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—Pregúntame algo sobre fechas. Cualquier cosa.

Se mecía rítmicamente hacia atrás y hacia delante. Su sonrisa no se había esfumado en ningún momento. Lona pensó que mentalmente tendría unos siete años de edad.

—Pregúntame cuándo murió George Washington. Pregúntamelo. O cualquier otro. Cualquiera que fuese importante.

—Abraham Lincoln —dijo ella con un suspiro.

—El 15 de abril de 1865. ¿Sabes cuántos años tendría si aún estuviese vivo el día de hoy? —Se lo dijo, al instante, incluidos los días. A Lona le pareció que la fecha estaba bien. Melangio daba la impresión de estar muy satisfecho de sí mismo.

—¿Cómo lo haces?

—No lo sé. Puedo hacerlo, eso es todo. Siempre he sido capaz de hacerlo. Puedo recordar el clima y todas las fechas. —Se rió—. ¿Me tienes envidia?

—No mucha.

—Hay gente que sí. Les gustaría poder aprender a hacerlo. Al señor Chalk le gustaría saber cómo se hace. Quiere que te cases conmigo, ¿sabes?

Lona dio un respingo. Intentando no ser cruel, preguntó:

—¿Te lo ha dicho él?

—Oh, no. No con palabras. Pero lo sé. Quiere que estemos juntos. Igual que lo estuviste antes con el hombre de la cara rara. A Chalk le gustó mucho eso. Especialmente cuando discutías con él. En una ocasión yo estaba con el señor Chalk, y se le puso la cara roja, y me echó de la habitación, y luego volvió a llamarme. Debió ser cuando tú y el otro estabais teniendo una pelea.

Lona intentó comprender algo de todo aquello.

—David, ¿puedes leer las mentes?

—No.

—¿Puede Chalk?

—No. Leer no. No viene en palabras. Viene en sensaciones. Lee las sensaciones. Lo sé. Y le gustan las sensaciones desagradables, cuando no se es feliz. Quiere que seamos infelices juntos, porque eso le hará feliz.

Perpleja, Lona se inclinó hacia Melangio y dijo:

—David, ¿te gustan las mujeres?

—Me gusta mi madre. Algunas veces me gusta mi hermana. Aunque me hicieron mucho daño cuando era joven.

—¿Has querido casarte alguna vez?

—¡Oh, no! ¡Casarse es para los adultos!

—Y tú, ¿cuántos años tienes?

—Cuarenta años, ocho meses, tres semanas y dos días» No sé cuántas horas. Nunca me han dicho a qué hora nací.

—Pobre desgraciado…

—Me tienes pena porque nunca me han dicho a qué hora nací.

—Me das pena y punto —dijo ella—. Pero no puedo hacer nada por ti, David. Ya he agotado toda mi bondad. Ahora la gente tendrá que empezar a ser buena conmigo.

—Yo soy bueno contigo.

—Sí, lo eres. Eres muy bueno. —Le cogió la mano, siguiendo un impulso repentino. Tenía la piel lisa y fresca. Pero no tan lisa como la de Burris, ni tan fría. Melangio se estremeció ante ese contacto, pero dejó que le apretara la mano. Después de un segundo Lona la soltó y fue hacia la pared, y pasó las manos por ella hasta que la puerta se abrió. La cruzó, y vio a Nikolaides y D’Amore hablando en susurros al otro lado.

—Chalk quiere verte ahora —dijo D’Amore—. ¿Lo has pasado bien con David?

—Es encantador. ¿Dónde está Chalk? Chalk estaba en su sala del trono, suspendido en las alturas. Lona subió por los peldaños de cristal. Al aproximarse al hombre gordo sintió volver las viejas timideces. En los últimos tiempos había aprendido a tratar con la gente, pero tratar con Chalk quizá estuviera más allá de su alcance.

Chalk estaba meciéndose en su inmenso asiento. Su ancho rostro se frunció en lo que Lona tomó por una sonrisa.

—Qué agradable volver a verte. ¿Disfrutaste con tus viajes?

—Fueron muy interesantes. Y, ahora, mis bebés…

—Por favor, Lona, no corras. ¿Has conocido a David?

—Sí.

—Tan digno de compasión. Tan necesitado de ayuda. ¿Qué piensas de su don?

