—¡Hey! ¡Uno de ellos se ha escapado!
Lona reconoció las ardientes manchas de la furia en sus mejillas. Le apartó rápidamente de allí, pero la herida ya se había abierto. ¿Cuántas semanas de cuidadosas reparaciones de sí mismo destrozadas en un solo instante?
La noche empezó a cambiar a partir de ese momento. Hasta entonces Burris se había mostrado tolerante, levemente divertido, sólo un poco aburrido. Ahora se volvió hostil. Lona vio cómo las persianas de sus ojos retrocedían hasta el punto máximo de abertura y la fría mirada de aquellos ojos ahora revelados habría devorado igual que ácido toda esta tierra de diversiones si hubiera podido. Burris caminaba con paso envarado y rígido. Odiaba cada nuevo instante que pasaba aquí.
—Estoy cansado, Lona. Quiero ir a la habitación.
—Un poquito más.
—Podemos volver mañana por la noche.
—¡Pero aún es pronto, Minner! Sus labios hicieron cosas extrañas.
—Pues entonces quédate tú sola.
—¡No! ¡Me da miedo! Quiero decir…, ¿cómo iba a divertirme sin ti?
—Yo no me estoy divirtiendo.
—Parecía que sí… antes.
—Eso fue antes. Esto es ahora. —Tiró de su manga—. Lona…
—No —dijo ella—. No vas a sacarme de aquí tan pronto. En la habitación no hay más diversiones que dormir, hacer el amor y mirar a las estrellas. Esto es el Tívoli, Minner. ¡El Tívoli! Quiero absorber cada minuto que pase aquí.
Burris dijo algo que ella no logró entender, y se dirigieron a una nueva sección del parque. Pero ahora él estaba dominado por el nerviosismo. Unos cuantos minutos después ya le estaba pidiendo de nuevo que se fueran.
—Intenta pasártelo bien, Minner.
—Este lugar me pone enfermo. El ruido…, el olor…, los ojos.
—Nadie te está mirando.
—¡Muy gracioso! ¿Oíste lo que dijeron cuando…?
—Estaban borrachos. —Burris estaba mendigando su simpatía y, por una vez, Lona estaba cansada de dársela—. Oh, ya sé, han herido tus sentimientos. Es tan fácil herir tus sentimientos… ¡Bueno, pues por una vez deja de tenerte tanta lástima! ¡Estoy aquí para pasar un buen rato, y no me lo vas a estropear!
—¡No tienes corazón!
—¡Y tú no eres más que un egoísta! —le gritó ella.
Los fuegos artificiales se encendieron en lo alto. Una serpiente multicolor de siete colas se extendió a través de los cielos.
—¿Cuánto tiempo más quieres quedarte? —Ahora su voz se había vuelto de acero.
—No lo sé. Media hora. Una hora.
—¿Quince minutos?
—No regateemos. Todavía no hemos visto ni una décima parte de lo que hay aquí.
—Hay otras noches.
—Ya volvemos a eso. ¡Basta, Minner! No quiero pelearme contigo, pero no pienso ceder. No pienso ceder, eso es todo.
Burris le hizo una reverencia de cortesano, inclinándose hasta más abajo de lo que le habría sido posible conseguir a nadie con un esqueleto de estructura humana.
—A su servicio, milady. —Las palabras estaban cargadas de veneno. Lona decidió ignorar el veneno y le llevó hacia el paseo repleto de gente. Era la peor pelea que habían tenido hasta el momento. En el pasado, las fricciones habían sido frías, sarcásticas, contenidas, libradas a base de dobles sentidos. Pero nunca se habían puesto así, cara contra cara, ladrándose mutuamente. Incluso habían logrado atraer un pequeño público: Punch y Judy peleándose a grito limpio en beneficio de los interesados espectadores. ¿Qué estaba pasando? ¿Por qué se atacaban? Lona se preguntó por qué algunas veces tenía la impresión de que él la odiaba. ¿Por qué en aquellas ocasiones sentía que resultaría muy fácil odiarle?
