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—¿Puede ayudarme? —preguntó Burris.

—Creo que puedo.

—Siempre que yo quiera ayuda.

—Doy por sentado que la desea. Burris se encogió de hombros.

—No estoy seguro de ello. Podría decirse que me estoy acostumbrando a mi aspecto actual. Dentro de unos cuantos días más, incluso es posible que empiece a salir de nuevo a la calle.

Era mentira, y Aoudad lo sabía. En cuanto a cuál de los dos intentaba engañar Burris, Aoudad no podía decirlo. Pero, por muy plácidamente que Burris pudiera ocultar en este momento su amargura, el visitante estaba más que enterado de que, dentro de él, aún seguía hirviendo. Burris quería salir de este cuerpo.

—Trabajo para Duncan Chalk —dijo Aoudad—. ¿Conoce ese nombre?

—No.

—Pero… —Aoudad logró engullir su sorpresa—. Por supuesto. No ha pasado usted mucho tiempo en la Tierra. Chalk le proporciona diversiones al mundo. Tal vez haya visitado la Arcada, o puede que haya estado en el Tívoli de la Luna.

—He oído hablar de ellos.

—Son empresas de Chalk. Entre muchas otras. Mantiene felices y contentas a miles de millones de personas en este sistema. Incluso está planeando extender sus operaciones a otros sistemas dentro de poco. —Eso era mas bien una hipérbole imaginativa por parte de Aoudad pero Burris no necesitaba saberlo.

—¿Y? —dijo Burris.

—Verá, Chalk es muy rico. Chalk tiene sentimientos altamente humanitarios. La combinación es bastante buena. Contiene posibilidades que podrían beneficiarle.

—Ya las capto —dijo Burris con voz tranquila, inclinándose hacia delante y entrelazando los tentáculos que se retorcían en sus manos—. Me contrata para que me exhiba en los circos de Chalk. Me paga ocho millones al año. Todos los buscadores de curiosidades del sistema vienen a echarme un vistazo. Chalk se hace más rico, yo me convierto en millonario, muero feliz, y las miserables curiosidades de las multitudes se ven gratificadas. ¿Sí?

—No —dijo Aoudad, alarmado por lo cercana a la realidad que estaba la hipótesis de Burris—. Estoy seguro de que bromea usted. Debe comprender que al señor Chalk le resultaría inconcebible explotar su…, esto…, su infortunio de esa forma.

—¿Cree usted que es un infortunio tan grande? —preguntó Burris—. Funciono bastante bien. Hay cierto dolor, por supuesto, pero puedo permanecer bajo el agua durante quince minutos. ¿Puede usted hacer eso? ¿Tanta compasión siente hacia mí?

No debo permitir que me haga perder el control, decidió Aoudad. Es un demonio. Se llevará bien con Chalk.

—Desde luego, me alegra saber que encuentra su situación actual razonablemente satisfactoria —dijo Aoudad—. Con todo, y permítame que sea sincero, sospecho que le alegraría volver a la forma humana normal.

—Eso es lo que piensa, ¿eh?

—Sí.

—Señor Aoudad, es usted un hombre notablemente perceptivo. ¿Ha traído consigo su varita mágica?

—En esto no hay ninguna magia. Pero, si está usted dispuesto a hacer algo a cambio de lo que él haga por usted, es posible que Chalk pueda conseguir que se le transfiera a un cuerpo más convencional.

El efecto que estas palabras tuvieron sobre Burris fue inmediato y electrizante.

Abandonó su pose de despreocupada indiferencia. Hizo a un lado el burlón alejamiento tras el que, Aoudad podía comprenderlo ahora, ocultaba su agonía. Su cuerpo se estremeció igual que una flor de cristal a la que la brisa hace vibrar. Sufrió una pérdida momentánea del control muscular: su boca se movió convulsivamente, mostrando una rápida serie de sonrisas laterales, una puerta abriéndose y cerrándose, y los ojos se agitaron en una veloz docena de parpadeos.

—¿Cómo puede hacerse eso? —preguntó Burris.

—Permita que sea Chalk quien se lo explique. La mano de Burris se clavó en el muslo de Aoudad. Aoudad no se encogió ante aquel contacto metálico.

—¿Es posible? —dijo Burris con voz ronca.

