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– No lo sé. Pero lo que vaya a pasar no va a ser aquí.

Él sonrió.

– Entonces creo que deberíamos marcharnos.

En cuanto salieron, la agarró de la cintura y la empujó suavemente contra la pared de ladrillo. Entonces la besó en la boca apasionadamente mientras con desesperación sus manos buscaban su cuerpo suave y cálido bajo la cazadora. Le levantó la pierna para pegarla a su cadera y se balanceó hasta que ella se lo imaginó encima de ella, dentro de ella.

– Quiero amarte, Perrie -murmuró Joe mientras le mordisqueaba el cuello.

Ella hundió las manos en sus cabellos y le echó la cabeza hacia atrás.

– Llévame a casa.

Mientras maldecía entre dientes, Joe buscaba frenéticamente entre el revoltijo que había en su mesilla de noche de su dormitorio en el refugio. ¿Por qué no lo había planeado con tiempo? Nada más entrar en la cabaña de Perrie se dio cuenta de que se había olvidado de algo. Y en ese momento, la primera vez que iba a hacer el amor con una mujer a la que amaba de verdad, no estaba preparado.

Joe se quedó inmóvil, sorprendido por sus pensamientos. No, no podía ser. La idea se le había colado en el pensamiento por equivocación. Pero jamás le había pasado antes.

– Amo a Perrie Kincaid -dijo despacio, probando el sonido de cada sílaba al formarse en sus labios.

El decirlo en voz alta era lo único que hacía falta para darse cuenta de que era verdad. Amaba a Perrie. Y esa noche, por primera vez en su vida, haría el amor de verdad con una mujer. Jamás se había preguntado cuándo, ni de qué manera, acabaría aquello. Simplemente la amaba.

En ese momento, alguien llamó a su puerta con suavidad, y Tanner lo llamó desde el otro lado de la puerta. Cuando contestó, su amigo abrió la puerta y entró en el cuarto.

– Has vuelto temprano -dijo Tanner-. Pensaba que Perrie y tú lo estaríais celebrando toda la noche.

– Y en eso estamos -contestó mientras cerraba el cajón-. Me está esperando en la cabaña. ¿Cómo es que habéis vuelto tan pronto?

– Sammy estaba agotado. Y últimamente Julia se siente un poco cansada.

– ¿Está bien? -preguntó Joe-. No estará enferma.

– Está embarazada -dijo Tanner. Joe se quedó boquiabierto.

– Queríamos decírtelo desde que volvimos, pero no has parado ni un momento. Has estado tanto tiempo con Perrie…

Joe se levantó de la cama y le dio un abrazo a Tanner.

– Me alegro tanto por vosotros -murmuró-. Julia y tú os merecéis lo mejor. Y también Sammy. Vaya, Tanner, vas a ser papá. Bueno, ya lo eres. Sammy y tú os lleváis de maravilla.

– ¿Y tú? -le preguntó Tanner-. No es difícil ver lo que está pasando entre Perrie y tú.

Él se volvió y empezó a pasearse por el cuarto.

– Estaba pensando en eso precisamente -Joe hizo una pausa, pero ya no le costaba decirlo-. La amo. Jamás he sentido nada igual en mi vida y, créeme, estoy tan sorprendido como puedan estarlo los demás. Pero ella es lo mejor que me ha pasado en la vida. Es testaruda e impertinente; y no le tiene miedo a los retos.

– ¿Ésas son buenas cualidades?

– Sí -dijo Joe riéndose-. Y es dulce y buena, y tiene un talento para escribir como jamás he visto. Es tan lista… Con Perrie puedo hablar de todo. Y ella adivina todo lo que estoy pensando. No puedo engañarla Joe suspiró-. No es fácil, pero eso sólo me hace desearla más.

– ¿Qué vas a hacer?

– Aún no lo he decidido.

– Bueno, será mejor que te des prisa. Esta noche ha llamado el jefe de Perrie. Creo que ya puede volver a Seattle.

Joe cerró los ojos y se pasó la mano por la cabeza.

– Qué bien. Acabo de darme cuenta de que la amo, y ella se irá a casa en cuanto lo sepa.

– ¿De verdad? ¿Tan seguro estás de eso?

– Eso es lo único que quería desde el primer día -dijo Joe-. Tú no conoces a Perrie. Aunque me amara, nunca lo reconocería. Ese orgullo que tiene no se lo permitiría.

