Con sus tensiones eliminadas por el relajante de Aoudad, Lona se recuperó rápidamente del ataque de Elise. Se pusieron en pie, Aoudad radiante pese a su herida.
—¿Vendrás a cenar ahora? —le preguntó.
—Me encuentro mucho mejor —dijo Lona—. Todo fue tan repentino…, me impresionó mucho.
—Cinco minutos en el Salón Galáctico y lo habrás olvidado todo —dijo Burris. Le ofreció nuevamente su brazo. Aoudad les condujo hacia el ascensor especial que sólo llevaba al Salón Galáctico. Subieron a la placa gravitatoria, y ésta se lanzó hacia arriba. El restaurante se encontraba en lo alto del hotel, asomándose a los cielos desde su elevada posición igual que un observatorio privado, un sibarítico Uraniborg de la comida. Temblando todavía por el inesperado ataque de Lona, Burris sintió una nueva ansiedad cuando llegaron al vestíbulo del restaurante. Mantuvo su fachada de tranquilidad pero, ¿sería presa del pánico en el lujo sobrenatural del Salón Galáctico?
Había estado allí antes, una vez, hacía mucho tiempo. Pero eso fue dentro de otro cuerpo y, además la chica estaba muerta.
—¡El Salón Galáctico! —proclamó Aoudad—. Vuestra mesa os espera. Pasadlo bien.
Y desapareció. Burris le dirigió una tensa sonrisa a Lona, que parecía drogada y aturdida a causa de la felicidad y el terror. Las puertas de cristal se abrieron para recibirles. Entraron.
19 — Le jardín des supplices
Jamás había existido un restaurante como aquél desde Babilonia. Las terrazas se alzaban hacia la cúpula estrellada, hilera tras hilera. Aquí la refracción estaba prohibida y el comedor daba la impresión de hallarse abierto a los cielos, pero en realidad los elegantes comensales se encontraban protegidos en todo instante de los elementos. Una pantalla de luz negra que enmarcaba la fachada del hotel eliminaba el efecto de la iluminación ciudadana, con lo que las estrellas brillaban siempre sobre el Salón Galáctico igual que lo harían sobre un bosque no habitado por el hombre.
De esa forma, los mundos lejanos del universo se encontraban tan sólo a una corta distancia. Los objetos de aquellos mundos, la cosecha de las estrellas, daban esplendor al salón. La textura de sus muros curvados estaba compuesta por un conjunto de artefactos alienígenas: guijarros de colores brillantes, cerámicas, pinturas, tintineantes árboles mágicos de extrañas aleaciones, construcciones zigzagueantes de luz viva, cada una colocada en el nicho que le correspondía dentro de la procesión de terrazas. Las mesas parecían crecer del suelo, que estaba alfombrado con un organismo que no llegaba a la categoría de consciente encontrado en uno de los mundos de Aldebarán. Para decirlo francamente, la alfombra no era muy distinta en estructura y funciones a un moho terrestre, pero la dirección no se había preocupado mucho de proclamar su identidad, y el efecto producido era de una extrema opulencia.
Había otras cosas creciendo en puntos seleccionados del Salón Galáctico: arbustos dentro de maceteros, plantas con flores perfumadas, incluso árboles enanos, todo (eso se decía) importado de otros mundos. La misma araña central era un producto de manos alienígenas: una colosal floración de lágrimas doradas, moldeada con la secreción parecida al ámbar de una gran bestia marina que vivía junto a las grises costas de un planeta de Centauro.
Cenar en el Salón Galáctico costaba una suma inconmensurable. Cada mesa estaba ocupada todas las noches. Se hacían reservas con semanas de antelación. Quienes habían sido lo bastante afortunados como para escoger esta noche recibieron el inesperado regalo de ver al navegante estelar y a la chica que había tenido todos aquellos bebés, pero los comensales, la mayor parte de los cuales también eran celebridades, sólo sintieron un pasajero interés por aquella pareja a la cual se le había hecho tanta publicidad. Una rápida ojeada, y luego de regreso a las maravillas que había en el plato de uno.