—Puede serlo. La técnica aún no está perfeccionada.

—¿Y esta vez voy a ser también el conejillo de indias?

—Por favor… Chalk nunca sería capaz de hacerle sufrir más molestias. Habrá investigaciones adicionales antes de que pueda serle aplicado el proceso. ¿Hablará con él?

Duda. Una vez más, los ojos y la boca actuaron sin que la voluntad de Burris pareciera intervenir en ello. Después, el navegante estelar recuperó el dominio de sí mismo. Se irguió, entrelazó los dedos de las manos, cruzó las piernas. Aoudad se preguntó cuántas articulaciones tendría en la rodilla. Burris guardaba silencio. Calculando. Electrones recorriendo velozmente los senderos de ese cerebro atormentado.

—Si Chalk puede colocarme en otro cuerpo… —dijo.

—¿Sí?

—¿Qué ganará con ello?

—Ya se lo he dicho. Sus sentimientos humanitarios. Sabe que usted sufre un gran dolor. Quiere hacer algo al respecto. Hable con él, Burris. Deje que le ayude.

—Aoudad, ¿quién es usted?

—Nadie. Una extremidad de Duncan Chalk.

—¿Es una trampa?

—Es usted demasiado suspicaz —dijo Aoudad—. Deseamos lo mejor para usted.

Silencio. Burris se puso en pie, recorrió la habitación con un paso peculiar, fluido y deslizante. Aoudad estaba rígido.

—Chalk —murmuró finalmente Burris—. Sí. ¡Lléveme a Chalk!

8 — Stabat Mater Dolorosa

En la oscuridad, a Lona le resultaba muy fácil fingir que estaba muerta. A menudo lloraba ante su propia tumba. Se veía a sí misma en una colina, en un montículo de tierra cubierto de hierba, con una minúscula losa clavada en el suelo a sus pies. AQUÍ YACE.

VÍCTIMA. ASESINADA POR LOS CIENTÍFICOS.

Tiró de las sábanas, cubriendo su delgado cuerpo. Sus ojos, con los párpados fuertemente apretados, retuvieron las lágrimas. BENDITO DESCANSO. ESPERANZA DE REDENCIÓN. ¿Qué hacían hoy en día con los cadáveres? ¡Meterlos en el horno! Un relámpago de calor. Una luz, igual que la del sol. Y luego polvo. El polvo al polvo. Un largo sueño.

Una vez casi estuve muerta, se recordó. Pero me detuvieron. Me hicieron volver.

Hace seis meses, en pleno calor del verano. Una buena estación para morir, pensó. Sus bebés habían nacido. Tal y como lo hicieron, metiéndolos en botellas, no se necesitaban nueve meses. Más o menos unos seis meses. El experimento había tenido lugar hacía exactamente un año. Seis meses para que los bebés vieran la luz. Después, la insoportable publicidad…, y aquel breve y deliberado contacto con la muerte.

¿Por qué la habían escogido?

Porque estaba allí. Porque estaba disponible. Porque no podía protestar. Porque llevaba el vientre lleno de óvulos fértiles que probablemente nunca necesitaría.

—Los ovarios de una mujer contienen varios cientos de miles de óvulos, señorita Kelvin. Durante su vida, unos cuatrocientos de esos óvulos llegarán a la madurez. El resto son superfluos. Ésos son los que deseamos utilizar. Sólo necesitamos unos pocos centenares…

—En el nombre de la ciencia…

—Un experimento crucial…

—Los óvulos son superfluos. Puede desprenderse de ellos y no experimentará ninguna pérdida…

—La historia de la medicina…, su nombre…, para siempre…

—Ningún efecto sobre su futura fertilidad. Podrá casarse y tener una docena de hijos normales…

Era un experimento intrincado, con muchas facetas. Habían tenido aproximadamente un siglo para perfeccionar las técnicas, y ahora las estaban reuniendo todas en un solo proyecto. La ovogénesis natural combinada con la maduración sintética de los óvulos. Inducción embriónica. Fertilización externa. Incubación extramaterna después de reimplantar los óvulos fertilizados. Palabras. Sonidos. Capacitación sintética. Desarrollo fetal ex útero. Simultaneidad del material genético. ¡Mis bebés! ¡Mis bebés!