—Hicimos un trato —dijo Lona—. Yo cuidaría de Minner, y tú me conseguirías a un par de mis bebés. No quiero hablar de Melangio.

—Rompiste con Burris antes de lo esperado —dijo Chalk—. No he completado todos los acuerdos concernientes a tus niños.

—¿Vas a conseguírmelos?

—Dentro de poco. Pero todavía no. Se trata de una negociación difícil, incluso para mí. Lona, ¿querrás hacerme un favor mientras esperas a los niños? Ayuda a David tal y como ayudaste a Burris. Lleva un poco de luz a su vida. Me gustaría veros juntos. Una persona tan cálida y maternal como tú…

—Esto es un truco, ¿verdad que sí? —dijo ella de repente—. ¡Jugarás conmigo eternamente! ¡Un zombi después de otro para que yo les haga mimos! Burris, Melangio, y luego, ¿quién sabe cuál será el siguiente? No. No. Hicimos un trato. Quiero mis bebés. Quiero mis bebés.

Los amortiguadores sónicos empezaron a zumbar para reducir el impacto de sus gritos. Chalk parecía algo sobresaltado. De una forma indefinible, daba la impresión de estar al mismo tiempo complacido e irritado por esta exhibición de temperamento. Su cuerpo pareció hincharse y expandirse hasta que pesó un millón de kilos.

—Me has engañado —dijo ella, ahora en voz más baja—. ¡Nunca tuviste intención de hacer que me los devolvieran!

Dio un salto. Arrancaría pedazos de carne de ese gordo rostro.

Al instante, del techo cayó una fina red de hebras doradas. Lona chocó con ella, rebotó, y volvió a saltar hacia delante. No podía llegar a Chalk. Estaba protegido.

Nikolaides, D’Amore. La sujetaron por los brazos. Lona intentó golpearles con sus pesados zapatos.

—Ha sufrido una tensión excesiva —dijo Chalk—. Necesita que se la calme.

Algo se clavó en su muslo izquierdo. Lona se derrumbó y quedó inmóvil.

28 — Llorar, ¿qué debo llorar?

Estaba cansándose de Titán. Después de la partida de Lona se lanzó sobre la luna helada como si fuera una droga. Pero ahora ya estaba entumecido. Nada de lo que Aoudad pudiera decir o hacer —o de lo que pudiera conseguirle—, nada le mantendría aquí por más tiempo.

Elise yacía desnuda junto a él. Por encima de ellos, la Cascada Helada colgaba suspendida en un desplomarse inmóvil. Habían alquilado un trineo a motor y habían venido solos, para estacionarlo en la boca del glaciar y hacer el amor bajo la iridiscencia de la luz de Saturno sobre el amoníaco congelado.

—¿Lamentas que haya venido hasta ti, Minner? —le preguntó ella.

—Sí. —Con Elise no necesitaba disimular.

—¿Sigues echándola de menos? No te hacía falta.

—Le hice daño. Innecesariamente.

—Y ella, ¿qué te hizo?

—No quiero hablar de ella contigo. —Se irguió en el asiento y apoyó las manos sobre los controles del trineo. Elise se irguió también, pegando su carne a la de Burris. En esta extraña luz parecía más pálida que nunca. ¿Había sangre en ese cuerpo opulento? Estaba tan blanca como una muerta. Burris puso en marcha el trineo, y éste se arrastró lentamente por el borde del glaciar, alejándose de la cúpula. Aquí y allá se veían estanques de metano—. ¿Te molestaría que abriese el techo del trineo, Elise? —dijo Burris.

—Moriríamos. —No parecía preocupada.

—Tú morirías. Yo…, no estoy seguro. ¿Cómo sé que este cuerpo no puede respirar metano?

—No es probable. —Se estiró, voluptuosa, lánguida—. ¿Adonde vamos?

—A hacer turismo.

—Quizá no sea seguro ir por ahí. Podrías romper el hielo.

—Entonces moriríamos. Sería un descanso, Elise.

El trineo dio con una lengua de hielo nuevo, frágil y quebradiza. El vehículo se estremeció levemente, y Elise también. Burris observó sin demasiada atención cómo la onda de la sacudida se desplazaba por su abundante carne. Ya llevaba una semana con él. Aoudad la había traído. Había mucho que decir de su voluptuosidad, muy poco de su alma. Burris se preguntó si el pobre Prolisse había llegado a saber qué clase de mujer tomó por esposa.