– Vas a tener que darle el mensaje de su jefe. Y también vas a tener que decirle lo que piensas.

– ¿Qué le digo primero? -dijo Joe-. ¿Me amará o me dejará?

Tanner se echó a reír.

– Supongo que eso debes decidirlo tú. Dale una buena razón para quedarse y lo hará.

Y dicho eso, Tanner salió del cuarto y cerró la puerta, dejando a Joe a solas con sus pensamientos.

Pasado un momento, Joe se guardó en el bolsillo de la cazadora el paquete que finalmente había encontrado y se levantó de la cama. No iba a obtener ninguna respuesta si se quedaba allí solo en su dormitorio. Todas las respuestas las tenía Perrie. La distancia entre el refugio y la cabaña la cubrió en un tiempo récord. Cuando abrió la puerta, esperaba encontrarla allí, donde la había dejado. Pero entonces se dio cuenta de que había tardado mucho rato,

Vio su cazadora en el suelo, y también sus mitones y sus botas; un poco más allá, a los pies de la cama, estaban los pantalones vaqueros y el suéter. Perrie estaba en la cama, profundamente dormida.

Se arrodillo junto a ella y estudió su rostro. Tenía las mejillas todavía sonrosadas del frío y el pelo sobre la cara. Sus pestañas largas y oscuras temblaron suavemente, como si luchara por escapar del sueño. Joe se inclinó hacia ella y la besó.

Ella abrió los ojos y esbozó una sonrisa adormilada.

– Lo siento. Tardabas tanto. Y estaba tan cansada.

– Es mejor que me marche y te deje descansar. Has tenido un día muy ajetreado.

Ella le acarició la mejilla.

– Quiero que te quedes -se dio la vuelta y dio unas palmadas en la cama, invitándolo sin palabras.

Joe se quitó la ropa y se metió en la cama a su lado. Se colocó de lado y muy despacio trazó el contorno de sus labios con el pulgar. Una leve sonrisa le tocó los labios y entonces ella le besó los dedos.

Una potente oleada de deseo anegó sus sentidos, irrefrenable en su intensidad, y él se colocó encima de ella, con las manos a ambos lados de su cabeza, y apretó sus caderas contra las suyas.

Ella era cálida y vulnerable, y con cada beso él sentía que su deseo por él crecía a la par que el suyo.

Cada caricia, cada suspiro era una maravilla, y Joe se dio cuenta de que amarla era algo más que palabras. La amó con las manos y con la boca, y donde la tocaba ella despertaba a la vida. Quería conocer cada-rincón íntimo de su cuerpo, quería entender sus suspiros y gemidos, o las fugaces expresiones que cruzaban su rostro.

Ella era todo curvas, suavidad y seda. Joe iba acariciándola despacio, con toda la mano: los pechos, el vientre, las caderas, los hombros… Antes de que llegara el día, habría memorizado cada centímetro de su cuerpo. Y si ella lo dejaba, Joe siempre podría cerrar los ojos y memorizar cada detalle. Pero no permitiría que ella se marchara. Le haría el amor y, en su pasión, sellarían un vínculo inquebrantable.

Ella se quitó la camiseta, y Joe se quedó boquiabierto al ver lo bella que era. Cerró los ojos y le acarició el cuello con la nariz y los labios, y entonces fue descendiendo lentamente, mordiéndola, lamiéndola, hasta llegar al pezón.

Ella se revolvía bajo sus caricias mientras murmuraba su nombre y le hundía los dedos entre los cabellos. Él sintió un poder absoluto, y al mismo tiempo una vulnerabilidad sorprendente. Podía hacerla gemir de placer, y ella podría romperle el corazón.

Acarició su vientre liso, cada vez más abajo, hasta que metió la mano por debajo de sus finas braguitas. Ella respiraba con agitación, gemía con frenesí, rogándole que le diera más. El le metió la mano entre los muslos y empezó a acariciarla.

– Qué mojada estás -le susurró-. Es maravilloso…

– Maravilloso… -repitió Perrie con voz ronca-. ¿Qué me estás haciendo, Joe?

– ¿Quieres que pare?

– No, no pares, por favor… Tócame ahí. Así, justo así.

Con cada caricia su deseo aumentaba. Joe quería llevarla hasta el borde del abismo y después atraparla mientras descendía por un precipicio de dulce inconsciencia. Sintió que se ponía tensa y supo que estaba cerca.