Michael levantó una mano.
– Ya lo sé, Dinny, ya lo sé. Este me parece el momento psicológico en que Bobbie podría intervenir diciendo: «Creo que hay también un prefacio. Alguien me lo ha enseñado. En dicho prefacio se sostiene que Inglaterra siempre es generosa y justa a expensas de sus propios súbditos. Es una cosa bastante fuerte, sir. A la Prensa le encantará. El dicho «Nunca sabemos sostener a nuestra gente» es siempre popular. Y usted sabe que a menudo me ha parecido, sir, que un hombre fuerte como usted debería hacer algo para borrar esa impresión, según la cual no sabemos respaldar a nuestra gente. No tendría que ser así, puede que no sea así, pero esa impresión existe y es muy fuerte. El hecho es que usted, quizá mejor que cualquier otro, lograría equilibrar la balanza. Este caso particular no sería una ocasión del todo mala para hacer variar la opinión a este propósito. No dictar la orden sería de por sí un acto de justicia, según mi modo de ver. Porque la herida es auténtica y el disparo fue realmente hecho en defensa propia. En mi opinión, sería un bien para el país hacerle sentir que puede contar con las autoridades constituidas.» Si las cosas se desarrollan así, Walter tendrá la sensación, no de evitar un ataque, sino de disponerse valerosamente a hacer algo que sería un bien para el país, cosa ésta indispensable en el caso de un hombre político. – Y Michael alzó los ojos -. Walter – continuó – es muy capaz de comprender que el prefacio no aparecerá si él no extiende la orden de extradición. Creo que será sincero consigo mismo en el corazón de la noche, pero si a las seis de la tarde siente-que no dictando la orden comete un acto de valentía, lo que piensa a las tres de la madrugada no tiene importancia alguna. ¿Comprendes?
– Pero, ¿juzgará Bobbie que la cosa tiene la suficiente importancia como para hacer todo eso?
– Sí -contestó Michael -. Estoy seguro. Una vez mi padre le hizo un gran favor, y, además, -el viejo Shropshire es su tío.
– ¿Y quién podría redactar el prefacio?
– Creo que podré hacérselo redactar al viejo Blythe. En nuestro partido aún le temen, y cuando quiere hace temblar los corazones.
Dinny se oprimió las manos.
– ¿Crees que le gustará hacerlo? – Eso dependerá del Diario.
– En tal caso, creo que sí.
– ¿Puedo leerlo antes de que vaya a la imprenta?
– ¡Desde luego! El único inconveniente estriba en que Hubert no quiere que el Diario sea publicado.
– Está bien. Si produce el efecto deseado sobre Walter, y éste no extiende la orden, no será necesario publicarlo y, en caso contrario, tampoco será necesario hacerlo, porque sería «echar aceite sobre el fuego», como solía decir el viejo Forsyte.
– ¿Costará mucho la imprenta?
– No lo creo. Serán unas veinte libras, más o menos.
– Podré encontrarlas – dijo Dinny, que generalmente estaba sin blanca.
– ¡Oh, no te preocupes!
– La idea ha sido mía, Michael, y yo quisiera pagar lo que cueste. No tienes noción de lo horrible que es permanecer sentada sin hacer nada, mientras Hubert se halla en este trance. Tengo la sensación de que, una vez lo haya entregado, se habrá perdido toda esperanza.
– Es inútil profetizar cuando se trata de hombres políticos – repuso Michael -. La gente los aprecia poco. Son mucho más complicados de cuanto todos se figuran y a lo mejor resulta que tienen unos principios mejores. Desde luego, son mucho más astutos de lo que se cree. No obstante, creo que esto dará resultado, si podernos convencer a Blythe y a Bobbie Ferrar. Voy a buscar a Blythe y enviaré a Bart a ver a Bobbie. Entre i tanto, el manuscrito será impreso – y cogió el Diario Adiós, querida Dinny, y no te atormentes, si puedes evitarlo. Dinny le dio un beso y él salió. Hacia las diez la llamó por teléfono.
– Ya lo he leído, Dinny. Si esto no logra convencer a Walter, habremos de convenir que es bien duro de corazón. Estoy seguro de que no se quedará dormido al leerlo, como hizo el otro. Es un hombre de conciencia, a pesar de todo. Al fin y al cabo, éste es un caso de sobreseimiento, y está obligado a reconocer su seriedad. Una vez lo tenga en las manos, tiene que leerlo hasta el final; porque es un relato conmovedor, aparte la luz que echa sobre el incidente. De modo que, ánimo!
