bastante gravemente.
– A veces creo que se trata de una herida mortal. – ¡No, no!
– ¿Por qué volverá a pensar en mí una vez esté yo lejos – Porque las mujeres son así.
– ¿Qué sabes tú de las mujeres, a tu edad? Hace mucho tiempo me fui, y ella pensó en Ferse. Temo no estar hecho del material adecuado.
– En ese caso, Nuevo Méjico es lo que necesitas. Volverás convertido en «hombre-macho». ¡Piensa en ello! Yo te prometo cuidar de ella, y los niños mantendrán vivo tu recuerdo, Siempre están hablando de ti, y yo me comprometo a que continúen haciéndolo.
– Es extraño, desde luego – dijo Adrián, como si no estuviese hablando de cosas que le atañían -, pero siento que está más lejos de mí que cuando Ferse vivía.
– De momento y será un largo momento. Pero sé que con el tiempo todo saldrá a pedir de boca. De veras, tío. Adrián calló durante un rato, y luego decidió
– Iré, Dinny, si Hallorsen quiere llevarme.
– Claro que te llevará. Inclínate, tío, para que pueda darte un beso.
Adrián se dobló y el beso le rozó la nariz. Un sacristán tosió…
Aquella misma tarde volvieron a Condaford, en el mismo orden de asientos, con el joven Tasburgh al volante. Durante aquellas últimas veinticuatro horas Alan habla demostrado un tacto perfecto: no hizo ninguna proposición y Dinny le estaba sumamente agradecida. Al igual que Diana, también ella necesitaba paz. Alan partió aquella tarde, Diana y los niños el día siguiente, y Clara regresó de su larga estancia en Escocia, de modo que sólo la familia quedó en Condaford. No obstante, Dinny no se sentía tranquila. Ahora que había cesado la preocupación por el pobre Ferse, estaba oprimida y distraída pensando en Hubert. Era extraño que esa cuestión, todavía en suspensó, pudiese perturbarla tanto. Hubert y Jean escribían desde la costa oriental unas cartas bastante alegres. Juzgando por cuanto decían, no estaban preocupados. Dinny, en cambio, sí lo estaba. Y sabía que también lo estaba su madre y mucho más aún su padre. Clara sé hallaba más indignada que preocupada y el efecto de la cólera sobre ella era estimular sus energías; de forma tal que pasaba las mañanas con su padre, fuera de casa, y por las tardes desaparecía con el coche para visitar a los vecinos, en cuyas casas se quedaba a menudo hasta después de cenar. Dado que era la persona más alegre de la casa, siempre estaba muy, solicitada. Dinny guardaba para sí su preocupación. Habíale escrito a Hallorsen a propósito de su tío y le envió la fotografía que le prometiera, en la que figuraba con el traje hecho para su presentación a la Corte, dos años antes, cuando, por economía, ella y Clara fueron presentadas juntas. Hallorsen contestó a vuelta de correo: «El retrato es realmente bonito. Nada me agradará más que llevar conmigo a su tío. Me pondré en comunicación con él cuanto antes.» Y firmaba: «Su siempre devoto servidor».