Lona se agarró con fuerza al brazo de Burris mientras franqueaban el hueco dejado por las gruesas puertas transparentes. Sus pequeños dedos se clavaron tan hondo que supo que debía estarle haciendo daño. Un instante después se encontró sobre una pequeña plataforma que daba a una inmensa extensión de vacío, con el cielo estrellado ardiendo en lo alto. El centro de la cúpula del restaurante estaba vacío y se encontraba a varios centenares de metros de distancia; las terrazas de mesas colgaban de la concha exterior igual que escamas, dándole a cada comensal un asiento provisto de ventanal.
Tuvo la misma sensación que si estuviera cayendo hacia delante, precipitándose por el pozo que se abría ante ella.
—¡Oh! —Un seco jadeo. Osciló sobre sus talones, con las rodillas temblando, la garganta reseca, y abrió y cerró rápidamente los ojos. El terror la atravesaba por un millar de sitios distintos. Podía caer y perderse en el abismo; su traje rociado podía desintegrarse y dejarla desnuda ante esta elegante horda; la bruja de las tetas gigantes podía aparecer de nuevo y atacarles mientras comían; quizá cometiera alguna horrible equivocación en la mesa o quizá, de repente, poniéndose violentamente enferma, rociase la alfombra con su vómito. Cualquier cosa era posible. Este restaurante había sido concebido en un sueño, pero el sueño no tenía por qué ser agradable.
Una voz aterciopelada brotó de la nada y murmuró:
—Señor Burris, señorita Kelvin, bienvenidos al Salón Galáctico. Por favor, den un paso hacia delante.
—Tenemos que subir a esa placa gravitatoria —le indicó él.
La placa, de color cobre, era un disco que tendría unos tres centímetros de grosor y metro ochenta de diámetro, y asomaba por el borde de su plataforma. Burris la llevó hacia ahí, e inmediatamente la placa se soltó de su sitio y empezó a deslizarse hacia arriba y hacia fuera. Lona no miró hacia abajo. La placa flotante les llevó hasta el otro extremo de la gran estancia y se posó junto a una mesa vacía precariamente suspendida en un risco a varios niveles. Burris bajó y ayudó a Lona a llegar hasta la cornisa. El disco que les había transportado se alejó revoloteando y volvió a su sitio. Lona lo vio de perfil por un instante, luciendo una alegre corona de luz reflejada.
La mesa, de una sola pata, daba la impresión de brotar orgánicamente de la cornisa. Lona se dejó caer agradecida en su asiento, que se amoldó instantáneamente a los contornos de su espalda y nalgas. Había algo de obsceno en ese confiado abrazo y, sin embargo, resultaba tranquilizador; pensó que si llegaba a marearse y empezaba a resbalar hacia el abismo que se abría a su izquierda el asiento no la soltaría.
—¿Qué te parece? —le preguntó Burris, mirándola a los ojos.
—Es increíble. Nunca imaginé que fuera así. —No le dijo que casi estaba mareada a causa del impacto que le había producido.
—Tenemos una de las mejores mesas. Probablemente es la que usa el mismo Chalk cuando come aquí.
—¡Nunca supe que hubiera tantas estrellas!
Miraron hacia arriba. Desde donde estaban sentados podían ver sin ningún obstáculo casi ciento cincuenta grados de arco. Burris le fue nombrando las estrellas y los planetas.
—Marte —dijo—. Ése es fáciclass="underline" el grande de color naranja. Pero, ¿puedes ver Saturno? Los anillos no son visibles, por supuesto, pero… —Le cogió la mano, guiándosela, y fue describiéndole la disposición de los cielos hasta que ella creyó comprender lo que decía— . Pronto estaremos ahí, Lona. Titán no es visible desde aquí, no a simple vista, pero antes de que pase mucho tiempo estaremos ahí. ¡Y entonces veremos esos anillos! Mira, mira ahí: Orión. Y Pegaso. —Fue nombrando las constelaciones para ella. Pronunció los nombres de las estrellas con un placer sensual a medida que iba articulando sus sonidos: Sirio, Arturo, Polaris, Bellatrix, Rigel, Algol, Antares, Betelgeuse, Aldebarán, Proción, Markab, Deneb, Vega, Alfeca—. Cada una de ellas es un sol —dijo—. La mayor parte poseen mundos. ¡Y ahí están todas, desplegadas ante nosotros!