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¿Y dónde se había metido con él su instinto periodístico? ¿Por qué a otras personas las calaba enseguida y a él no? ¿Por qué no estaba segura de sus sentimientos o sus motivos?

En la última semana habían sido inseparables, y Perrie había esperado que él le declarara sus sentimientos. Pero Joe no había dicho nada

Perrie aspiró hondo. Trazaría un plan. Irían a Cooper, y ella trataría de marcharse. Si él la dejaba ir, entonces sabría que no le importaba. Pero si la hacía quedarse, ella le preguntaría por sus motivos. Él tendría entonces que revelar la verdadera naturaleza de sus sentimientos por ella… o reconocer que sólo estaba cumpliendo con su deber.

Perrie se estremeció de aprensión. Todo el amor que sentía por él dependía de su respuesta a una pregunta imposible: ¿la dejaría marchar?

Podría haber esperado; de todos modos muy pronto Milt la llamaría para que volviera a Seattle. Pero de algún modo le parecía más fácil así. Si no la quería, al menos no tendría que vérselo en la cara. Ella saldría de su vida sin mirar atrás.

Perrie se puso de pie y se frotó los brazos para quitarse la carne de gallina. Lo que estaba haciendo era lo correcto. Jamás había sido de las que retrasaba lo inevitable. Cuanto antes lo supiera, antes podría continuar con su vida.

El único problema era que quería que el resto de su vida empezara en ese momento. Y quería que incluyera a Joe Brennan.

– Creo que deberíamos tener habitaciones separadas.

Joe se quedó de piedra y se volvió a mirar a Perrie. Acababan de llegar al complejo tras una hora de vuelo, y Perrie había elegido tirar aquella bomba en el último momento. Joe sabía que algo la inquietaba, puesto que desde que habían salido de Muleshoe se había mostrado distante.

Joe había pensado que estaría contenta de que hubiera ido él; después de todo, habían pasado tanto tiempo juntos en los últimos días que no se le había ocurrido que pudiera querer estar sola. Y después de la noche anterior… ¿Qué mejor sitio para estar juntos que un complejo vacacional como aquel en pleno invierno?

Paseos en trineo, buena comida, baile y las termas de agua caliente. No se le ocurría un sitio más romántico que aquél tan cerca de casa.

Pero el viaje había sido de ella, y tal vez él la hubiera presionado de algún modo apuntándose así. Lo de la noche anterior había sido un paso enorme para los dos, y a Joe no le sorprendería si a ella de pronto le pesara lo que había hecho.

– Claro -dijo él-. Habitaciones separadas está bien.

Pero se obligó a esbozar una sonrisa de agradecimiento.

– Quiero decir, es que… bueno, en realidad no hemos… y si decidimos que no queremos…

Él fue a acariciarle la mejilla.

– Perrie, no pasa nada.

– La gente podría comentar -murmuró mientras se echaba el bolso al hombro y se dirigía hacia la puerta.

Joe se quedó mirándola mientras sacudía la cabeza. Si de verdad se pensaba que se había tragado ese cuento, estaba lista. Seguramente había pensado que iría allí con otro piloto; con alguien que no la vigilaría cada minuto del día…

De pronto todo le pareció tan claro como la luz del día. Perrie había planeado marcharse. Maldita sea, después de lo que habían vivido, de lo que habían compartido, todavía quería volver a Seattle.

Cerró los ojos para controlar la oleada de rabia que estaba a punto de ahogarlo. Bien. No pensaba obligarla a quedarse. Si Milt Freeman había dicho que ya no había peligro y podía volver, la dejaría marchar. Si Perrie podía tirar por la borda todo con tanta facilidad, entonces tal vez no fuera tan especial como había pensado.

Joe se acercó a Perrie y rellenó la hoja de registro, firmando con una floritura de frustración. Entonces agarró los dos manojos de llaves y continuó por el pasillo.

Ella se acercó a él y lo agarró del brazo.

– Lo entiendes, ¿no?

– Claro. Éste es tu viaje, no el mío. En realidad, si quieres, puedo volver a Muleshoe ahora mismo.

