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Agarró una botella de oxígeno que llevaba en el avión para vuelos a gran altitud y avanzó por la nieve siguiendo la cuerda. Por encima de su cabeza oía el ronroneo del motor de la avioneta de Skip que trazaba círculos en el aire mientras buscaba un sitio donde aterrizar. Joe tiró de la cuerda.

– ¿Alguien me oye?

Oyó un sonido débil como respuesta.

– Oh, Dios. Me había parecido oír un avión. Me he enredado con las cuerdas. Tendrá que sacarme.

Joe se sentó en la nieve y clavó los talones en la superficie helada, entonces agarró las cuerdas y empezó a tirar de la alpinista. Para alivio suyo, no era una mujer grande, y era lo suficientemente fuerte como para ayudarlo. Finalmente la capucha de su cazadora apareció en la nieve delante de él.

Cuando Joe llegó hasta la mujer, ella se había desmayado. Colocó la máscara sobre su cara medio congelada y le ordenó que respirara. Entonces le retiró las gafas de sol y vio cómo entreabría los ojos despacio. Una sonrisa débil asomó a sus labios.

– ¿Es usted real? dijo ella con voz ronca.

Joe esbozó la sonrisa más encantadora para la mujer, aunque quedara escondida bajo el cuello levantado de su cazadora de plumón. Sus mejillas y su nariz casi congeladas no ocultaban la belleza del rostro de la mujer.

– Sí, soy real. Y usted tiene mucha suerte de estar viva.

– Nunca pensé que llegaría a salir de esa grieta -murmuró con su acento musical-. He pasado ahí la noche, apenas consiguiendo sujetarme.

– ¿Puede ponerse de pie?

Ella asintió y él la ayudó a hacerlo mientras seguía sujetándole la máscara de oxígeno a la cara. Ella le echó el brazo por los hombros para apoyarse, y él tiró de ella hasta el avión.

– Le debo la vida -dijo la mujer sin aliento mientras colocaba un pie delante del otro.

Joe sonrió para sus adentros, mientras en su mente anticipaba la reacción que recibiría de vuelta en el refugio. Tanto Hawk como Tanner se habían maravillado de su talento particular con las mujeres. Para sorpresa de sus dos compañeros, siempre conseguía rodearse de las mujeres más bonitas de Alaska. Y en ese momento había vuelto a hacerlo, encontrando a una bonita rubia en un corte del Glaciar Kahiltna.

– Ha sido un placer -dijo él-. Mi misión en la vida es rescatar a damas en apuros.

Ella se detuvo para respirar hondo y lo miró.

– No sé cómo podré pagarle lo que ha hecho por mí.

Joe sonrió. Era un hombre afortunado en más de una cosa.

– ¿Qué tal una cena? Quiero decir, después de que haya tenido oportunidad de calentarse. Conozco un sitio pequeño y agradable en Talkeetna donde preparan muy bien la pasta.

Perrie Kincaid se subió el cuello de la cazadora y maldijo entre dientes por la llovizna fría e implacable que no dejaba de caer. Miró alrededor en la calle vacía desde su escondite entre las sombras de un edificio desierto, antes de fijarse de nuevo en el Mercedes negro que estaba aparcado junto a los muelles de carga. Una bombilla desnuda se balanceaba movida por la brisa cargada de salitre, iluminando con una luz temblorosa y fantasmal la abollada puerta de acero del almacén de ladrillos abandonado.

En el interior del coche el brillo del cigarrillo iluminó el perfil del conductor. Mad Dog Scanlon.

Llevaba tanto tiempo siguiendo al jefe de Mad Dog, que a Perrie le parecía como si fueran viejos amigos ya. Miró su reloj de pulsera, aspiró hondo y maldijo de nuevo.

– ¿Vamos, por qué tardan tanto? Es un negocio simple. Lo único que necesito es verles bien la cara, sólo para confirmar, y esta historia estará en la primera página de todos los periódicos.

El olor a salitre la rodeaba. La humedad, esa nube constante que parecía colgar sobre la ciudad de Seattle en invierno, avanzaba tierra adentro desde el estrecho. Perrie movió los pies y se frotó las manos, tratando de calentarse los dedos congelados. Si tenía que esperar mucho más, tal vez empezara a enmohecerse, junto con todo lo demás en aquel barrio de mala muerte.

