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Una y otra vez él la llevaba al borde del placer con delicioso cuidado. Frustrada, le tiró del pelo, impaciente con su juego.

– Ya basta -le dijo ella.

Una sonrisa plácida curvó sus labios mientras la observaba con los ojos entrecerrados.

– ¿Qué quieres? Dímelo.

– Te deseo a ti -dijo Perrie-. Dentro de mí.

Él se puso de pie y se desnudó del todo. Entonces se volvió y buscó en su bolsa un preservativo. Mientras Perrie admiraba la belleza de su cuerpo, le deslizó el preservativo por el miembro en erección con dedos temblorosos, y ambos se echaron sobre la cama.

Nada en el mundo la había preparado para la fuerza de su unión amorosa. Mientras él se hundía entre sus piernas, ella perdió la noción de la realidad, del tiempo y del espacio, girando en un vórtice de placer. La sangre le golpeaba ardiente en las venas, al tiempo que unos gemidos suaves e incoherentes se escapaban de su garganta. Al tiempo que él aumentaba la velocidad, también crecía la tensión.

Sus músculos se tensaron y dejó de respirar, y de pronto sintió que alcanzaba la cima del placer mientras Joe continuaba embistiéndola. Él gritó al mismo tiempo, y ella le clavó las uñas en la espalda mientras él también encontraba su liberación.

Mientras regresaban suavemente a la realidad, sus pensamientos se aclararon y se vio invadida por una cálida sensación de dicha. Ésa era su realidad. Amaba a ese hombre como no había amado a otro. Más tarde, en la oscuridad de la noche, podría pensar en todo lo que iba a perder. Pero de momento Joe y ella estaban juntos.

Ella esperó a que él le dijera algo, pero no dijo riada. Sólo la apretó contra su cuerpo y la abrazó con tanta fuerza, que Perrie se preguntó si podría dejarla ir.

Perrie cerró los ojos e hizo como si se durmiera; con la esperanza de evitar cualquier declaración apasionada de amor. Pero eso no iba a ser así, ya que un buen rato después, en el silencio de la noche, Joe la abrazó y le dijo:

– Te amo, Perrie -sus labios cálidos le acariciaron el hombro-. Y sé que tú me amas a mí.

Horas después, mucho después de que Joe se quedara dormido, Perrie seguía despierta. Aunque era de madrugada, aún no había amanecido. Se levantó de la cama, recogió su ropa y se vistió en silencio. Aunque lo intentó, no pudo apartar sus ojos de él. Tenía un aspecto tan dulce, tan vulnerable, con las sábanas revueltas medio cubriendo su cuerpo y el cabello despeinado.

Pero aquello no era más que un sueño. Había pasado dos semanas viviendo la vida de otra persona, la de una mujer que apenas conocía. No podía cambiar su vida sólo porque se había permitido el lujo de perderse en una fantasía durante un breve espacio de tiempo.

Con todo el coraje que poseía, Perrie miró a Joe por última vez y salió de la habitación. Todo iría bien. Sería capaz de olvidar todo aquello cuando volviera a Seattle.

10

Perrie se quedó con la vista fija en el monitor del ordenador. Había salido de Alaska al amanecer, y eran casi las ocho de la tarde. En lugar de ir a casa, se había ido directamente a la oficina. Pero había estado fuera tanto tiempo, que cuanto antes regresara a la rutina, antes podría olvidar aquellas dos semanas.

Además, tenía que terminar la historia de las novias, lo cual le traía recuerdos y una insidiosa sensación de arrepentimiento. No podía pensar en su estancia en Muleshoe sin pensar en él y en todo lo que habían compartido.

– ¡Kincaid! ¡Has vuelto!

Perrie salió de su ensoñación, casi agradecida por la distracción. Se puso derecha para prepararse para la reprimenda de Milt. Su editor no se alegraría de verla, pero tendría que aguantarse. No dejaría que volviera a enviarla a Alaska. No pensaba moverse de Seattle.

– Ah, Kincaid Te he echado de menos. Pensé que vendrías antes -le dijo mientras le daba unas palmadas en el hombro.