Sus palabras la tomaron por sorpresa, y por un momento pareció como si fuera a aceptar la oferta.

– No -dijo Perrie por fin-. Me alegro de que estés aquí. ¿Por qué no deshacemos la bolsa y vamos a almorzar algo?

Joe abrió la puerta de la habitación de Perrie y la ayudó a meter sus bolsas. Si quería marcharse, haría mejor en ponérselo fácil.

– La verdad, me apetece ducharme -dijo él-. ¿Por qué no nos encontramos en una hora? Después del almuerzo, podríamos probar las aguas termales.

Perrie asintió y lo acompañó a la puerta.

– Entonces te veo dentro de una hora.

Joe la miró, preguntándose si aquélla sería la última vez que vería sus preciosos ojos verdes. ¿Se largaría en cuanto lo perdiera de vista? Quería abrazarla y besarla, decirle que estaba enamorado de ella. Pero su instinto de supervivencia le impedía decir nada. El tiempo le diría si ella lo amaba de verdad.

Él se inclinó y le dio un beso en la mejilla.

– De acuerdo, te veré después.

Cuando llegó a su dormitorio, Joe dejó su bolsa de lona en el suelo con frustración.

– La primera mujer a la que amo, y ella no me ama.

Como estaba apoyado en la puerta, oyó un ruido y se asomó a mirar por la mirilla. Perrie miró a derecha e izquierda, para después continuar pasillo adelante.

Minutos después, Joe estaba escondido entre las sombras de un rincón del salón bar del complejo, con la atención fija en lo que estaba ocurriendo a la barra. Debería haber sabido que lo intentaría. Debería haberlo sabido.

Vio que hablaba con el camarero antes de avanzar unos metros hasta sentarse junto a un hombre que estaba sentado en un extremo de la barra. Hablaron durante tres o cuatro minutos. Perrie miraba a su alrededor de tanto en cuanto, como si pensara que estaba siendo observada. Entonces le dio un apretón de manos y salió corriendo del bar, y pasó tan cerca de Joe, que podría haberla tocado, pero no lo vio.

Cuando estuvo seguro de que se había largado, salió y fue a interrogar al hombre de la barra.

– La mujer pelirroja. ¿Qué quería? -le dijo mientras se sentaba a su lado en un taburete.

El tipo le respondió en tono burlón.

– ¿Y a usted qué le importa, amigo?

Joe lo miró largamente, preguntándose si agarrarlo por las solapas y zarandearlo. Entonces se puso de pie y se inclinó hacia delante.

– Es asunto mío, ¿de acuerdo? Ahora, conteste a mi pregunta.

El tipo se encogió de hombros.

– Quiere que la lleve a Seattle en mi avión.

– ¿Le va a pagar?

– Para empezar me dio un número de su tarjeta de crédito. Dijo que me daría quinientos más en metálico al llegar a Seattle si estaba dispuesto a esperar.

– ¿Cómo se llama usted? -le preguntó Joe.

– Andrews. Dave Andrews.

– He oído hablar de usted. ¿Bien, Andrews, si hago averiguaciones sobre usted y su avión, voy a quedarme contento? -le dijo Joe.

– Eh, oiga, soy un buen piloto. Y mantengo mi avión en perfecto estado. Puede preguntar a cualquiera de los que están por aquí.

– ¿Cuándo quiere que la lleve?

– A última hora de la tarde.

Joe se metió la mano en el bolsillo de la cazadora y sacó la cartera, de donde sacó dos billetes de cincuenta dólares.

– Llame a su habitación y dígale que no puede llevarla hasta mañana por la mañana. Está en la treinta y siete.

– ¿Quién demonios es usted?

– Brennan. Joe Brennan.

Andrews pestañeó con sorpresa.

– ¿De Polar Bear Air? ¿No es usted quien encontró a esa montañera en el Denali hará unas semanas?

– Sí, ese soy yo.

Andrews sonrió y le dio unas palmadas en el hombro.

– Buena vista. ¿Pero si quiere que esta señorita vaya a Seattle mañana, por qué no la lleva usted mismo?