– ¡Que Dios te bendiga! -dijo Dinny, fervorosamente. Poco después se acostó, con el corazón mucho más ligero de cuanto lo había tenido durante aquellos dos últimos días. 331
CAPÍTULO XXXV
Durante los días que siguieron, largos e interminablemente lentos, Dinny se quedó en Mount Street para estar dispuesta a afrontar cualquier eventualidad. La mayor dificultad consistía en mantener ocultas las maquinaciones de Jean. Parecía que iba a lograrlo con todos, salvo con sir Lawrence, quien, levantando una ceja, dijo misteriosamente
– Pour une gaillarde, c'est une gaillarde! – y, encontrando la límpida mirada de Dinny, añadió: – ¡La verdadera virgen boticeliana! ¿Te gustaría ver a Bobbie Ferrar? Tenemos que almorzar juntos en los sótanos del «Dumourieux», en Drury Lane. Creo que comeremos a base de setas.
Dinny se había hecho tantas ideas sobre Bobbie Ferrar que, al verle, experimentó una gran desilusión. El clavel en el ojal, su modo de arrastrar las palabras, su rostro largo y blando, su mandíbula caída, no le inspiraban confianza.
– ¿Le gustan las setas, señorita Cherrell? – Las francesas, no.
– ¿No?
– Bobbie – dijo sir Lawrence, mirando alternativamente a los dos -, nadie le tomaría a usted por uno de los hombres más astutos de Europa. ¿Va usted a decimos que no llamará a Walter «hombre fuerte» cuando le hable del prefacio?
Bobbie dejó ver un discreto número de sus dientes uniformes.
– Yo no tengo influencia sobre Walter. – ¿Quién la tiene, pues?
– Nadie. Salvo…
– ¿Quién? – Walter. Antes de poderse dominar, Dinny dijo:
– Señor Ferrar, supongo que usted se da cuenta de lo que esto significa. Para mi hermano representa la muerte y para todos nosotros un dolor atroz.
Bobbie Ferrar miró en silencio su rostro sonrosado. En realidad, parecía que, durante la comida, no quisiese admitir ni prometer nada; pero cuando se levantaron de la mesa, mientras sir Lawrence pagaba la nota, le dijo
Señorita Cherrell, ¿le gustaría a usted acompañarme cuando vaya a hablar del asunto a Walter?
– Me gustaría muchísimo.
– En tal caso, que esto quede entre nosotros. Le haré saber el día y la hora.
Dinny juntó las manos y le sonrió.
– ¡Qué tipo tan original! – exclamó sir Lawrence, cuando se hubieron separado -. Realmente tiene un gran corazón. No puede tolerar la idea de que ahorquen a alguien. Sin embargo, presencia todos los procesos por asesinato. Odia las cárceles como si fueran veneno. Nadie lo diría.
– No – dijo Dinny, meditabunda.
– Bobbie – prosiguió sir Lawrence – podría ser el secretario particular de una Cheka, sin que se sospechase su ardiente deseo de meter a todos los jueces en aceite hirviendo. Es único. El Diario ya está en la imprenta y Blythe está redactando el prefacio. Walter regresará el viernes. ¿Has visto a Hubert? – No, pero iré a verle mañana, en compañía de papá.
– Me he abstenido de hacerte hablar, Dinny, pero esos jóvenes Tasburgh están maquinando algo, ¿no es así? Me he enterado casualmente de que Tasburgh no se halla en su buque. – ¿No?
– ¡La perfecta inocencia! – murmuró sir Lawrence -. Bueno, querida mía, no son necesarios ni signos ni miradas, pero espero de todo corazón que no obren antes de que todos los medios pacíficos hayan sido intentados.
– ¡Oh, no, desde luego que no!
– Pertenecen a esa especie de jóvenes que hacen creer en la historia. ¿Jamás se te ha ocurrido la idea de que la historia no es sino la documentación de las acciones de personas que han tomado las riendas en determinada situación, metiéndose a si mismos y a los demás en algún embrollo, y saliendo luego de él? Saben guisar en este restaurante, ¿verdad? Un día u otro, cuando tu tía haya acabado de adelgazar, la traeré aquí.