– Bueno, lo habría hecho. Pero gracias a ti me he pasado dos semanas encerrada en Muleshoe. Traté de largarme, pero desgraciadamente tu amigo Joe Brennan se aseguró de que no hubiera modo de salir de aquel pueblo.

– Buen hombre, ese Brennan. Sabía que podría confiarle el trabajo.

– Desde luego lo ha hecho bien -dijo ella.

– Cuando llamé el otro día, el socio de Joe dijo que habíais salido tú y él. ¿Así que Brennan y tú habéis hecho buenas migas?

– Sí, nos hemos llevado bien -dijo ella, y de pronto frunció el ceño-. ¿Llamaste al refugio?

– Sí. El sábado por la noche. El FBI detuvo a Tony Riordan y a Dearborn. Se les va a caer el pelo. Pensé que estarías aquí ayer para poder incluir tu artículo en la edición del lunes. Tuve que pedirle a Landers que escribiera la historia original. Revisé tus…

– ¿Han pillado a Riordan y a Dearborn? ¿Pero cómo lo han hecho? Me llevé todas las pruebas a Muleshoe.

– Son el FBI, Kincaid. Su especialidad es cazar a criminales, y ya tenían muchas pruebas de sus acciones.

Perrie frunció el ceño.

– Si no me hubieras enviado a Muleshoe, habría sido mi primicia. Yo… -hizo una pausa-. ¿Dices que llamaste al refugio el sábado por la noche?

– ¿Pero no acabo de decírtelo?

– ¿Y qué les dijiste?

– Le dije al socio de Joe que podías volver, que se lo dijera a Joe cuando lo viera para que te lo comunicara. Supuse que le pedirías a Joe que te trajera nada más enterarte. ¿Dónde demonios estabas?

A Perrie el pensamiento le iba a cien por hora. Joe debía haberse enterado cuando había ido al refugio esa noche, después de los juegos de Muleshoe. ¿Le habría dado Tanner el mensaje? ¿Y si había sido así, por qué no le había dicho nada Joe?

Una sola idea le ocupó el pensamiento. ¿De verdad habría querido que ella se quedara? Perrie se tapó la cara con las manos y se frotó los ojos, tratando de aclarar la situación.

Desde que había salido de Alaska tenía algo en la cabeza que quería tomar forma, pero que no lo había hecho hasta ese momento. De pronto lo tuvo muy claro. Él no le había dicho que se podía marchar; y cuando lo había hecho, no había tratado de detenerla. En realidad, había estado a punto de abrirle él mismo la puerta.

– ¡Sólo quería sexo! -gritó, sin darse cuenta que estaba allí su jefe hasta que fue demasiado tarde.

– ¿Quién quería sexo?

Perrie sacudió la cabeza y le hizo a Milt un gesto distraído con la mano. Joe no le había dicho nada adrede. Frunció el ceño. Lo cierto era que había sido ella quien se había presentado a su puerta, no él. De haberse quedado en su habitación, no se habrían acostado la noche anterior.

Amor. La palabra le resonó en los oídos. Él le había dicho palabras de amor cuando ella había fingido estar dormida. «Te amo Perrie, y sé que tú me amas a mí». En ese momento había pensado que las había dicho porque estaba en la cama con ella.

¿Pero y si Brennan lo había dicho de corazón? Perrie miró a Milt y negó con la cabeza.

– Estoy tan confusa -gimió-. Creo que tal vez haya cometido un grave error.

– ¿Con la historia de Riordan?

– Oh, al diablo con Riordan, Milt. Estoy hablando de Joe y de mí. Acabo de dejarle plantado. Aunque me da la impresión de que él creía que yo quería quedarme.

– ¿Dónde?

– En Alaska.

Milt la miró con la cabeza ladeada, como si hubiera perdido la cabeza totalmente.

– Por cierto, enseñé tu historia de los lobos. Un trabajo maravilloso. En realidad, en uno de los periódicos de nuestro grupo editorial lo leyeron y me llamaron. Quieren pagar mucho dinero para que escribas más. Les dije que no vivías en Alaska y que no habría más.

– Podría vivir en Alaska -dijo Perrie, a quien la idea ya no le parecía tan ridícula como antes.