Debería estar acostumbrada ya a aquel clima. Seattle había sido su hogar desde hacía diez años. Había ido hacia el oeste desde la universidad de Chicago para ocupar un puesto en el Seatle Star. Había empezado escribiendo necrológicas, y después subido de categoría para ocupar un puesto en la sección Lifestyles. Cuando se veía casi condenada a escribir sobre temas insustanciales, la sección del periódico que editaba las noticias locales había ofertado un puesto de escritor en plantilla. Perrie le había rogado a Milt Freeman, el editor de la sección, que se lo diera a ella para darle una oportunidad con las noticias importantes, aunque llevara tres años escribiendo artículos de cocina y jardinería. Después de una semana de constantes peticiones y de una caja de su whisky escocés favorito, él había cedido y finalmente le había dado el puesto.

Milt le había dicho más tarde que había sido su tenacidad lo que lo había convencido, no el whisky; la misma tenacidad que había utilizado para convertirse en la periodista más importante de la sección de investigación del Star. Y en ese momento, la misma determinación y obstinación de la que estaba echando mano. Un buen reportero anhelaría un baño caliente y una cama calentita más o menos en esos momentos. Pero Perrie se tenía por una excelente reportera, y estaba precisamente donde quería estar. Justo en medio de todo aquel tinglado.

Su nombre en el encabezamiento de los artículos del periódico era importante. Había descubierto cuatro historias importantes en Seattle en los últimos dos años, y tres de ellas habían sido retransmitidas por las agencias de noticias nacionales.

Sus compañeros de la industria televisiva la temían, incapaces de arrebatarle ni el más mínimo detalle que se le pusiera por delante. Y llovizna o no, iba a desenmascarar también esa historia.

El almacén aparentemente abandonado era en realidad el centro neurálgico de un grupo de contrabandistas que traficaba con coches de lujo robados, coches que seguramente habían sido aparcados horas antes a la puerta de los restaurantes más de moda de la ciudad. Una vez robados, eran cargados en enormes contenedores y enviados por barco al Lejano Oriente, donde eran cambiados por heroína pura, que se cargaba de nuevo en el barco y era transportada a Seattle.

La banda de contrabandistas era sólo una pequeña parte de la historia. Había habido chantaje y un intento de asesinato. Pero la parte que le haría ganar el premio Pulitzer sería el rastro que conducía directamente al Congreso de los Estados Unidos, hasta el congresista del estado de Washington, Evan T. Dearborn.

En algún lugar del interior de aquel almacén, el jefe de personal de Dearborn estaba reunido con el jefe de Mad Dog, el hombre a cargo de aquella pequeña operación, hombre de negocios de Seattle y sórdido residente de la ciudad, Tony Riordan. Durante diez años, Riordan había vivido al filo de la ley, siempre involucrado en algún asunto ilegal, pero también mostrando siempre el cuidado suficiente como para no dejarse atrapar; y de paso utilizando los «beneficios» de sus tratos de negocios para sobornar a algún que otro político. Con Dearborn, había enganchado a un pez gordo.

Pero todo llegaba a su fin, porque Riordan estaba a punto de caer; y se llevaría consigo a un montón de sus peligrosos amigos, incluido el congresista. La policía llevaba casi tanto tiempo como Perrie siguiéndole el rastro a Riordan. Perrie se metió la mano en el bolsillo y tocó su móvil. Tarde o temprano, tendría que llamar a la policía. Pero no hasta que hubiera dado con la pieza final del rompecabezas, prueba concluyente que relacionaría al despacho del congresista con Tony Riordan. Y no hasta que su historia estuviera escrita en el periódico para que todo el mundo pudiera leerla.

Al oír que se abría la puerta de un coche, Perrie centró de nuevo su atención en el Mercedes, de donde vio salir a Mad Dog. Le temblaban las manos, pero agarró la cámara que le colgaba del cuello y en silencio rogó que no se hubiera atascado alguna pieza en las dos horas que llevaba de pie bajo la lluvia. Retiró la tapa de la lente, se llevó la cámara al ojo y enfocó la puerta.