Tendrían que estarse ayudando el uno al otro. Así había sido al principio. Un lazo de simpatía compartida les había unido, pues ambos habían sufrido. ¿Qué le había ocurrido a ese lazo? Ahora todo estaba cargado de una amargura tal… Acusaciones, recriminaciones, tensiones. Ante ellos, tres ruedas amarillas se interceptaban ejecutando una complicada danza de llamas. Luces palpitantes se encendían y se apagaban, oscilando de un lado a otro. En lo alto de una columna apareció una chica desnuda envuelta en un resplandor de luz viva. Agitó la mano haciendo señas, y un muecín llamó a los fíeles para que acudieran a la casa de la lujuria. Su cuerpo era de una femineidad improbable; sus pechos asomaban igual que cornisas, sus nalgas eran esferas gigantes. Nadie nacía siendo así. Tenía que haber sido alterada por los médicos…
Un miembro de nuestro club, pensó Lona. Sin embargo, no le importa. Ahí está, delante de todo el mundo y feliz de ganarse su paga. ¿Qué siente a las cuatro de la madrugada? ¿Le importa?
Burris tenía los ojos clavados en la chica.
—No es más que carne —dijo Lona—. ¿Por qué estás tan fascinado por ella?
—¡La que está ahí arriba es Elise!
—Te equivocas, Minner. No puede estar aquí. Y, desde luego, no ahí arriba.
—Te digo que es Elise. Mis ojos son más agudos que los tuyos. Tú apenas sabes cuál es su aspecto. Le han hecho algo a su cuerpo, lo han aumentado de alguna forma, ¡pero sé que es ella!
—Pues entonces ve a buscarla. Burris siguió inmóvil, paralizado.
—No dije que quisiera hacerlo.
—Sólo lo pensaste.
—¿Así que ahora estás celosa de una chica desnuda subida en lo alto de una columna?
—La amabas antes de conocerme.
—Nunca la amé —gritó él, y la mentira se grabó en llamas sobre su frente.
De un millar de altavoces brotó un cántico alabando a la chica, el parque, los visitantes. Todo el sonido acabó convergiendo en un solo rugido inarticulado. Burris se acercó a la columna. Lona le siguió. Ahora la chica estaba bailando, levantando las piernas, haciendo salvajes piruetas. Su cuerpo desnudo relucía. La carne hinchada temblaba y se agitaba. Era toda la carnalidad contenida en un solo recipiente.
—No es Elise —dijo de repente Burris, y el hechizo se rompió.
Se dio la vuelta, con una expresión aún más sombría que antes, y se detuvo. El público que les rodeaba se dirigía hacia la columna, convertida ahora en el punto focal del parque, pero Lona y Burris no se movieron, Estaban de espaldas a la danzarina. Burris se sacudió igual que si le hubieran golpeado y cruzó los brazos sobre el pecho. Luego se dejó caer en un banco, la cabeza gacha.
Esto no era ningún aburrimiento fingido. Lona se dio cuenta de que estaba enfermo.
—Me siento tan cansado —dijo con voz ronca—. Sin fuerzas. ¡Me siento como si tuviera mil años de edad, Lona!
Lona alargó la mano hacia él y tosió. Las lágrimas brotaron de repente de sus ojos. Se dejó caer en el banco, junto a él, luchando por recuperar el aliento.
—Yo me siento igual. Agotada.
—¿Qué está pasando?
—¿Algo que respiramos en esa viaje? ¿Algo que comimos, Minner?
—No. Mira mis manos.
Estaban temblando. Los pequeños tentáculos colgaban fláccidos. Tenía el rostro grisáceo.
Y ella: Era como si esta noche hubiera corrido ciento cincuenta kilómetros. O como si hubiera dado a luz un centenar de bebés.
Cuando Burris sugirió que se marcharan del parque de diversiones, Lona no discutió.
26 — Escarcha a medianoche
En Titán no pudo más y le dejó. Burris lo había estado viendo venir desde hacía días, y no se llevó ninguna sorpresa. Fue casi algo parecido a un alivio.
La tensión no había dejado de aumentar desde el Polo Sur. No estaba seguro de por qué razón, aparte el que no estaban hechos para vivir juntos. Pero habían estado lanzándose el uno al cuello del otro casi continuamente, primero de forma disimulada, luego de forma abierta pero figurativamente y, por fin, literalmente. Y ella le dejó.